Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 9

10269.jpg
El puchero de Gregorio – 1982
(para ver otros capítulos, seleccione este enlace: )

Capítulo — 9

Justo por pecador

.
.

La llamada interoceánica la puse a tiempo para dar con Jean durante horas de oficina en París, pero no la conseguí enseguida. La telefonista de IT&T reportó congestión en la línea.

          “Apenas logre conexión le llamo, señor Rogelio, no se preocupe. Los lunes en general hay bastante tráfico a esta hora para llamadas a Europa.”

          “Entiendo, gracias, señorita, pero procure que no pase de las diez, hora nuestra, por favor. Me es importante que la llamada les llegue a tiempo.”

          “Así lo haré, pierda cuidado …Señor Rogelio, si es tan amable, salúdeme al Señor David de mi parte, por favor. Dígale que Zoraida de IT&T le manda muchos saludos.”

          Su comentario me hizo sonreír. “Con mucho gusto, Zoraida,” le respondí. “…Disculpe, pero dígame, ¿qué perfume le gusta?”

          “Ay, cualquiera, señor Rogelio. Ecusson, Nina Ricci. Todos son tan ricos.”

          “Perfecto, le voy a enviar un regalito de mi parte.”

          “¡Ay, muchas gracias! …En cuanto a su llamada, le aseguro que le conseguiré línea pronto. Le llamo apenas la tenga.”

 

El viejo tenía la costumbre de regalar muestrecitas de perfume a tutiplén, sobre todo las de Ecusson de Jean D’Albret, nuestra línea de mayor venta representada por las compañías. El fabricante de Ecusson también comerciaba los cosméticos ORLANE, línea que igual representábamos. Pero las muestrecitas de perfume era la manera con que se las ingeniaba el viejo para engrasar los lentos engranajes de la burocracia panameña en todas sus manifestaciones, ya sea gubernamental o privada. Con ellas, Papá arreglaba boletas de tránsito; aceleraba oficializar toda clase de documentación o prestaciones y servicios diversos en el municipio, la gobernación, la aduana, Zona Libre, el Seguro Social, y cualquier otro departamento del estado incluyendo la Guardia Nacional, que requerían el tramitar de certificaciones, autorizaciones, licencias, permisos, revisados de auto, pagos a la Fuerza y Luz; en fin, cuanta organización había donde era necesario esperar demora en el trámite de lo que fuera que uno necesitara. En la IT&T, la International Telephone & Telegraph Corporation, que operaba desde Viejo Cristóbal, en la Zona, Zoraida era una de las beneficiadas con muestrecitas enviadas por Papá con el fin de evitar demoras en tramitar sus llamadas internacionales.

          Las muestrecitas también servían para persuadir la atención romántica de la mujer sin necesidad de mucha labia o elaborado coqueteo. En esta categoría, de los cuentos de muestrecitas de perfume más notables que conocí a través de los años, el más singular fue el que me vino directo de la boca de Tony Noriega—sí, Manuel Antonio Noriega, coronel en aquel entonces—y me lo contó él mismo.

 

En alguna noche en la víspera de—o pronto después (tal vez)—del estreno de “Los árboles mueren de pie”, obra de 1978 en la cual hice mi debut teatral de mi errante carrera en las tablas y que fuera presentada en honor a Omar Torrijos en el Teatro Nacional, Ileana Krupnik—productora y actriz de la obra—dio una fiesta para el elenco y amistades en el patio grande de su casa. Sus invitados especiales eran mi tía, Anita Villaláz, la estrella principal de la obra, y Tony—compadre de Ileana, si mal no recuerdo.  Con ellos, sentados en el rancho del patio, estaban dos otras personas. 

          Yo llegué con Judy y con Carol cuando la fiesta ya estaba en arranque y no tardaron en circular las dos juntas. Yo quedé donde estaba para echarle una mirada general al ambiente. Apenas me ve Ileana me tomó de la mano y me llevó hacia el elegante rancho donde estaba mi tía. Al vernos, en voz alta a lo Anita, exclama: «¡Venga acá mi sobrino adorado, nuestro hermoso galán! ¡Siéntate aquí con tu tía!» 

          No me dió tiempo para esquivar la incómodante invitación que a todo pulmón histriónico había soltado Anita a la atención de todos. Hubiera preferido primero a ponerme a circular un poco con Judy y Carol. Pero a la primera actriz del país no era fácil negarle su pedido, así que no me quedó otra que sentarme a su lado en el sofá, a su izquierda. Tony estaba frente a nosotros, en uno de los cómodos sillones del fino juego de muebles del rancho. Su trago reposaba en la mesita frente a todos. Sentado cerca, hacia un lado, con su trago en mano, estaba un Puertoriqueño de cómo cuarenta años que Tony me presenta como funcionario de la CIA. Estaba de visita en Panamá. Tony lo había invitado a que lo acompañara a la fiesta.

