Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 6

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El franco tirador – 1983
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Capítulo — 6

Borrón y cuenta nueva

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“¡Wacata! ¡Cojan eso, pendejos!” exclama Chocolate, golpeando sobre la mesa su última ficha de marfil, la ganadora de la ronda. Era la tercera victoria consecutiva que nos anotábamos Choco y yo como equipo de dos en la partida de Dominó.  En esos días, a menudo los viernes en la noche, nos reuníamos los Changungos para jugar. Era manera ideal para alivianar la semana de trabajo que acabábamos de tener. Pero esa noche nos sorprendió lo contrario.

            Nuestro otro pasatiempo favorito era Bola Ocho, que jugábamos en la única mesa de billar del American Legion, bar zoneita antiguo y aislado en las afueras de Colón. El informal lugar era frecuentado sobre todo por norteamericanos cuando el área de France Field era todavía de la Zona del Canal. Muy pocas mujeres llegaban. Con un cüara de apuesta por juego, allí chupábamos cervezas y cacareábamos toda clase de temas y bochinches políticos mientras le metíamos al rico chili con carne que hacían en el Legion.

            Pero esa noche, cinco de los seis Changungos—Franklin, Juan, Chocolate, Cratz, y yo (Rafa no estaba)—la pasábamos contentos en casa, en la tercera recámara del segundo piso, dándole al dominó. Ahí nos refugiábamos horas divirtiéndonos sanamente. Las cervezas eran traídas por cualquiera del grupo, y en ocasiones Judy nos preparaba ricos aperitivos para picar.

            Nuestra casita en Calle 10, la misma donde fue criada Judy, quedaba a media cuadra del hospital Amador Guerrero. Mi suegro se la regaló cuando supo que regresábamos a Colón. En la habitación donde jugábamos, así como en las otras dos—solo que más, por estar más alejada de la calle—el uso de aire acondicionado enmudecía el ruido del desfile de buses que transitaban frente a la casa después de parar en el Paseo Gorgas, a un cruzar de calle del hospital. También reducía el chillido de ambulancias y el persistente pitar de autos que, en dirección contraria a los buses, corrían con heridos hacia el hospital.  El tráfico y su ruido disminuían a medida que adentraba la noche, pero a través del silencio nocturno los ruidos se pronunciaban. Esa noche, en el confort de la refrigeración y el dominó, poca atención, si acaso, le prestábamos a los sonidos externos.

            No recuerdo cómo originó el nombre Changungos, pero en mi memoria tengo el sentir de que el grupo se formó casi por sí solo, como si hubiese coagulado de manera espontánea de nuestros comunes intereses partidarios. Si mal no recuerdo, ninguno de los seis militamos en la coalición que encabezó Arnulfo, pero cada uno a su manera esperaba con ilusión la inauguración de su presidencia. Con el pasar del tiempo, al grupo lo uniría aún mas el calor sincero de amistad que emergió de la sana y sencilla confraternidad que compartíamos. Me eran necesarias las amenas divertidas que me daba con los Changungos. Junto con el arte que procuraba producir los fines de semana, las sentía como un necesario receso de la tensión que acumulaba en la oficina.

 

“¿Lihtos pa’ una nueva paliza?” mofa Chocolate sonriendo, pelando sus dientes mientras revolvía las fichas para la nueva vuelta del partido. De costumbre también le decíamos Choco. Era grandote, con tez de un fuerte marrón y cabello lacio, azabache y usaba gafas de mucho aumento y marco grueso. El conjunto de su figura lucía divertida y cargada de fuerza pictórica. Pensé en tomarle fotos algún día para expresarla en acuarela, o dibujo.

“Aguanta Choco,” le digo. “Bajo a buscar una cerveza. ¿Alguien quiere?”

            “Quieto, voy yo Buaycito.” Así me decía Juan.

            Cuando regresa, sube con dos botellas en mano y nos informa que solo quedaban esas. “Voy yo,” se ofrece Cratz, parándose enseguida.

            El turno en la siguiente vuelta le tocaba a Juan, quién sustituía a Cratz. En ese orden a cada uno le tocaba oportunidad de jugar.

