Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 4

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Violinista panameñista – 1983
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Capítulo — 4

El consuelo de la Zona Libre

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“¡Ras! ¡Ras! ¡RAS! Lika Bradda! We is goin’ to be FINE. ¡Ya verás!”

          Roly estaba eufórico cuando llamó a casa del viejo desde el teléfono del Boulevard Balboa. Tomé su llamada en la sala. Papá estaba en su recamara, pegado a la televisión donde se transmitían vistas de los millares de simpatizantes que rodeaban la residencia Linares a un cruzar de calle de la legendaria cafetería.  Allí, en casa de su suegra, pasaba Arnulfo sus estancias en la capital, y ese jueves 30 de mayo la gente celebraba los dilatados resultados oficiales de las elecciones. Arias había vencido con un margen sustancial de votos. Era la tercera vez que se acreditaba la presidencia de la república por elección popular.

          “¿Cómo está el viejo?” pregunta Roly después de mencionar dónde se encontraba.

          “Aquí está, feliz, chupándose unas cervezas, con todo y que le he dicho que no debiera.” El licor ya no le trataba bien el sistema a Papá.

          “Deja que el man goce sus cervezas hoy, hermanito. Es un día especial para él.»

          Tenía razón mi hermano. En verdad, Papá lucía bien ese día. Su semblante reflejaba un vigor que no le había visto en mucho tiempo. Que Arnulfo había asegurado la presidencia debió aliviar en buena medida la amargura de sus preocupaciones; como si al fin, siendo tal vez nombrado gerente de Zona Libre, podía permitirse la esperanza de solventar su problema económico y el que le había causado a las compañías.

          La auditoría de Tony Young había concluido, y la cosa no se veía bien. Las compañías registraban un déficit enorme, mucho más grave de lo que pensaba. Y la mayor parte de su razón era una deuda considerable en las empresas, contraída por mi padre, problema que le causaba mucha vergüenza y angustia personal. Por eso el atraso en los libros.

          Preferí no responderle a Roly, pero él no dejó alargar el silencio. 

          “¿Y tú? ¿Cómo estas Lika Bradda?”

          “Aquí, pueh, esperando que una vez se calme la celebración, nos podamos reunir todos y decidir y planificar qué chucha hacer con las compañías. No pueden seguir como van,” le advertí. Y con sarcasmo le finalizó: “No son nuestras.”

          “Tranquilo hermanito, ya le meteremos mano a esa vaina, no te preocupes. ¡Celebra, coño!”

          Me era difícil compartir el regocijo de Roly. Arnulfo tomaría posesión de su cargo el 1º de Octubre, cuatro largos meses después; y yo ya sentía en ese momento una creciente presión moral de informar a París la verdad de lo que la auditoría había expuesto.  En nuestra contra jugaría atrasar la divulgación de los hechos. Era crítico que, ante todo, fuésemos honestos con la gente en Paris, pues darle razón de desconfiar en todos nosotros lo echaría todo a perder. 

          La esperanza razonada de Roly—y seguro también la de mi padre—era de que la gerencia de la Zona Libre serviría de trampolín para hacer negocio…y “billete”. Y de esa manera, supuestamente, aseguraríamos la oportunidad de cancelar la deuda que sin autorización había acumulado el viejo en las empresas.

          Pero el posible nombramiento de mi padre como gerente de la Zona Libre se daría—si acaso—después de que Arnulfo asumiera la presidencia. ¿Y cuándo después de eso se daría el nombramiento de mi padre?  

          Si Arnulfo, de hecho, le había prometido la gerencia de la Zona Libre, aún faltaba ver si cumpliría la supuesta promesa. En la política se regalan muchas de ellas, y en el vaivén de las que se dan a la ligera con dudosa sinceridad, las hay a tutiplén. Si son cumplidas o no, solo el ojo-pa’-quí’-ve es la prueba de rigor. De Arnulfo se rumoraba decepciones en ese campo.

          Sin embargo, con todo y que contradecía mi postura de mantenerme incorruptible, yo guardaba un deseo privado de que lo del nombramiento de Papá fuese verdad, e irónicamente por razones similares a las de mi hermano y padre.

          Con el viejo de gerente en Zona Libre, Roly de seguro se acomodaría con algún nombramiento también en su administración. Eso le resultaría ventajoso a los accionistas en Paris, pues le resultaría en un ahorro significativo en gastos de salarios y de representación. Eso por un lado. Por el otro, la cosecha de negocios colaterales que esperaban mi padre y Roly del nombramiento, daría para saldar la deuda del Viejo y cabría tal vez la posibilidad de que Roly y yo negociáramos un arreglo con los accionistas mayoritarios para que al menos pudiera yo continuar trabajando en las empresas. 

