Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 5

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Custodias del 84 – 1983
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Capítulo — 5

Sorpresas que te da la vida

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Me enteré en casa cuando interrumpieron la programación en la Tele para darnos el anuncio. Estaba por apagar todo para encontrar el reposo que necesitaba tras el fuerte y nada placentero trabajo del día. Fue una jornada frustrante.  Poco logré para mejorar la situación de las empresas.  Con la noticia que acababan de transmitir, peor terminó mi día.

            A poco de haber celebrado la victoria electoral de Arnulfo (con menos júbilo y esperanzas que mi viejo y Roly) de pronto nos cae sobre el mundo la noticia del trágico asesinato de Robert Kennedy, hermano del también asesinado presidente John Kennedy en 1963. El miércoles 5 de junio, cerca de la medianoche después de un exitoso día de campaña de primarias en Los Ángeles, Bobby recibió los tres disparos de su asesino, y fallece temprano la mañana siguiente.

            Para quienes veíamos—y venerábamos—a Bobby Kennedy como figura capaz de guiarnos con sabiduría y compasión a través de la empeorada turbulencia sociopolítica en el mundo, su partida nos entumeció. A mí en particular, vació el optimismo que me había dejado el resultado de nuestras elecciones el 30 de mayo. Saber que ya no estarían los valores de Bobby presente en el acontecer mundial, que tanto los necesitaba, opacó el regocijo que me permití sentir tras la victoria de Arnulfo. Con el pasar de los días y al conocer los detalles de su muerte, me fue difícil sacudirme del pesimismo. Persistía en arrastrarme por un túnel melancólico cuyo fin no podía verle. Sentía que la humanidad estaba propensa a perder los resortes de su cordura.

            Desde un principio, Kennedy dio claros indicios de lo prometedor que sería el liderazgo transcendental que prometía, no solo para los Estados Unidos, que estaba pasando las suyas con Vietnam y sus conflictos de derechos civiles, sino para todo el mundo. Su muerte violenta, y su irremisible insensatez, me hizo sentir que algo le andaba gravemente mal a la humanidad. Tan confuso y decepcionado estaba, que mis reservas de ánimo para seguir haciéndole frente al problema de las empresas decayeron, y no sabía cómo rescatarlas, o al menos hallar el ímpetu interno que me animara minar nuevas. Por suerte encontré refugio en la pintura y el dibujo.

            Desde muy niño, el silencio y el arte me han sido un fiel recurso para reflexionar y meditar. Mi facilidad por hacer arte ha servido como factor integrante para mis cuestionamientos existencialistas. La habilidad temprana por el dibujo y la pintura me servía para elevar mi auto estima, especialmente cuando necesitaba lidiar con la vergüenza que me causaba la crónica tartamudez que padecía desde que tenía memoria. 

            Con frecuencia me daba tremendas trabadas al hablar que incomodaban más a mis padres que a mí. La timidez que aparentaba cuando interactuaba con personas poco conocidas no era tanto por complejo, sino más bien para evitar sus reacciones cuando al hablarles se me trababa el clotch. Poco conversaba, si acaso, por lo incomodo que resultaban esos encuentros. Pero observar a la gente me encantaba, solo que no me atraía intercambiar charla con ella, especialmente con extraños. Así que me mantenía lo más callado posible…pero con las antenas de atención siempre en alerta.

            Con mis amigos la gaguera no me era problema alguno. No recuerdo ningún pasiero de mi niñez que se haya burlado de mi tartamudeo, al menos a propósito. Fue cuando de trece años, recién ingresado en el internado de preparatoria militar, que las pasé duras al principio. Tuve que torear las bromas constantes de parte de los pocos cadetes latinoamericanos en la academia. 

            No era mal intencionado el bromeo, y por suerte pude resistir sentirme ofendido. No hacerlo hubiese empeorado la cosa. Si uno se emputaba, el grado de la burla aumentaba. Le tuve que encontrar el engranaje de humor al asunto para poder sonreírle a las bromas. Pero al que se pasaba de raya, mi haber crecido en Colón, y jugado en cuanto rincón callejero había, me servía para demostrarle que tampoco iba a dejar que me tomaran de pendejo. Yo también sabía bromear. 

            Pero sufrir el impedimento en mí hablar no era nada agradable. A veces el peso de la vergüenza se me hacía irresistible. 