            Saco dinero de mi bolsillo y también las llaves de mi auto.  “Coge» le digo a Cratz. «Tráete unas carimañolas y hojaldras, y plátano frito, yuca, cualquier vaina que se te antoje.”  

          Mientras bajaba, Juan le advierte amistosamente: “¡Y cógelo suave en el manejo, ah!”   

          Volvimos al juego, y no habían pasado los quince minutos cuando Cratz regresa. Apenas entra al cuarto, con tono y mirada de asombro, nos dice: “¡Ey, algo ‘ta pasando, ah! Cuando me monté al carro, desde el hospital, da la vuelta un camión lleno de tongos en arreos de combate, pero armados hasta la guacha, oye. Y cuando arranco, veo otro que pasa de largo por la playa.»  (Así le decíamos al Paseo Gorgas).  «Como que mejor no me iba pa’ ningún lado, me dije.”

            Cruzamos miradas sin decirnos nada, como si estuviésemos tragando, sin masticar, el duro nudo del presentimiento que a los cuatro nos despierta la noticia de Cratz.

            “Me huele a golpe,” nos dice Juan en tono solemne.

            Mi instinto me decía lo mismo. “A mí también,” le confirmo.

            No podía ser otra cosa.  Tomé el control remoto y encendí la televisión. Nada en RPC, solo el shhhh de nieve en la pantalla.  La estación Zoneita transmitía su programación habitual. TV2 igual. En la radio, la misma música era transmitida en las estaciones panameñas, y solo música, y algunas estaciones silentes. 

Juan entonces me dice: “Préstame el teléfono buaycito, voy a hacer un par de llamadas para ver si averiguo cuál es la vaina.”

            “Usa el de abajo,” le sugiero, “para que hables en privado.”

           Mientras esperábamos noticias de Juan, quedamos pensando, de nuevo en silencio. Cuando sube, su mirada nos dice todo: que así era; teníamos razón; había un golpe en proceso.

            “Parece que Boris Martínez, Omar Torrijos y otros oficiales son los que están detrás de la vaina,” nos informa.

            “¿Y qué hay de Arnulfo?” le pregunto.

            “No se sabe. Pero parece que no lo tienen. No lo encontraron en casa de los Linares. Hay tropas empila patrullando las calles de la capital, David, y aquí en Colón. Y ya hay presos …y heridos.”

            Era de suponer que los cabrones de la guardia andaban en batida general. Había que tener cuidado con el uso del teléfono y estar alerta ante la posibilidad de visitas non gratas o llamadas sospechosas. Mi padre era David Pretto, partidario arnulfista de primer orden en la provincia. Y mi hermano, militante por vocación, cargaba antecedentes de haber confrontado con violencia a los tongos en las calles de Colón, cuando Omar era el Comandante de la provincia.  

            De mis cuatro años en el internado militar, Roly cursó su quinto y sexto durante mis primeros dos. Fue ascendido en sexto año a teniente coronel y asignado al Estado Mayor del estudiantado. Con estos historiales, de haberla, era de suponer que en alguna lista de los golpistas éramos ya fichados, y Roly sería el mas perseguido.

            No sabía dónde andaba mi hermano. Llamé a su casa, pero nadie respondió. No quise llamar al viejo para no despertarlo, al menos no todavía. Con lo poco que sabíamos, era prematuro determinar qué medidas de contingencia tomar.  

            Nerviosos y tensos discutimos casi por una hora entre nosotros con ráfagas errantes de lógica, opiniones y el suponer de toda clase de razones y conclusiones. Pero en la mente de todos había solo una verdad clara que atender: averiguar lo más pronto posible cuanta información podíamos para poder calibrar la severidad de lo que estaba ocurriendo, y tener una idea de a qué atenernos, no como Changungos, sino como panameños y padres responsables de familia, con mucho que perder y consecuencias que sufrir si no nos movilizábamos pronto para protegernos y estar preparados por si acaso éramos buscados.

           Franklin vivía cerca de casa y sintió necesidad de buscar el refugio de su hogar y su familia. Los demás sentimos lo mismo y acordamos que era mejor que los otros aprovecharan la obscuridad de la noche y la ventaja que el caminar ofrecía para regresar a sus hogares con cautela.

