Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 2

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Gregorio preparado — 1982
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Capítulo — 2

El llamado del deber

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Mientras pasaba las páginas en secuencia, mi atención oscilaba entre impulsos extremos. Por un lado, ansiaba llegar ya mismo a la sección donde era mencionado en Cien Años de Arte en Panamá. Por el otro, me era irresistible detenerme para contemplar el bello desfile del arte de los artistas de mi país que iba revelando cada voltear de hoja.

            Nada como observar una obra de arte en su estado físico original, pero Cien Años de Arte en Panamá nos ofrece, en sus finas gráficas, un hermoso muestrario del enriquecedor producto pictórico de mi hermandad de artistas panameños del siglo que recorre el libro. 

            Aunque recordaba un buen número de los trabajos ilustrados, observarlos en tan fina colección de imágenes despertó en mí un claro sentir de orgullo panameño. Para mí, sobre ese sentido patriótico se centra el encanto del libro.

            Cuando me detenía en cada imagen, leía la reseña que identificaba el título y la fecha de la obra. Después, en el sector del texto narrativo, le prestaba atención solamente a los nombres de la pintura y la información presentada en negrilla. 

            No leía lo demás. Eso lo haría después, cuando le diera la lectura completa que merecía la historia que nos relata el libro. En esos momentos prefería concentrarme en la riqueza de variantes de estilos y temas pictóricos evidenciada en el surtido de trabajos que eran presentados. A las gráficas del periodo que incluye mi participación en el escenario del arte de mi país le presté espécial interés.

            Con lupa en mano estudiaba cada pintura. El paulatino avance lo había iniciado en las páginas 26 y 27, encabezadas por dos obras de Sinclair. La 28 y 29 portaban dos de Trujillo. Pasé la página y encontré a Dutary de un lado y Zachrisson del otro. Después siguieron Arboleda, Herrerabarría y Sánchez, también uno en cada página. La 36 reveló trabajos de Briceño, Calvit y Chong Neto. Y así, con variables de tamaño y ubicación, marchaba la procesión de bellas creaciones de artistas panameños que en su mayoría he conocido, algunos ya no con nosotros, como Alfredo, Mario, Desiderio, Manuel y Julio, quienes en todo momento me brindaron aliento positivo y amistoso en los inicios de mi carrera y cuando en pocos años logré afianzarla.

            Cuando di con la página 44, enseguida pensé en mi año de nacimiento, y sentí aquella cosquillita de asombro que nos causa encontrarnos con coincidencias pequeñas como esa. Momentos después, terminando de estudiar EL JUEGO DE LA PELOTA de Alvarado, noté con la lupa, justo abajito de la gráfica de la pintura, el título EL AUGE ARTÍSTICO DE LA POST REVOLUCIÓN. Y debajo: “El primero de octubre de 1968, Panamá celebró la posesión de Arnulfo Arias Madrid quién había sido elegido presidente de la República por tercera vez”.

            Mi reacción inmediata fue acreditarle, ya no a la coincidencia sino a la sincronicidad, la ironía de cómo lo que acababa de leer define el tiempo en  que se enmarca el preludio de mi propia historia como artista panameño.

 

En 1968, a los veintitrés años, yo trabajaba en las dos pequeñas empresas que mi padre dirigía en silla de ruedas. La más antigua era Suplidora General, S.A.. Quedaba en Calle 7 y Avenida Herrera, al lado del parque 5 de Noviembre donde de niño jugué bastante. La otra operaba dentro de la Zona Libre de Colón desde que fue inaugurado el complejo comercial. 

            A finales de 1966 Judy y yo habíamos regresado a Panamá desde California para hacer vida nueva con nuestra hijita de año y medio. A comienzos del segundo trimestre de 1964 nos mudamos a San Francisco, donde nos casamos. Después nos transferimos al cercano Hayward cuando ingresé a la universidad para estudiar administración de empresas. 

            El viaje de regreso a Panamá lo hicimos por carretera con Elvita, prima de Judy, en un Pontiac GTO nuevecito de dos puertas que, como mi espalda, mucho sufrió del viaje. Desde México. nos tocó en todos los países precarios y largos tramos de carretera en muy pobre estado, entre los peores el de nuestra frontera hasta Santiago. Para no perder tiempo, las manejadas eran largas y las paradas lo más cortas posible. 

            Apenas llegamos a Colón pasamos donde mi padre. Quería que conociera a Judy y a su nieta enseguida. 