.          Yo no quería nada de la Zona Libre, ni del gobierno. No deseaba puesto alguno, ni botella. Mi llamado al deber era de mantenerme fijamente enfocado en rescatar los negocios de su precario estado. Así, tal vez, lograba conservar la seguridad de mi salario y mantener el derecho de representar—y cuidar—los intereses del veinte por ciento de las acciones que eran de mi padre.A ese fin, nos era necesario ganar la confianza necesaria de parte de París para poder convencerlos de que nos dieran a Roly y a mí la oportunidad de cancelar la deuda del viejo y hacer prosperar las empresas. Juntos, con Roly como asesor especial, digamos, estando él en Zona Libre, le daríamos nuevo vigor a los negocios.

.          Pero yo cargaba dudas. ¿Qué si las cosas no salían como las idealizaba? ¿Que si Paris optara por barrernos a todos? Y si el Viejo y Roly terminan suspendidos, ¿qué de mí? ¿Porqué querría retenerme Paris? Siendo el novato en el negocio, indispensable no era, por cierto.

            Darle un giro completo a la presente situación era primordial. Y para ello, era necesario un cambio drástico administrativo, el que solo podría darlo un Director, un nuevo Jefe. Y uno que contara con la habilidad y autoridad para dirigir el cambio necesario en el tiempo más breve posible. 

            Por supuesto, yo no me sentía capacitado para pilotear ese tipo de cambio, y, francamente, tenía mis dudas de que el carácter volátil de Roly manejaría con la debida prudencia el grado requerido de autoridad. 

            ¿Y Paris? ¿Qué medidas lógisticas tomarán los franceses para proteger lo suyo? ¿En quién de nosotros, si acaso, podrían confiar? 

            Eso y más me preguntaba sin tener nada concreto que responderme. A mis casi veintitrés años, salvo las materias que tomé de apuro antes de abandonar la universidad en California, en asuntos de gerencia de empresa el grado de mi experiencia práctica era casi cero. Cualquier capacidad para administrar una organización comercial la tendría que adquirir sobre la marcha. Cabía considerar el riesgo innegable que eso significaría para los franceses.

            ¿Pero si de hecho quedaba a cargo de esa responsabilidad, qué haría?  A eso no me era difícil responder. Aprender cómo poner en práctica lo que aprendí en la universidad, y aprenderlo rápido, sería lo que ante todo tenía que lograr, y a como diera lugar. No me quedaría otra que darme a la batalla requerida y hacer el mejor uso de mis más confiables facultades intuitivas para poder superar los obstáculos y los inevitables tropiezos que de seguro me sorprenderían en mi camino.

            Cada vez que ponderaba la estrecha opción de tácticas de acción y medidas que tomaría yo para servir la causa de todos, incluyendo Paris, sentía un curioso entusiasmo por querer ser yo a quien le fuera encomendada la misión del rescate. Me estaba gustando la idea de verme desempeñando la dirección del esfuerzo que resultara necesario para confrontar los retos que nos esperaban. 

            Tal vez lo aprendido en los cuatro años de internado militar estaba surgiendo su efecto sobre el temple de mi autoestima. El ego lo tenía bien situado, alimentando la creciente bravura que venía sintiendo. Sentía ganas de ponerme a prueba, para ver de qué madera estaba hecho.

            Pero por otro lado, casi de contrario, a ninguna de las posibilidades que se me ocurrían las veía viables en el mundo real de nuestra situación. Lo que le faltaba al horizonte que idealizaba, era señales de legitimo optimismo. Me era difícil identificarme con la confianza que sentía Roly. De ninguna manera, había como predecir, o al menos estimar, el desenlace final de lo que nos ocurriría finalmente. Y el temor que esa inquietante preocupación despertaba  en mi era pensar que el haber dejado California sin saber lo que en realidad nos esperaba en Panamá, había sido un grave error.

            Para lidiar con esos bajones de esperanza, a veces traía a memoria el sentir patriótico que me vino cuando Judy yo fuimos izados al camión de Arnulfo en su caravana de campaña por el largo de la Amador Guerrero. Recordar esa experiencia me hacía entretener la idea de vérmelas, en mis tiernos veinte, en la arena de la política como diputado, y tal vez, la de algún día ser un joven presidente ejemplar para el país. 

            Para lograr algo semejante, era necesario que Arnulfo hiciera un buen gobierno, y que mi viejo y hermano se comportaran con rectitud y auténtico patriotismo, e hicieran una buena y honesta labor en la Zona Libre. Era un horizonte de difícil alcance…pero no imposible.

            Mi viejo siempre demostró honorabilidad y fue justo en la manera que trataba y se comportaba con gente de todo nivel político, oficial y económico. Le admiraba el respeto sincero que muchos le tenían. Lo admiraba también porque, discapacitado a los 25 años por un accidente de cacería que lo confinó de por vida a silla de ruedas, pudo apartar los escombros de su mala fortuna y salir adelante…con honestidad.