          Con mi par de tragos y la buena charla con Anita, pronto me relajé, y me integré con buen ánimo al ambiente en el rancho. Tony, quien ya tenía los suyos encima, estaba de buen humor. En un intercambio de conversa con él, de los temas que cubrimos, dos son los únicos que recuerdo. El primero—que tal vez lo haga tema de cuento en otra ocasión—fue sobre la gestión militar de Noriega en Chiriquí, cuando fue ordenado por Omar que le resolviera el dolor de cabeza que le estaba causando el Tupac Amaru, comandante de la guerrilla que combatía a los notables «Pumas» de la Guardia Nacional. Tan efectivo era el pequeño comandante, que su fuerza de rebeldes, con tácticas de emboscadas letales y otras acciones de guerrilla, estaba causando una alarmante tasa de bajas mortales de jóvenes guardias panameños. 

          En un viaje de vacación que hice a Bambito a principios de los setenta, de boca de un ex guerrillero chiricano indígena, me enteré de detalles de ese episodio de nuestro país que corroboraban los contados por Noriega. Pero, como dije, eso es para contar en otra ocasión.

          El otro tema de que nos cuenta Noriega fue sobre las muestrecitas de perfume, cuando se entera de mi linaje Pretto colonense. Me relata que cuando era comandante en Colón se pegó tremenda enamorada de una muchacha, y que una noche, tarde, en que se pasó de tragos, fue a su casa. Ella vivía con sus padres. Para “endulzarla”, como obsequio para el foco de su capricho, se había llevado una buena cantidad de las botellitas de Ecusson en su bolsillo. Cuando llama a la pela’a desde afuera en el obscuro silencio de la noche, y ella no le responde, comenzó a lanzar las botellitas miniaturas de perfume una a una contra la ventana de la habitación de la joven. Muchas se quebraban, y según él, el ruido despertó a los padres de la tipa y se le formó tremendo lío. Terminó su cuento con una bien sentida risa.

          Mi tío Max había sido el portador del obsequio de muestrecitas de perfume que mi padre le había hecho al entonces Mayor Noriega. 

          Juro que es cierto este cuento.

 

Tal y como lo prometió Zoraida, a los minutos llamó: “Señor Pretto, su llamada está lista, hable por favor.”

          Después de los saludos protocolares, no quise decirle mucho a Jean, excepto de que no le quería dar detalles en ese momento a propósito, por lo serio del tema que debía ser tratado en persona, con todos presente.  Le pedí que me diera el beneficio de su duda cuando le aseguraba que era necesario que viajara lo más pronto pudiera. Le dije que se trataba, ante todo, del serio cuidado de sus intereses en Panamá, y que no me parecía recomendable que esperara hasta marzo del siguiente año para enterarse. “El tiempo apremia”, le urgí.

          Sabía que eso le iba a causar enredos al joven Francés, en especial en la manera que le afectaría tener que cambiar sus planes establecidos. Como su padre, Jean programaba su futuro hasta con meses de anticipación; de hecho, hasta un año, como lo era en el caso cuando visitaba sus negocios en México, Puerto Rico, Panamá y Venezuela, en ese orden, y siempre en un solo recorrido de no más de un mes de duración. Pero mi urgencia ni siquiera le ofrecía la alternativa de ponerse a reorganizar su plan de costumbre, iniciándolo esta vez en Panamá, en lugar de México.  La seriedad con que le manifesté la necesidad de que viniera ya, y no darle detalles, fue suficiente para convencerlo de que no le quedaba otra que desprenderse de su habitualidad. En dos días me dio su fecha de viaje. 

          Tenía dos semanas para pensar qué coño le iba decir…y cómo se lo diría. Y más importante aún, tenía que pensar en mí mismo, en mi propia seguridad económica, ante todo, y cómo asegurarla.  Pero nada se me ocurría, y era algo que tenía meses de estar dándole vueltas. Tenía de huevo a huevo que encontrar una solución para no quedar yo fuera de las empresas. Me aterraba la idea de quedar sin salario y, peor, sin saber dónde putas iba a conseguir empleo. Con apenas veinticuatro años, sin diploma universitario, con poca experiencia y escaso de referencias, no era historial para un buen currículo en busca de empleo.