            Un día, por alguna razón que nunca comprendí, a pocos meses en la academia, en un cine de Atlanta se me quitó de repente la gaguera cuando conversé durante toda la película con una hermosa chica de East Point, Georgia, que acababa de conocer.  Fue cuando de pronto aparece THE END en pantalla, que me di cuenta de lo mucho que había charlado con la gial. La conexión con ella fue tan espontánea y especial que pude desinhibirme lo suficiente para no solo no haberle prestado atención siquiera a mi tartamudez durante todo el tiempo que duró el filme, sino también darme cuenta del hecho de que había conversado sin impedimento alguno. Nunca he recordado ni la película ni de lo que hablamos, pero al darme cuenta, con evidencia irrefutable, que no estaba condenado a la gaguera para toda la vida, mi problema del habla terminó de allí en adelante. Desde entonces, nunca más he tenido dificultades de autoestima.

            Pero eso es cuento para otra ocasión. El caso es que el tartamudeo, aun siendo un embarazoso problema durante mi temprano crecimiento, me sirvió para aprender cómo manejarme en el fértil terreno de la introversión. La pintura y el dibujo, el esculpir figuras y juguetes en madera o con masilla, así como la carpintería, fueron útiles actividades que me permitieron disfrutar del gran campo de diversión y aprendizaje que nos ofrece nuestro mundo interior.

            El hábito para la auto reflexión, como dije, lo he tenido a mi fácil alcance desde jovencito. Hoy día celebro haber desarrollado la facilidad de sentirme tranquilo y entretenido en lo interno, y poco necesitar de estímulo exterior en el grado que lo requiere el extrovertido.  De pelao, en los tiempos de fuertes aguaceros, o días feriados y de vacaciones, la pasaba feliz cuando quedaba en casa solo, dibujando y pintando. También me encantaba explorar afuera y trepar árboles en búsqueda de mangos, guayabas, o por el simple hecho de querer treparlos y pasar tiempo en sus alturas, solo y callado.

            Aunque disfrutaba mi soledad en casa o afuera, el estar solo, sin compañía, no era porque necesitaba refugiarme de los sinsabores del exterior. Me gustaba fraternizar en la calle y en otros campos de juego con mis amigos del vecindario o de otras áreas cercanas de Colón. Mi niñez fue activa y la pasaba bastante al aire libre. Pero dibujar y pintar en privado me era muy atrayente y un pasatiempo de los preferidos, actividad que aportaba significativamente a mi estado de ánimo por el orgullo que me hacía sentir la capacidad de hacer arte.

            Durante mis años de escuela zoneita en Cristóbal, en primaria y los primeros dos años de secundaria, participaba en concursos de arte o exhibiciones escolares. Mis dibujos y pinturas eran bien recibidos por estudiantes y maestras. En cuarto y quinto grados durante las clases de arte, la maestra me dispensaba tener que presentar la tarea del día, a cambio de que asistiera a otros estudiantes con sus trabajos. En los dos primeros años de secundaria a veces me excusaban de clases para que pudiera pintar murales decorativos para algún baile o evento en el gimnasio u auditorio del colegio. 

            Pero, en los cuatro años que estuve en el internado de preparatoria militar, aun cuando de regreso a casa para los tres meses de vacaciones, el arte estuvo del todo ausente.  

            Fue a mediados de 1964, en el viaje de tres días por tren que tomamos Judy y yo desde Dallas a San Francisco, que volví al dibujo. En la parada de la estación de Santa Fe, en el estado de Nuevo México, había un almacencito que vendía útiles y materiales para pintar y dibujar. Compré un cuaderno de dibujo y un juego de lápices a carbón, borrador y varios difuminadores. Durante el resto del trayecto en Pullman a San Francisco realicé unos bosquejos en nuestra cabina para mostrarle por primera vez a Judy—ahora mi prometida—mi habilidad artística.

            Después, en 1965, en California, cuando nuestra Charissa tenía apenas unas semanas de nacida y yo comenzaba el segundo trimestre de universidad, conocí a Helen, una joven norteamericana de mucho carisma y sensibilidad creativa, a quién le daban ataques epilépticos con cierta frecuencia. Un día en nuestra clase de Biología, Helen me invitó que después la acompañara a su clase de arte.   

            A menudo yo le pasaba de largo al salón. Me daban ganas locas por entrar a mirar y conocer cómo era por dentro. Cuando encontraba abierta la puerta, me robaba un vistazo.  Pero resistía la curiosidad de entrar, porque casi siempre me despertaba deseos de tomar clases de arte, y eso me creaba conflicto. De cierto modo presentía lo capaz que era de ser seducido por las ganas de pintar, y lo imperante era que me concentrara solo en aprender Business Administration. Le había asegurado a Papá que volvería a  Panamá armado de estudios universitarios que beneficiarían a las compañías. Me había comprometido en apoyar sus esfuerzos en asegurarnos un futuro, y con ese plan el crear arte no cuajaba. “En nuestra familia de tantos artistas, no hay uno que le esté yendo bien económicamente,” nos repetía Mamá a Roly y a mí desde niños para que ni pensáramos en ser artistas.  

