Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 8

1979-07b -- Tempera sobre papel

El día que me lleve el río – Tempera 1979

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Capítulo — 8

¿Y ahora qué?

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Cuando Santa se me acercó, me le pegué con un apretado abrazo y enseguida rompí en llanto. No lo había visto en años, y en ese momento mis emociones las tenía tupidas, en resguardo de la compostura protocolar que me tocaba representar. Pero apenas lo abracé, no pude contenerme y lloré en presencia de los que llegaban a Mount Hope para presenciar el entierro de mi viejo.

            Yo estaba parado sobre el poco mantenido camino de asfalto del cementerio, a poca distancia de la fosa recién cavada para la ceremonia de sepultura. El cortejo fúnebre, con el ataúd en su interior, esperaba la llegada del cura. A medida que iban llegando los autos, se estacionaban en fila, quedando parte de los vehículos sobre los angostos hombros de la vía. La línea se alargó con rapidez, y fue dividiéndose por las tangentes del camino que corrían por la arbolada loma poblada de lápidas de muchos conocidos. Mount Hope era el único jardín de descanso para los que morían en  nuestra pequeña ciudad.

            Cuando niño, de vez en cuando visitaba el cementerio en bicicleta con mi gran amigo Eugene para dar paseos por sus lomas y surtido de caminos. En ocasiones comprábamos hamburguesas y sodas en el KC de Margarita para comer en la solitaria belleza del lugar.  Pero ese viernes 25 de abril estaba allí, con veinticuatro años, en función de ser el responsable del entierro de los restos de mi padre. 

            Por suerte, mi tío Max se había encargado de todos los arreglos y logística fúnebre, lo que al menos me permitía concentrarme en el protocolo. A medida que llegaba la gente, muchos se me acercaban para ofrecerme sus condolencias. La procesión de gente parecía interminable. Max me puso al tanto del atraso del cura, debido al congestionado tráfico camino al entierro. “Me acaban de informar que de la catedral todavía sigue saliendo gente,” me dice con asombro. “Y que por toda la Amador Guerrero los carros no paran de venir.”

            Si hubiera estado Roly—el primogénito—seguro sería él a quién principalmente se dirigiría la gente. Pero mi hermano estaba en exilio. Los militares le habían negado entrada a su país para asistir al entierro de su padre, y yo, el único otro hijo, era a quién los dignatarios, amigos y demás extendían sus saludos y condolencias. Yo comprendía muy bien por qué. Pero hubiera preferido que fuera mi hermano a quién se las dieran. Roly era quién merecía ser el foco de tanta atención y formalidades que serían mejor correspondidas por él. 

            También hubiera querido tener a Mamá allí. Aunque dieciséis años divorciada de David, habían quedado de amigos, e igual que a Roly, de estar ella allí, hubiese sido a quien la gente dirigiría muchos de sus pésames. Le hubiera tocado buena parte de las tantas cortesías que en esos momentos yo prefería no tener que recibir ni dispensar. Pero ella también estaba fuera del país, y no pudo, o no quiso, venir. 

            Sin poder contar con ninguno de los dos, no me quedó otra que disimular el enredo que cargaba en mi interior. No sabía hasta cuándo resistiría mantenerlo tapado. Con la sorpresa que me dio el gentío que vi en la catedral y lo que me reportó Max sobre la cantidad de público que estaba arrastrando el viejo al cementerio, mi compostura protocolar estaba a punto de descarrilarse. Ver y abrazar a Santa liberó la presión que había acumulado desde la noche que falleció mi padre. 

Al terminar la misa fue cuando mi estado de ánimo sufrió su primer resbalón.  Me había parado para ir a dirigir el cortejo fúnebre hacia el cementerio. Pero me detuvieron unos minutos algunos que en ese momento se acercaron para extenderme condolencias. Algunos reclamaron por qué no había exhibido el cuerpo de Papá, y les dije que cuando en vida me había pedido no hacerlo. En realidad, la decisión la había tomado yo. No se los dije, pero yo había decidido no permitir que vieran a mi padre en su ataúd, para que no fuera esa imagen el último triste recuerdo que se llevarían de él.