            Pero esa imagen de pulcritud moral que yo tenía de él fue afectada por lo que iba descubriendo al desenterrar la causa de la crisis financiera de las empresas. Las decisiones éticamente fallidas que Papá se vio forzado a tomar en su desesperación por salvar la situación que había causado, demostró que era capaz de ceder a la tentación. 

            Mi padre se dejó llevar no por vicio de la trampa y el mal haber de riqueza, sino porque sintió apretada la soga al cuello, y tomó decisiones que violaron su propia frontera moral. Metió dinero en la política y en negocios riesgosos con gente corta en valores altruistas, y cuando esos negocios no le salieron bien, para tratar de cumplir con créditos adquiridos, recurrió a los fondos de las empresas que él dirigía—compañías de las cuales él no era dueño.

            Con razón había retrasado los resultados de la contabilidad. No quería que saliera a la luz la verdad de cuanto había tomado prestado. Con razón lucía enfermo el Viejo, y porqué estaba prefiriendo no ir a la oficina. El amargo sentir de culpa y vergüenza ha debido estar causándole gran estrés y remordimiento interno. Pero, el David Pretto que yo pretendía bien conocer, y no solo por ser él mi padre, de ninguna manera, por principios, ignoraría su responsabilidad ante cualquier compromiso que hubiese asumido, sobre todo consigo mismo. Quizás estaba obsesionado con ver cómo hacía para devolverle a las empresas—en que todos dependíamos—lo que tomó prestado.

            El optimismo que le trajo a mi viejo el triunfo de Arnulfo y la posibilidad de obtener la gerencia de la Zona Libre le sirvió de bálsamo de alivio y, debo admitir, para mí también. Los resultados negativos que reportó Young & Young me habían desinflado el ánimo para perseverar y poder darle mejor cara al mal tiempo que nos venía por delante. Pero el triunfo de Arnulfo y lo de la Zona Libre me inyectó nuevo positivismo—aunque no se lo admitía a nadie. Miré la situación bajo otra luz, como algo que, manejado con la debida prudencia, podría rendir el fruto deseado, para todos, incluyéndome a mi…y París.

Me esperaban meses de trabajo de pico y pala antes de la llegada del 1º de octubre, día en que Arnulfo ocuparía la silla presidencial.  Tomaría provecho de la pausa poselectoral de las tensiones y actividades políticas, para dedicar el grueso de mi tiempo a prestarle el auxilio que las empresas requerían. 

            Aprendería cuanto pudiera sobre cómo comerciar la distribución de perfumes y cosméticos y otros finos productos franceses a almacenes en la República de Panamá y el Caribe. La dosis diaria de noticias que necesitaba para mantenerme al corriente del orden—o desorden—sociopolítico doméstico y extranjero, la tomaría de mis suscripciones a periódicos y revistas, y de los tres canales de TV que accedía con la novedosa tecnología del control remoto que habíamos disfrutado Judy y yo cuando vivimos recién casados en San Francisco. 

            Le conseguí a Papá un televisor de esos para su cuarto, y le encantó de tal manera que menos le provocaba ir a la oficina. Con el televisor que le reemplacé,  no podía pararse de la cama para encender o apagar o manejar el cambio de canales a su antojo.  Cuando quedaba solo, su televisor permanecía apagado. El modelo ADMIRAL que le compré en Radio Center, almacén de mi suegro en la Avenida Bolivar, le transformó la calidad de su reposo en cama y el hábito de cuándo y cómo dormir, y cómo despertaba en las mañanas, o manejaba cualquier desvelo de media noche.  

            Me agradaba verlo quedarse en casa, relajado, con su lectura y entretenido con la televisión entre las visitas y buenas atenciones de familiares y amistades que le tenían legítimo afecto. 

            Solo había un problema. Mi padre todavía mandaba en la organización, y él y Roly chocaban a menudo en fuertes discusiones, a veces casi a gritos. Traté varias veces de mediar sus conflictos, pero fue inútil. No dejaba de preguntarme ¿cómo coño íbamos a poder enfrentar los retos que ya teníamos encima con un liderazgo tan disfuncional?  

          Remedio para eso no tenía. No se me ocurría qué sugerirles. Pero ya vería. En cuanto a mí, al menos sentía que estábamos en el lado correcto de un fenómeno sociopolítico singular en la historia del país. El enorme arrastre popular de Arnulfo que presencié en la caravana en Colón era el de una fuerza cargada de grandes posibilidades—y una singular para hacer buena patria. Yo quería formar parte de la realización de ese ideal. Era lo que más motivación me aportaba para mantener nuestra causa común.

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