            No tardamos el viejo, Roly y yo en abordar el tema de los comicios del 68. Arnulfo y los panameñistas se enfrentarían a Samudio y su Alianza del pueblo. Mi padre era Arnulfista desde los tiempos en que Arias fue derrocado por segunda vez en 1951. Para las elecciones de 1964 se postuló para diputado de Colón, y su efectiva campaña casi le aseguró el triunfo. Pero, dadas las mañas electorales de nuestro país en esos días, donde las diputaciones eran repartidas mediante la práctica de “la primera y segunda vueltas, etc.”, mi padre le cedió el resultado de la primera a “Bebi” Salas, también Panameñista… y sin impedimento ambulatorio—factor que mi padre tomó en cuenta con altruismo al cederle su turno al colega colonense. 

            En la segunda vuelta, le negarían la curul a David. En su silla de ruedas y con pistola semi-oculta durante un amañado re-cuento de votos, intentó asegurar el legítimo triunfo que le correspondía. Pero no tuvo éxito. Ya el juego de acuerdos políticos estaba fijado….y mi padre no quiso darle pelea larga al asunto con denuncias formales que no irían a ningún lado. 

            Pero el abrumador número de votos que recibió David, lo dejó con un nuevo prestigio y reconocimiento como Panameñista prominente en la provincia. Dentro del partido, su estatus preelectoral provino en parte de la afinidad personal e intelectual que durante años compartió con Arnulfo, pero el crecido reconocimiento después fue producto directo del gran número de colonenses de todo rango social que votó a favor de su diputación.

            A principios de 1964 me di cuenta de la importancia de mi viejo dentro del partido cuando le serví de chofer para llevarlo a la convención nacional de los panameñistas, celebrada el 4 de enero en un teatro en la vecindad de la Plaza 5 de mayo, cuyo nombre no recuerdo. Tal vez fue el Cecilia. Mi viejo presidiría la convención.

            Cuando lo llevaba en su silla por el pasillo del cine hacia la tarima del escenario, y fue anunciada su llegada por los alto parlantes, el público rompió en aplauso. Varios hombres enseguida saltaron de la tarima para recibirnos, y alzaron a mi padre con todo y silla, y lo acomodaron en su sitio donde, tomando el micrófono, le extendió sus saludos al gentío del recinto.

            No di con mi viejo de nuevo esa noche hasta después de la manifestación en el parque Santa Ana, a donde Arnulfo, al finalizar en el cine, y a pie, dirigió a los delegados de la convención y otros partidistas presentes. Con él fue mi padre, llevado en su silla por copartidarios que se turnaban para mantenerlo a la par del caminar de Arnulfo. En la plaza, Arias fue acompañado por una multitud de 50,000 simpatizantes.

            Y después, a pocos días de la convención, nos llegó el 9 de enero. La  atención de toda la nación se concentró en lo que despertaría el sentir nacionalista de mayor contundencia en los anales de nuestra historia patria.  

            A finales de ese mismo mes yo viajaría a Dallas, Texas, para ingresar a la universidad donde habían enviado a mi novia para alejarla de mí. Su padre originalmente de Dallas tenía raíces antiguas de familia en la ciudad que solo meses antes había sido escenario del asesinato del Presidente del país. A los tres meses allí nos comprometimos y tomamos el tren a San Francisco. A finales del 66, casados y con hija de año y medio, tomamos rumbo a Colón con miras a confrontar los nuevos retos que nos esperaban. Teníamos 22 y 21 años. 

 

En parte por rebeldía, pero sobre todo porque las elecciones del 68 serían los primeros sufragios en que yo participaría como votante, resistía unirme a la causa panameñista solo por los íntimos vínculos de mi padre con Arnulfo y su partido. Quería primero estudiar el panorama electoral antes de comprometer mi respaldo y voto.

            Me disgustaba el carácter prepotente de Arnulfo, y repudiaba a los arnulfistas de alto rango que se mostraban ansiosos de poder para ver cómo se aprovechaban de “la papa” del gobierno. Pero a los Liberales de Samudio, viciados también por la corrupción, no los veía capaz de movilizar ni de realizar cambios y mejoras concretas de progreso para el país. Por su lado, los Demócrata Cristianos, los terceros en el tinglado, con González-Revilla a su frente, no mostraban tener la fuerza política necesaria para vencer, y así generar los sensatos beneficios para la nación promulgados en su plataforma política.

 

Sometido a las distracciones de la campaña anterior y la del 68 que estaba por venir, y el excesivo gasto de dinero que no tenía—por no poder decir no—a mi padre le comenzó a ir mal en los negocios, y también de salud. Cuando lo visité apenas llegamos a Colón del largo viaje desde California, lo encontré bastante adelgazado y desmejorado. No lucía como el David Pretto del 64. Roly, mi hermano, me lo había medio advertido en una llamada que me hizo desde Miami cuando hacía conexión de vuelo rumbo al mercado del Caribe servido por la compañía de Zona Libre. Me llamó para pedirme que regresara y le prestara ayuda con las compañías.