          Y también estaba el vínculo especial y la íntima relación que yo tenía con las empresas, ambiente que conocía desde que era un pelaito.  Me sentía en casa en ellas. Era el único tipo de organización empresarial con que me podía relacionar. Desde pequeños, a mi hermano y a mi, nuestro padre nos familiarizaba con las actividades de la organización, haciéndonos aportar parte de nuestro tiempo de vacaciones para ayudar en la oficina o en los depósitos con la preparación de pedidos, mensajería u otra serie de oficios relacionados al negocio.

          Un día nos llamó el viejo para decirnos que fuéramos los dos a su casa. Quería hablarnos de algo importante, nos dice. Era mediados de julio de 1958. Roly y yo estábamos en tiempo de vacaciones de Cristobal High School en el sector zoneita de Colón. Mi hermano no se estaba llevando bien con Constancio, el nuevo marido Catalán de nuestra madre, y un día, tras una fuerte discusión violenta que sostuvo con Roly, mi hermano se fue de casa a vivir con el Viejo. Al ver que los problemas de su hijo con el Catalán podrían empeorar, Papá decide enviarlo a un internado militar cuando un buen amigo le dice que estaba haciendo la gestión de ingresar a su hijo mayor en la renombrada secundaria Virginia Military Institute. 

          Cuando el Viejo averigua los requisitos para también ingresar a Roly, le informan que no hay cupo disponible para el año que iniciaría en menos de dos meses. El viejo opta entonces por medio de telegramas averiguar si hay cupo en Georgia Military Academy (GMA), cerca de Atlanta, donde averiguó que otros padres en Panamá enviaban a sus hijos. Allí encuentra que puede registrar a Roly a tiempo para su quinto año de secundaria a principio de septiembre.

          Pero, entonces, de pronto, a Papá se le ocurre que, ya que haría el gasto para enviar a Roly, bien podría hacer otro para enviarme a mi también, para que “me desahuevara”, según me dijo Roly después. La idea de ser enviado a un internado me desagradaba. Pero yo obedecía a mi padre. Y no por temerle, sino por reverencia.

          En casa del viejo esa noche que nos llamó para hablarnos, le pide a Roly que lo lleve en su silla de ruedas a su escritorio de caoba que Santa le habia hecho. Una vez acomodado, nos indica que nos sentemos frente a él. Con cierta formalidad procede en contarnos que aun con las dificultades de su invalidez, él le metía duro al trabajo para poder ofrecernos un futuro seguro, y que ese futuro serían las empresas, si le dábamos el cuidado que ellas merecían y exigían. Nos dice además que no necesitábamos de educación universitaria para manejar las empresas, puesto que el mejor conocimiento de cómo manejar el negocio nos lo daría la experiencia misma de trabajar en él desde abajo, “from the bottom up”, nos dice. Y que la preparatoria militar de secundaria a que nos estaba enviando sería suficiente como base educadora ideal para ambos. Recibiríamos en GMA la disciplina y la estructura necesarias para el aprendizaje que nos serviría en nuestro aporte al crecimiento del negocio de la familia. 

          Y así, casi de un día para otro, por decisión unilateral de nuestro padre, nos veíamos en medias vacaciones preparándonos para ser enviados al colegio militar de internado de tres mil alumnos en el seno redkneck del sur de Estados Unidos de Norteamérica. Yo tenía apenas trece años. Era bastante delgado y medio que necio en el comer y tendía a ser enfermizo. Y estaba bastante pegado a mi madre adorada. Me espantaba la idea de ir al internado…y militar para colmo.  Mi condición de crónica tartamudez hacía más grave mi temor.

          Mamá, por su lado, en todo esto, nos enfatizaba que honráramos y agradeciéramos ese noble sacrificio personal y económico que estaba haciendo nuestro padre por nosotros. 

          No lo dudaba. A pesar del ambiguo, por no decir poco interés que siempre tuve por el comercio, había crecido convencido y resignado al hecho de que mi ruta de trabajo en la vida estaba predestinada hacia las compañías que asumía eran de mi padre, o al menos una buena parte de ellas. Resulta irónico que años después, cuando llegué de California con los cursos universitarios de administración de empresas bajo el brazo, fue que me enteré de que el viejo solo contaba con un veinte por ciento de las acciones de las sociedades. En el mundo de los negocios eso no controla nada en absoluto cuando el otro ochenta le pertenece a un grupo de interés común, como lo era la familia de Jean.

          Esa era la tenebrosa situación moral sobre la cual estaba parado ante la espera de la llegada de Jean. No le veía posibilidad de un desenlace favorable a mi permanencia en las empresas, y menos aún a la del viejo. Pero me la había jugado, porque se trataba del principio de la honestidad. Jean merecía conocer la verdad sobre la situación de la deuda de su socio minoritario en sus compañías, y cuál fue su razón por asumirla sin autorización.