Entrando al salón, llevado de la mano por Helen, lo primero que observo es cómo el interior era bañado pol aireado resplandor de luz que penetraba a través de los altos y largos ventanales en dos de sus cuatro costados. Enseguida me llegó el olor familiar de trementina y óleos y pinturas, aromas que perfumaban el aire del salón.  En su centro, la luz de los ventanales sobre ellos, y con el mesón del profesor al fondo, una docena o más de caballetes lucían erguidos en ángulos irregulares. Sobre ellos montaban sus lienzos los estudiantes y preparaban sus materiales en espera de la clase que estaba por comenzar.  Mi mirada danzaba por todo el espacio, captando en rápida sucesión los detalles que vestía el salón de clases que tanto me había intrigado.

            Entonces, de pronto, me sentí muy inquieto y a punto de comenzar a sudar.  Era un pequeño ataque de ansiedad. Me daban en ocasiones, y sabía por qué estaba a punto de sufrir uno. Las ganas fuertes de ser parte de la clase me estaban afectando. Sentía que era el ambiente en que de verdad pertenecía…pero en el que no podía estar.  Aunque era de los que estudian el charco antes de brincar en él, también podía ser impulsivo, capaz de dar el brinco en un instante de intuición, y con los ojos cerrados.  En esos momentos me sentía a punto de enrolarme en la clase. Tenía que salir de allí y calmarme.  Le di una excusa falsa a Helen para declinar su invitación de quedarme un rato, y hui.

            Cuando llegué a casa ese día, enseguida tomé la carpeta y los lápices comprados durante nuestro viaje en tren a San Francisco. Lo de enrolarme en una clase de arte, eso nunca, me repetía, pero tenía las ganas de dibujar que me habían quedado de la breve visita al salón.  Sobre todo, quería mostrarle a Helen que sabía hacer arte. Estaba interesada en ver mi trabajo.  Le había contado que desde niño pintaba y dibujaba, pero, aparte de los bosquejos rápidos que le hice a Judy en el tren, no tenía trabajo alguno que comprobara la destreza artística de que era capaz. 

            Pensando en qué mostrarle a Helen, mientras esperaba a ver qué me salía, me puse a garabatear y a trazar diseños para unas tablillas que quería armar para nuestra sala. Un día, pronto después, me salió de prisa un bosquejo en carboncillo el cual inspiró hacerle una segunda versión más grande trabajada en grafito con más cuidado. El resultado produjo ese grado de orgullo que siempre había sentido cuando yo mismo notaba la buena calidad de lo que producía. El dibujo le confirmó a Helen que tenía madera de buen artista…y a Judy también.

            Cuando antes de regresar a Panamá hicimos una venta de patio de nuestras pocas pertenencias que no viajarían con nosotros en el Pontiac, le vendí el dibujo a una amiga de la universidad por $75. Le había encantado cuando lo vio a un lado, apartado de lo que teníamos en oferta y me preguntó si lo vendía. Aunque no estaba a la venta, no pude resistir decirle que sí.  Era la primera vez en mi vida que alguien ofrecía comprar mi trabajo de arte.

            A Judy le dolió que lo vendiera. Su significado era especial. 

            Cuando Charissa era pequeñita, Judy la amamantaba. Yo estaba fascinado por la ternura y el privilegio de presenciar la capacidad natural de una mujer para proveerle alimento materno vital a su criatura, ofrecido de sus senos. Y me conmovía poder presenciar la delicadeza maternal representada en la tierna escena que mi amada esposa e hijita protagonizaban frente a mí.

            Judy acostumbraba a darle pecho a Charissa en nuestra mecedora.  La usábamos en la sala de nuestro apartamentito del edificio de dos pisos que nos quedaba a pocos minutos de la universidad. Nuestro apartamento en el piso de arriba tenía puertas corredizas que daban al balcón que sobre veía la piscina, como tenía la mayoría de los apartamentos del pequeño complejo. Con vistas al balcón y la televisión, Judy se mecía mientras alimentaba a su bebé. Les tomé una foto, y de allí di con el concepto para el dibujo.

            En mi segunda versión del cuadro, trabajé el grafito con tanto esmero que el buen sabor que volvió dejarme el hacer arte, sabor que bien conocía, me provocó deseos de seguir dibujando y tal vez de ponerme a pintar seriamente.  Incluso pensé, quizá, tomar clases el siguiente trimestre.