        Nos despedimos llenos de la incertidumbre que había tomado cargo de nuestros ánimos. La habitación, sede de nuestra habitual y liviana diversión social de esa noche, quedó en sombría desocupación.

            Apagué el aire acondicionado para poder divisar el estado de ruidos afuera y así monitorear el grado de seriedad del golpe. Preferí no comunicarme por teléfono con Roly o con el Viejo, por si acaso eran intervenidas las líneas. Me tocaba pensar en qué hacer al respecto. Durante horas quedamos Judy y yo en quieto nerviosismo, escuchando el incesante pasar de gritos de sirenas y pitos que hacían su llegada a Emergencias del Amador Guerrero. No se escuchaba el acostumbrado pasar nocturno de los buses. Por ahora solo quedaba esperar.

 

Esa noche del 11 de octubre, en mi mente ametrallaba las posibles razones que hayan podido incitar, de nuevo, y a tan alto riesgo, el atrevimiento prepotente de los oficiales insurgentes.  Quería entender por qué yo no había visto venir la insurrección, y porqué vino tan pronto, a solo once días…¡me cago en la mierda!

            No era primera vez que intervenía la Guardia en los asuntos políticos del país, pero éste sería el primer golpe en nuestra historia propiciado por cuenta propia de los militares. Haya sido perversa o no la razón de los que se atrevieron a sublevarse, han debido ser atraídos durante buen tiempo por la idea de tomarse el país.

            De seguro algo tuvo que ver la puerca disputa politiquera que dilató los resultados oficiales de las elecciones de mayo. Tal vez causa fue también la imposición ilegítima por parte de Arnulfo de curules de diputaciones de su coalición, aun sabiendo que esos diputados no habían obtenido los votos necesarios para acreditárselas. Recuerdo haber tenido una discusión con mi padre sobre esas medidas ilícitas del Presidente electo. “No me hubieran dejado gobernar”, me dijo el viejo que fue la justificación de Arnulfo. En la mente de muchos, incluyendo la mía, esos tempranos abusos de su poder le mermaron crítica legitimidad a su presidencia.

            En el pasado, otros mandatarios habían hecho lo mismo, pero para quienes aspirábamos formar parte de la exquisita oportunidad de gobernar con honestidad, esas acciones de nuestro presidente, nos motivó gran decepción. Y, claro, también sirvieron para darle a la oposición armas tempranas—y justificables—para que comenzara a denigrar al nuevo mandatario.

            Visto de cualquier manera, la constitución había sido violada. Respetar las reglas del juego político a la larga le valió cebo a Arnulfo, y, siguiendo su ejemplo, parece que a los militares también. Eso para mí fue un indicio pronosticador de que Arnulfo y su gobernación resultarían de corte ordinario a-lo-panameño, trazado con tijeras de prácticas tradicionales de la política corrupta y propensa a la anticonstitucionalidad.

            Las violaciones, como las de Arnulfo en el asunto de las diputaciones, no debían quedar impune. Pero para castigar la ilegalidad de injerencias extra constitucionales cómo esas, sería necesario (casi un imposible) purgar—y depurar—nuestras malolientes instituciones de derecho y legislatura, cosa que hasta hoy día no hemos logrado. Según lo explicaron los militares, ese mal era lo que pretendían corregir.  

            Pero no le correspondía a nuestra fuerza castrense, ni a nadie, impartir un castigo ilícito pretencioso—como lo era el golpe de estado—alegándole a la ciudadanía legitimidad moral para intervenir el orden democrático de la nación.

            Lo de las diputaciones no tenía base ni legal ni moral alguna para servirle a la Guardia Nacional de pretexto para atribuirse el derecho de “corregirnos” el camino de maduración como república democrática. A pesar de los lamentables tropiezos que nos veníamos dando en el proceso, los panameños realmente patriotas hacíamos el intento de mejorarle el futuro a la nación con soluciones políticas correctivas nacidas del orden constitucional que tanto aspirábamos que fuese respetado por todos. Tiene que haber algo más de por medio en este golpe de estado, me repetía.

          Presentía que detrás del golpe había soberbia, egoísmo y ganas de ejercer poder, y que la mentalidad que dirigía la acción era dé oportunistas propensos a la prepotencia. Este era un paso dado por gente que tiende a atribuirse privilegios para violentar leyes y derechos constitucionales porqué les sale del forro. De esos había en ambos bandos.