          Antes de comunicarme con Jean, quise informarle al viejo de antemano que había decidido llamar a París, y que quería darle mis razones por hacerlo ya que los dos íbamos a ser afectados, y de manera que no podíamos predecir. Era muy probable que termináramos echados de las empresas, le dije. Sin embargo, si él no quería que hablara con Jean, que me explicara el porqué, pero que supiera que lo iba a hacer de todos modos, porque era lo moralmente correcto, pese las consecuencias.

          Aparte de informarle que estaba por llamar a París, necesitaba antes saber de boca de él cómo calificaría él su violación, pues violación era, véase como se viera. Me era difícil aceptar que él, ejemplo de rectitud y honestidad que siempre había sido para mí, haya sido capaz de violar la confianza del hijo de la persona que le había brindado apoyo y confianza cuando más la necesitaba. 

          “Yo sé,” le dije, “que nunca te hubieras permitido defraudar a Charles. Pero Jean lo va a ver cómo defalco”, le afirmo con tono de juicio. “Como si le robaste.”

Sus ojos se humedecieron. Mostraban el dolor profundo que le habían causado mis comentarios y el tono juzgador de mi reclamo. Me arrepentí haberle hablado así en el instante que noté su expresión, y sentí vergüenza y culpa por haberle sido tan insensible.  El dolor que le causó lo que dije era evidente; y verlo adelgazado, debilitado en su cama y vulnerable, mi arrogancia me hizo sentir como un estúpido cabrón.

          “Lo siento, Papá, perdóname, no quise ser tan duro contigo, de veras.”  Y con mis ojos a punto de lagrimar, le digo: “Es que me siento con miedo, viejo. Quiero que salgamos de esta vaina, pero no sé cómo…Solo sé que debemos ser honestos con Jean. Pero me ayudaría mucho saber cómo definir la naturaleza de tu falta…para tener un sentido de cómo defenderte.”

          Me mira con compasión de padre, como si le doliera ser causa de mi confusión y angustia, y que haría cualquier cosa por darme alivio. 

          “Yo, le llamaría abuso de autoridad, mijo,” me dice con voz baja y segura.

Su respuesta me sorprendió. Tuve que tomar unos momentos para evaluar el razonamiento de lo que implicaba lo que me había dicho, no solo en términos morales sino también en lo legal. …Y, claro, al pensarlo, Papá tenía toda la razón. Lo que tomó prestado fue contabilizado, todo, hasta el último centavo. La auditoría de Young & Young que solicité así lo comprobó. Y sí, había abusado de su autoridad, pero esa falta de buen juicio, esa violación de su función ejecutiva no era más que eso, una violación. Si por estar avergonzado y querer comprar tiempo para corregir su falta, no haya actualizado la contabilidad, eran fallas de su juicio, y tal vez algo de cobardía …pero no calificaría sus acciones como un grave delito legal en sí.

          Me sentó bien poder contar con ese orden de lógica para reconsiderar la moralidad de lo que había hecho el viejo. Cuando unos segundos antes pensé que la perdía del todo, sentí reanimada mi fortaleza interna. Enseguida se me desenredó la encrucijada de dudas en que me encontraba, y comencé a darle a los valores éticos y morales del caso otro nivel de consideración. Uno más justo.

          Después de unos segundos de silencio, le digo: “Bien. Estoy de acuerdo contigo, viejo. No es delito, ni defalco. Y no es tan gran vaina la vaina.” 

          Me le acerque para abrazarlo y los dos lloramos.

          Ya resuelto y con ánimos de confianza que no había sentido antes para permitirme encarar lo incierto, fue que llamé a Jean. Acordó viajar enseguida cómo le pedí lo hiciera. 

          Serían quince los días que iba a tener yo para pensar en una estrategia, en dar con alguna serie de medidas que asegurara mi permanencia en las compañías, y a la vez proteger al viejo de una posible represalia de parte de Jean que no fuese justa, o al menos obligara resistirla de mi parte y montarle defensa. Era lógico esperar que algún precio era de pagar el viejo por su imprudencia, pero yo aseguraría que fuese el que menos daño le hiciera. Papá ya estaba bastante sufrido. No más sal sobre su herida. Tampoco era como si mi padre hubiese cometido un pecado imperdonable.

          Pero, pese el nuevo vigor y aplomo que sentía para combatir la corriente de la incertidumbre que venía, la verdad era que yo no tenía idea de qué hacer, ni qué frente preparar. Tuve que recurrir a píldoras para dormir porque la mente la tenía trabajando tiempo extra a diario, sobre todo en el silencio de las noches, cobijado por el susurro del acondicionador de aire de nuestra habitación en el segundo piso de nuestra casita.

 

Deja un comentario