            Pero pasaron los días y después semanas, cuando de pronto recibí la llamada desde Miami de Roly en su viaje hacia el Caribe, donde me pide auxilio para ayudarlo con los problemas que habían con las empresas y el Viejo. Y sintiendo que era mi deber, tomé la decisión de acudir a su pedido de ayuda. Me puse a tomar cuánto curso ofrecía la universidad para el programa de bachillerato en cómo administrar empresas. Una vez tomara los necesarios en el tiempo más breve posible, regresaría a Colón. 

            Otra vez, quedaría enmudecido el llamado del arte

Fue cuando sufrí el bajón existencial que me produjo el magnicidio de Bobby Kennedy, que volví a sentir la necesidad de hacer arte. Kennedy era la más reciente de tres figuras de gran promesa para el mundo asesinadas en un tiempo corto por personas con impulsos obscuros que a los veintitrés años yo no sabía cómo desarticular para comprenderlos.  No me provocaba ir al trabajo. Sentía ganas de quedarme en casa y encerrarme por un tiempo. Mis ánimos en general estaban decaídos, y con ellos mi fe en la capacidad de la humanidad para resolver los graves conflictos que amenazaban su existencia. 

            En verdad, lo que requería mi estado de ánimo era el refugio de la soledad, la clase de aislamiento que disfrutaba cuando hacia arte.  El beneficio terapéutico (en el sentido meditativo) que siempre le había encontrado al trabajo de crear arte, me atraía por instinto.  Necesitaba recuperar fortaleza interna para tratar de darle sentido a las estupideces de las que somos capaces los humanos cuando fallamos en aprender cómo convivir con gente que piensa diferente que nosotros. Los desafíos de 1968 en ese sentido se hacían manifiestos en la manera que se iba desenvolviendo el año con sus sísmicos choques y cambios socio políticos alrededor del mundo.

            El repudio general por la guerra de Vietnam y otros conflictos sangrientos entre pueblos, protestas y revoluciones en Europa, así como la hambruna en África, eran solo parte de lo que había traído el año bisiesto a solo la mitad de su recorrido. Había el presentimiento de que, si así seguían las cosas, el mundo no volvería a ser lo mismo.

Pero no recurrí enseguida al paliativo del arte. No me era fácil, y no por falta de práctica. Pintar y dibujar me eran como montar bicicleta, algo que uno no olvida cómo hacer. En el trabajo creativo—a mí al menos—me hace falta la inspiración, alguna idea que estimule el abrir de la fuente. Eso me llegó un sábado en que había decidido acabar con la obsesión de tener que trabajar hasta los fines de semana, y darme el lujo de no hacer ni mierda y darme el gusto de huevear. Desenfoqué también mi compulsiva atención en los problemas del mundo, sobre todo los de Panamá.

            Deambulando por la casa ese sábado, me dirigí al garaje para echar un vistazo a lo que teníamos allí guardado. El espacio lo usábamos para almacenar checheres y otra variedad de cosas. Colocado en su costado sobre una tablilla, noté la carpeta de dibujos que había comprado años antes en la parada de tren en Santa Fe. A su pie, en una cajita de plástico transparente, estaban los lápices a carbón y difuminadores.  Puse la carpeta sobre la mesa y comencé a repasar los pocos dibujos que había hecho en el camerino a bordo del tren, y los que hice para mostrarle a Helen cuando estaba en la universidad. 

            El manejo de técnica en aquel tiempo era simple y nada depurado. Pero ingenua no era la temática. Casi siempre desde pelao realizaba temas que, aunque elementales, respondían a inquietudes de orden filosófico que interpretaba en forma pictórica para simbolizar lo que sentía sobre algún tema. Eso me fue notable al revisar mi trabajo anterior en la carpeta.

            De pronto tomé la cajita de plástico y extraje los lápices. Encontré una página en blanco y me puse a garabatear. Dibujar y pintar, de hecho, hacer cualquier trabajo manual artesanal, me produce mucha calma. No tardé en quedar absorto en lo que hacía. Y ahí me mantuve al menos un par de horas, realizando bosquejos de lo que se me ocurría. Después de almorzar, transferí la carpeta y los utensilios a mi cuarto de estudio en el segundo piso para ver en qué trabajo formal meterme, y romper nueva fuente. Era necesario que aprovechara lo inusual del momento, de aquello que me impulsaba hacia la necesidad de producir arte. Quería celebrar—y reconocer—una vez más, la habilidad natural que sentía y tenía por el trabajo de crear obras significantes; y el estado anímico en que me encontraba hacía más imperante esa necesidad.