         Yo sabía de figuras prominentes del panameñismo que estaban ansiosos por apoderarse de los engranajes institucionales del gobierno para después meterle mano a su tesorería.  Una vez con la victoria electoral en mano, fueron anunciándole a funcionarios del gobierno saliente la barrida que iban a darles en represalia por haber sido enconados adversarios de los arnulfistas. Y era sabido también que Torrijos y Boris, oficiales de carrera, junto con otros de mayor rango y edad, eran blancos del repudio de Arnulfo y los arnulfistas por haber sido adversos a la causa panameñista en el pasado. Los emisarios falderos de la jefatura del poder entrante, afanosos por querer saldar cuentas, se jactaban en rumorar qué oficialitos desfavorecidos serían despachados a funciones exiliares en otros países, para así restarles comando directo sobre las tropas de la Guardia Nacional.

            Estas acciones han debido de alborotarles la soberbia a los militares que de por sí, en lo privado, se consideraban por encima de la constitución, y que en público se jactaban de reconocer como sagrada, y que por ello estaban obligados a respetar.  

            Pero el golpe de estado no es un derecho constitucional. Al contrario.

            La posesión de la autoridad que el militar cree merecer solo por la “virtud” de ser militar es una noción pervertida de un privilegio que no les corresponde. Es la más arrogante de sus presunciones—y peligros. Es comúnmente suscrita por órganos castrenses en sociedades desorganizadas del mundo que requieren de soldados para resolver sus conflictos políticos y sociales por la fuerza.  Los militares panameños golpistas eran de ese corte. Con ese sentir omnipotente, se sintieron facultados para tomar acciones de castigo—sin autoridad constitucional para hacerlo—en contra de los arnulfistas y tomarse el poder del país. Total, políticos y presidentes durante el curso de nuestra vida republicana, tan reciente como unos meses atrás, habían hecho uso de lo mismo cuando les fue políticamente conveniente. Nada de motivos altruistas estaba detrás del golpe presente.

            Pero lo siniestro que había detrás era que esta vez se trataba del primer golpe de estado que darían los militares por cuenta propia.

           El desdén de los arnulfistas por el personal militar de carrera ha debido emputar a Boris y a Omar en lo personal, ambos militares profesionales y los principales accionarios del golpe; aunque se rumoró en aquel entonces que Boris, de comandante en Chiriquí, cabreado por la manera que lo estaban tratando, dio el primer paso. Llamó a Torrijos y le dijo “¡Ya me estoy tomando esta vaina!” 

            El cuento sigue de que Torrijos, nervioso y jumado como de costumbre, es metido en la regadera por Lakas, quien logra espabilarlo lo suficiente para que pudiera tomarse la capital.

          Que militares pretendieran el derecho de intervenir en la política del país con la fuerza de sus armas no era una novedad. Es un mal de habito, casi cultural, visto y practicado de costumbre en otros países. En el nuestro, el par de golpes de estado dados al orden democrático, fueron propiciados por intereses políticos haciendo uso de la fuerza castrense. 

            Mas no era así, en esta ocasión. El golpe del 11 de octubre fue dado exclusivamente por la fuerza militar. Torrijos y Boris junto con otros jóvenes oficiales de carrera se proyectaban como uniformados «obedientes» del orden constitucional y subalternos «fieles» a la institución castrense liderada por la oficialidad de su Estado Mayor. Pero esa postura era solo de pantalla. Cuando estuve en casa de vacaciones de la preparatoria militar pude conocerles su otra cara.

          Desde joven, Omar era muy amigo de mi primo, Oldemar Guardia, hijo de mi tía Anita Villaláz. Omar le tenía gran cariño a Anita y viceversa. Conocido por sus amigos como “Plaza”, Oldemar acostumbraba a jugar dominó regularmente en el parque Urracá, muchas veces con el joven militar. Cuando estuvo de comandante en Colón (de Mayor en ese entonces) Torrijos hizo amistad con mi madre, Ligia. El encuentro lo facilitó el vínculo que Omar ya tenía con Anita y mi primo.