            Durante toda la misa, sentado en la primera banca a la izquierda, no había mirado hacia atrás. Fue solo cuando me paré para tomar el pasillo del centro que daba hacia la entrada principal de la iglesia, que me percaté de la densidad del gentío que había adentro. La gran mayoría era gente de pueblo. Y cuando salgo del recinto veo que había más, en la cera y en la calle, en todo el alrededor de la catedral. Ver de repente tanta gente humilde presente para despedir al viejo acabó con la compostura mental que hasta ese momento había mantenido y con la cual había podido dispensar las formalidades que se esperaban de mí. Pero en el instante en que vi la multitud, sentí fracturarse la percepción de muchos años que sostuve de la persona que suponía era mi padre.  A este personaje, reflejado en la inesperada impresión que me causó la cantidad de gente que vino a darle un último adiós, no lo conocía.

            ¿Quién fue esta persona? me pregunté, una y otra vez. No comprendía por qué me había afectado tanto ver la catedral y ahora Mount Hope repletos de gente y dignatarios que vinieron a despedir a mi padre. Me hizo recordar cuando la multitud colonense recibió a Arnulfo en su caravana de campaña por la Amador Guerrero en 1964.  Pero el carácter del gentío que vino a despedir a Papá era diferente. No había júbilo, sino un solemne y silencioso murmullo comunal. El constante acercar de personas a ofrecer sus saludos y sentimientos, no me permitía reflexionar con tranquilidad sobre la manera que me estaba afectando lo que presenciaba. Se me comenzó a sentir más difícil mantener la fachada protocolar.  El encuentro con Santa destapó la olla de presión. 

Negro costeño de Costa Arriba, Santa era de mediana estatura, y musculatura gruesa y firme, y calvo de corona completa y de alto brillo, con el alrededor de la cabeza cortado bajito, casi rasurado. En su nuca tenía una notable protuberancia cervical que me llamó mucho la atención cuándo lo conocí, pero nunca me atreví preguntarle al respecto. Yo era un pelao de diez u once años cuando Santa y yo cruzamos caminos poco después de que él y Papá se conocieron.

            Habiendo superado lo peor de su divorcio con mi madre, el viejo gozaba de estabilidad económica cuando se enamoró de Bolivia, una guapa y sensual panameña de tamaño large que trabajaba para él. Papá, caído, le propone matrimonio y ella acepta, e ilusionado, se mete de lleno en querer remodelar su apartamento para darle a su futura esposa un cómodo y elegante hogar en el que hacer nueva vida juntos. Decide equipar el apartamento de nuevos muebles, hechos todos de caoba que se supliría de la fina madera que desde sus fincas en Darién extraía “Tututs”, su hermano Abraham, político notable quién llegó a ser Diputado, y en el futuro presidente de la Asamblea Nacional y Ministro de Trabajo y Bienestar Social.

            Para el trabajo extrafino de carpintería que exigiría Papá—todo hecho a mano y a la medida, con el mínimo uso de clavos y tornillos—contrató al mejor carpintero que trabajaba para Abraham en su espaciosa galera industrial en la capital. Papá se hace cargo del salario de Santa y lo remunera con pago adicional, incluyendo el costo del alquiler de un apartamento en Colón donde podía quedarse durante las semanas. Así podría trabajar a diario en la remodelación.

            El viejo designa como taller la segunda habitación de su apartamento, la que había sido de Roly y mía cuando vivíamos con él y Mamá.  La carpintería me encantaba y tenía varios años practicándola como afición de chiquillo. En tres ocasiones, como regalo de Navidad, recibí un juego de carpintería ordenado del catálogo de Sears. Cada juego había sido más fino y completo que el anterior. El último, el que tuve cuando conocí a Santa, lo adoraba. Las dos puertas de su caja metálica se abrían de par en par para exhibir su surtido de herramientas claves.  En casa tenía el juego montado en la pared y lo usaba con regularidad para hacer cualquier clase de vainas y tablillas para la casa cuando Mamá me las pedía.