            “El viejo se está cansando,” me dice, y “solo no puedo con todos los problemas que hay con las empresas.”  Me necesitaba en Colón, dijo, para que juntos le hiciéramos frente al creciente problema gerencial que estaba creando el decaimiento de nuestro padre. 

            “Se queda en casa bastante, y desde allí quiere manejar las cosas.”

            “¿Y Negro?”, le pregunté. 

            Negro era el sobrenombre de nuestro tío, el menor de los cuatro hermanos y hermanas de Papá. Desde que se graduó de secundaria trabajaba en las empresas. 

            “Max no da la talla, tú sabes que no. Te necesito a ti, lika bradda.”

 

Al llegar Judy del trabajo, le informé de mi decisión. No le sentó bien la noticia. En California con nuestra hijita, éramos felices. Gladys, mi encantadora y agradable suegra, Colonense también, en ese tiempo vivía en San Francisco. Nos agradaba mucho la región de California en que vivíamos, en particular el clima singular del área y el ambiente sociopolítico liberal que prevalecía en el Bay Area. Era un marcado contraste con la gran mayoría de población de derecha del estado de Texas. 

            Cuando llegamos a San Francisco, yo tenía inclinaciones ideológicas  conservadoras, como en cuestiones de la guerra de Vietnam, por ejemplo. Pero, atento a la lógica de las opiniones que eran debatidas entre el estudiantado universitario sobre las protestas a favor o en contra de la guerra de Vietnam y de los derechos civiles, y otros asuntos de derechos democráticos, tuve un abrir de mente donde pude comprender lo que antes no me era tan evidente. 

            Mi inclinación ideológica giró entonces hacia el terreno progresista de centro izquierda, y felizmente dejé atrás la angostura intelectual del derechismo.

 

Con Judy encinta, nos habíamos trasladado un poco al sur, al otro lado de la bahía, a la ciudad de Hayward, donde ingresé en el college del sistema universitario del estado de  California. Judy consiguió empleo allí mismo, en el departamento de Lenguas Extranjeras, con sede en el edificio de Música.

            Pianista excelente, con talento de puro oído, Judy se sentía a gusto en su lugar de trabajo. El ambiente universitario le encantaba, lo que le hacía fácil compaginar con la gente en general que frecuentaba el edificio donde ella laboraba. Habíamos acordado que ella trabajaría para que yo pudiera concentrarme en mis estudios y graduarme lo antes posible como profesional en cómo administrar empresas. Habíamos acordado, que después le tocaría a ella su turno para darse, con mi labor, la educación académica que ella deseaba.

            Aun con los dos tan jóvenes, y Charissa recién nacida, pudimos mantenernos independiente de nuestros padres, sin depender de subsidio económico de su parte. También estábamos libre de estorbo alguno de las exigencias sociales y culturales de nuestro pueblo natal, que por sus estrechas costumbres y tradicionalismos, de seguro sentiríamos obligación de representar. 

            Pero yo sentí que me era necesario responder al llamado urgente de mi hermano a que metiera el hombro con él para poder asegurarles el futuro a nuestras familias.. 

            A fin de mejor servir su empeño, necesitaría de mis recién adquiridos conocimientos universitarios y otros importantes que me faltaban. Equipado con esos cursos no tenia duda alguna en saber como corresponderle con la experticia necesaria. 

            Desde niño me identificaba con los protagonistas de las causas heroicas en los cuentos de libros y películas. Me inspiraba la nobleza que los motivaba a actuar con su calibre de heroísmo. El sacrificio es causa noble para el héroe, como lo es el deber. Con todo y lo adulto que me sentía a mis recién cumplidos 20, todavía era inspirado por esos idealismos. Ante todo, yo sentía que tenía que responder a la nobleza de nuestra causa y servirla, cumpliendo con el llamado del deber.  Regresaría a Panamá antes de lo esperado, para acudir al llamado armado de sacrificio y entrega. 

            Para equiparme de créditos académicos que me faltaban en materia de manejo de empresa, me propuse completar un par de trimestres más en la universidad. Así tomaría cuanto curso pudiera en administración de empresas, dejando de lado las materias no afines…y también el gran propósito de terminar la educación universitaria con diploma en mano. Contaría, al menos, con dos términos más de intenso aprendizaje centrado en el tema empresarial. Esa era la estrategia que mejor serviría a la causa a que había sido llamado aportar.

            Lo que nos esperaba en Colón, y los hirvientes sucesos políticos que se darían en el país pronto después de nuestra llegada, sirvieron de semillero para las circunstancias que me indujeron a volver a producir arte, algo que no había hecho en años.

 

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