            Pero también hubo acople de sus personalidades. La de Omar atraía con facilidad el cariño, y la de mi madre igual. La alegría que emanaba Ligia Villaláz era contagiosa. Cantante y amante de la fiesta, mi vieja armaba en ocasiones pequeñas reuniones de festejo en casa compuestas de un pequeño grupo de amistades. Junto con Henry Simons—viejo amigo, vecino de enfrente, y pianista de afición—con canto y música, y buen trago, Ligia divertía a sus invitados.

          Mi hermana y yo vivíamos con Mamá en uno de los apartamentos de un pequeño dúplex de un piso, en la media vía entre las Calles 10 y 11. Allí, al lado, en el futuro, se mudaría el Changungo Franklin; o sea, vivíamos cerquita de la casa donde creció Judy y donde en años futuros viviríamos nuestra nueva etapa de familia en Colón.

 

Cuando estuve en casa durante mis vacaciones de julio a agosto, en 1961, me era un reto diario encontrar cómo ocupar mi vida nocturna en Colón. Mis amistadas panameñas no estaban de vacaciones como yo, y no podía contar con ellas en las noches muy tarde.  La TV consistía en solo tres canales, uno de ellos el de la Zona. Y solo transmitían durante parte de la noche. En las tardes, para ganar un dinerito cada semana, trabajaba en el negocio que dirigía el viejo.  Pero en las mañanas despertaba tarde de cajón; no tenía que estar como en el internado, parado afuera uniformado, pasando inspección con los otros cadetes a las 6:15 de la mañana.  

            En días de semana el corto menú de diversión para la noche incluía colarme en los centros nocturnos de la pequeña ciudad, en especial el Club 61, cabaret preferido donde las mujeres del club me consentían, supliéndome de cigarrillos y bebidas que le fichaban a los señores fulanos-de-tal de la sociedad colonense que frecuentaban el club y hacían de las suyas en lo tarde de las noches.

        Llegando a casa del Club 61 a pie una noche, a cierta distancia escucho el entusiasmado ambiente en la fiestecita que había armado mi Vieja. Henry estaba al piano, acompañándola en su canto de una de sus favoritas. Para no distraer la ocasión esperé afuera a que terminara de cantar. Cuando entro, a toda voz exclama Mamá: “¡Ay, mi adorado, hijo!” Ya andaba con sus traguitos encima, y me abraza y me planta un beso en la mejilla. Omar, así como los otros cuatro jóvenes oficiales—entre ellos uno a que le llamaban Catire, porque era fulo, parecido a un personaje de telenovela popular del momento—se ponen de pie para darme la mano. 

       Sentí como si saludaban a un colega. En cierto sentido, supongo me consideraban miembro de su casta militar. A mi madre le encantaba mostrar mi foto 8 x 10 donde lucía formalmente uniformado de cadete. La foto reposaba sobre el piano, y de seguro ya les era bastante familiar a los oficiales. Y también seguramente mi madre, orgullosa de su hijo, bastante les había hablado de mí, y de Roly, quien en la foto suya también sobre el piano lucía su uniforme de teniente coronel.

            Después de unas preguntillas protocolares de Omar, me excusé y pasé a la cocina a prepararme algo de comer. Allí, con el tono de la fiesta ya disminuido, logré escuchar una discusión política entre los jóvenes oficiales. No recuerdo con exactitud quién dijo qué, pero me quedó grabado que todos compartieron el principio de que los gobiernos «politiqueros», de un lado y del otro, que habían desfilado en los últimos años por nuestra historia, tenían al país en un estado de mucho preocupar, y dadas las circunstancias debidas, ellos sabrían qué hacer en el momento oportuno.

 

El encuentro con los militares esa noche en casa de mamá pronosticó el golpe de estado que daría el grupito de oficiales siete años después, poco más de una semana de haber tomado posesión de la presidencia la figura política más popular que haya conocido nuestro país.

            Nuestro juego de dominó marcó el día en que el país fue desviado hacía veintiún años de dictadura que sufriríamos por primera vez en nuestra historia. Torrijos figuraría como líder de la “revolución” y sería “coronado” después con el pretensioso auto título de Jefe de Gobierno. Mi lucha la noche del golpe para comprender su verdadera razón de ser, terminó en la madrugada del día siguiente, cuando recordé la conversación entre los jóvenes oficiales que sobre escuché en casa durante la fiesta de Mamá.