            En el cuarto de estudio tenía a mano una foto en blanco y negro que Roly le había tomado a Papá en 1964 cuando el viejo hacía su campaña para diputado. Yo le tenía una sensibilidad particular a la foto. El viejo lucía guapo y varonil en su silla de ruedas dentro de un rancho interiorano, con techo de ramas de palma. Su imagen en la foto era un fuerte contraste con el averío físico que ahora se le notaba. Me provocó hacer un dibujo de cómo lucían su cara y mirada en la foto para captar la pronunciada fuerza de testosterona que emanaban. Era una fuerza que tristemente Papá ya no tenía, y sentí necesidad de inmortalizarla en un dibujo a carboncillo. Sería mi primer trabajo desde el puñado de dibujos que hice en California en 1966 antes de regresar a Colón. El buen sentir que dio el haberlo hecho le dio nuevo arranque a mi deseo de hacer más. Estaba por cumplir veintidós años.

El lunes corrí donde Surany’s y compré materiales para trabajar la acuarela, incluyendo el papel especial. Acomodé todo lo comprado en la mesa alta para arquitectos que también compré el día siguiente. Y allí quedó todo, en espera del día en que diera arranque el motor creativo. Al menos los preparativos habían servido para inducirme a recuperar el ritmo del trabajo pesado en la oficina y el entusiasmo por él. En poco tiempo dediqué los fines de semana para el arte y para pasarlos sobre todo con mi familia. Dos semanas después, y tras varios garabatos de ensayo, salió El Papo, como primer intento en completar una acuarela formal.  Busqué resaltar, sobre mucho negro y la tez del perfil de una bella indígena, la belleza común del Papo, tan común que durante mi niñez la veía en cuanto jardín y patio tenía al alcance para explorar.

            El Papo tenía un significado particular. Para mis amigos y a mí, el arbusto donde se daba la flor se ofrecía como un buen recurso para el juego. De la base pegajosa del tallo donde porta la flor su polen, arrancábamos un pequeño nódulo pegajoso. Nos lo pegábamos sobre la punta de nuestra nariz, y mejillas y frente y otros lugares de la cara que se nos ocurría. También hacíamos uso de sus largas y delgadas ramas. Las cortábamos en tramos de diferentes largos y le pelábamos su coraza, y poníamos los tramos a secar. De ellos forjábamos arcos y flechas.

            En El Papo, no manejé la técnica como hubiese querido, pero el ejercicio de ensayo me hizo ponerme las pilas. El medio de la acuarela, por su naturaleza, reta la habilidad artesanal de cualquier artista para usarla. Me propuse seguir explorándola. Con grata anticipación esperaba las llegadas de los fines de semana para seguirme nutriendo de mi nueva relación con el arte. No pintaba todos los fines de semana, pero al menos esperaba la llegada de mis mañanas, por más difícil que me resultaba la carga del mucho trabajo que quedaba por hacer para salvar el estado crítico en que estaban las compañías. Confiaba, bueno, al menos quería confiar, en que la llegada del primero de octubre, cuando asumiría Arnulfo la presidencia, las cosas eran de dirigirse a un destino más prometedor, donde cabía la posibilidad de que sanara la triste situación de los negocios.

            Un día, afectado por un artículo sobre la pobreza rural en Estados Unidos publicado en TIME—revista a la cual como mi padre estaba yo suscrito—pinté La Pobrecita, donde procuré captar el obscuro peso de la condición de ser pobre sobre la tierna imagen de una niña. Después, más adelante, siguió Lamento, donde quise indagar un aspecto de la vulnerabilidad interna que siente la mujer cuando cuestiona los instintos que la definen como hembra.  Otro fin de semana me provocó pintar en cartulina la misma imagen de mi padre que usé para el carboncillo. La plasmé en un simulacro de afiche político que decía DAVID PRETTO PARA DIPUTADO. De esa forma quise conmemorar el orgullo que debió sentir Papá por los resultados de su campaña del 64.

            No tardaron los deseos de comprar más materiales para la pintura. Me equipé con un juego de tubos de pinturas al óleo y lienzos, más otra utilería, y me puse a pensar en transformar parte del garaje en un taller para la pintura. Sería como Churchill, me dije, usaría mi habilidad y el disfrute por la pintura como acompañante para resistir las cuotas de trabajo que me había comprometido entregarle al deber de familia, y a trabajar la visión de largo alcance de hacerme diputado, y, bueno, algún día de ser presidente.

El 1º de Octubre inauguró Arnulfo su presidencia.  Mi padre y Roly estaban felices y lleno de optimismo. Yo también veía alumbrado el horizonte de mis propias ambiciones y el camino prometedor que conducía a él.

            Entonces, nos sorprendió el 11 de octubre.

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