            Los primeros trabajos de Santa los estudiaba de cerca cuando me tocaban las noches de ir a ayudar a acostar a Papá. El viejo me enseñaba lo que había adelantado el fino ebanista, y la manera que estaba llevando a cabo la calidad de trabajo que él exigía. También me gustaba estudiar los bosquejos de diseño que trazaba Santa basándose en las ideas del viejo.

            Yo estaba fascinado con la calidad del acabado de los trabajos del maestro artesano y quería verlo trabajar. En mi próximo turno para ir donde el viejo, fui temprano, a tiempo para cuando llegara de su trabajo. Santa y él tenían como costumbre repasar el progreso de la carpintería del día mientras se metían shots de ginebra o bebían cerveza HB, servidas en las jarras de plata que Papá mantenía en el congelador para enfriar la cerveza al máximo.  En ocasiones el viejo me dejaba beber HB en una de sus jarras congeladas. También a veces probaba de la ginebra. Ese día disfruté mucho el intercambio que tuvieron de ideas y conceptos de carpintería que yo no tenía idea que existían.

            Conocer a Santa fue como dar con un gentil tío. Su mirada era tierna y su trato amable y atento y considerado. Mi tartamudez no me preocupaba cuando le hablaba. Él no le hacia caso. La atención que me demostraba era auténtica. El día que lo conocí me dio una muestra de la delicadeza con que trabajaba la caoba y quedé asombrado. Me gustaba verlo trabajar y también aprender de él. Sus instrucciones eran firmes, pero acertadas, y me motivaban a seguirlas. Cuando salía de la escuela en las tardes, no todas, pero si con frecuencia, iba directo a la casa de Papá a conocer más de los secretos del maestro.

Santa demoró casi un año elaborando la serie de muebles, armados con gran ingenio, todos construidos y terminados con exquisita perfección: un ropero grande esquinado con puertas corredizas que en su abrir y cerrar curvaban la esquina en ambas direcciones sin el uso de riel metálico ni rodillos; las gavetas sin tiradores visibles, que se deslizaban sin necesidad de rieles con un tenue empujar o jalar de dedo; un bar con vitrina detrás; mesa de comedor con su aparador; mesita de sala; largas vitrinas en su oficina para libros y para exhibir esculturas y artesanía importada de Francia; un armario empotrado donde guardar la fina vajilla y cristalería comprada en el Bazar Francés del Señor Palomeras; y, por último, un gran escritorio ovalado cuyo sobre había sido forjado de una sola pieza de “bamba”.  La bamba, me explicó Papá, son las gruesas extensiones en la base del árbol de caoba que le sirven como “caderas” de soporte para las grandes raíces que lo anclan con firmeza al suelo.

            Con admirable paciencia Santa me instruía sobre las virtudes de su fino trabajo de carpintería. Una en particular la enfatizaba como requisito indispensable para asegurar la calidad buscada en el acabado: el minucioso y cuidadoso afilado de las herramientas, requerido para que rindieran su mejor función. También me educó en el arte de darle el debido mantenimiento a las herramientas y cómo nos corresponden cuando son cuidadas con esmero. Nunca he olvidado a Santa, ni lo afortunado que fui con su llegar a mi vida.

            Fue por lo que significaban mis recuerdos de este excepcional carpintero costeño, que me conmoví al verlo y no pude otra cosa que abrazarlo y echarme a llorar.

            Después del entierro, a casa fueron mis tíos, amigos y algunos otros que quisieron expresarme sus últimas condolencias. Judy, quién como Max me había acompañado durante el sepelio, tenía preparados aperitivos para los que llegaran. Por suerte, hacía calor en nuestra pequeña sala y comedor, y no se quedaron mucho tiempo. Cuando partieron y quedamos solos Judy y yo con Charissa fue que, al fin, pude tomar el largo aliento que necesitaba. Tenía muchísimo en que pensar. Mucho había cambiado en todo sentido en la situación de las compañías, sobre todo desde que hablé con Jean por teléfono cuando lo llamé a París el año anterior después del golpe militar. Pero esa noche, la única y resonante verdad que merecía y exigía mi atención en ese momento de mi vida era de que ya, David, mi padre, mi viejo, Papá, había partido para siempre, sin yo conocerlo de verás como el hombre que fue en realidad.

            ¿Y ahora qué? me pregunté.    

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