          Para mi padre, y para mi hermano, tío, para mí, ante todo, y en particular para la nación panameña, nada sería igual. Roly, militante al fin, combatió lo que pudo sin mucho resultado, hasta que terminó en exilio y obligado a vivir su futuro apartado y alejado de su patria.  La salud de mi padre empeoró rápido y en seis meses moriría en un triste estado de flaqueza esquelética, llevándose a su tumba una profunda tristeza y desilusión. Los Changungos nos disolvimos como un suspiro de lamento, habiendo ya ninguna causa que nos mantuviera unidos con una coherente razón para ello.

          Y yo, bueno, primero, por mi parte, tuve que sacudirme de lo político y dejarlo todo de lado. No sufrí persecución, ni otros martirios por ser quién era. Eso permitió que me enfocara en la situación empresarial. Sin Roly y con el viejo en lucha contra una cirrosis hepática dispuesta a someterlo, el foquin lío de las compañías quedaba sobre mis hombros. Tenía que hacer de tripas corazón para concentrarme en cómo desenredar ese lío.

          De la política pude desvestirme, por suerte, sin mucho reparo. Había quedado decepcionado del todo con Arnulfo. Más bien, me había liberado, en un parpadeo de reflexión, de mi propia inocencia política y de las falsas ilusiones que yo mismo me había permitido en torno a ella. En cierto sentido irónico, el golpe, y la manera que Arnulfo respondió a él, me sirvió para madurar rápidamente y salirme a tiempo de la niebla intelectual que nos crea ideales inútiles cuando joven, y nos mantiene ignorando la realidad en nuestra madurez.

            En el periodo más crítico de la sublevación militar, Arnulfo buscó refugio en la Zona del Canal, lugar impropio, y acción incongruente y contraria a la imagen que él representaba para las aspiraciones de nuestra soberanía que inspiraban el respaldo de la gran mayoría del pueblo.  

            Si Arnulfo Arias Madrid se hubiese mantenido firme, listo para luchar, fuera y no dentro del territorio colonial, el golpe se hubiese desinflado. El mar de pueblo que lo adoraba lo hubiera rodeado en donde estuviera para protegerlo de las garras de los militares. “Quise evitar derramamiento de sangre,” declaró en algún momento a alguna prensa. ¡Por favor! Ninguna de las razones que ofreció por haberse escondido en la Zona lo justificaron.

            Para mí, Arnulfo se había comportado como yo nunca me lo esperé. De haber sido él—si mi amor y lealtad por mi patria y por su bienestar hubiesen sido sinceros—habría dado la vida por defenderla.

            Terminé considerando a Arias Madrid como todos los demás políticos hipócritas; solo que ahora las consecuencias de sus acciones atrasarían de manera severa la maduración del problemático proceso democrático de nuestra República. Por primera vez en nuestra historia republicana, lo que asume el poder es una jefatura castrense, con fusil en mano y de corte autoritario de profesión, enfrascada en imponernos su caprichosa voluntad.

            El tiempo revelaría que estos nuevos “salvadores de la patria” terminarían cortados con las mismas tijeras de sinvergüenzura y corrupción que las de los gobiernos civiles que ellos mismos condenaron en la fiesta en casa de Mamá. A mí no me quedó otra que encarar, a los veinticuatro años, el tamal de ver si resolvía el serio problema de las compañías y, ante todo, ver cómo empaquetaba confesarle a París la verdad de sus estados financieros y de la deuda que el viejo había incurrido sin autorización.

            El futuro que ya me había acostumbrado a vislumbrar, de nuevo, volvió a perder su brillo.  No le veía razón de perseguir deseo alguno en desarrollar   la indefinida relación que tenía con la pintura y el dibujo.  Las exigencias del trabajo y la lucha por delante no serían atmósfera ni fértil ni ideal para la creación artística. A partir del 11 de octubre ya nada sería igual en el campo de los sueños idealistas, incluso cualquier deseo de hacer arte.  Lo que resultó ser el golpe de 1968 en toda su realidad, fue un borrón y cuenta nueva en la vida de todos los panameños.

 

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