Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 7

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Ejercicio en blanco – 1983
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Capítulo — 7

Contra viento y destino

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Así se lo anunciaron a Colón los diarios el martes 11 de junio de 1946:

Sufrió un accidente joven David Pretto

COLON, Junio 11 (ELR) – Con dos heridas con arma de fuego se encuentra en el Hospital Amador Guerrero el conocido joven comerciante y deportista David Pretto, quien fue víctima de un accidente de cacería el domingo […]”

Encuéntrase grave don David Pretto que sufrió accidente

Se encuentra recluido en el Hospital Gorgas, en estado muy grave, a consecuencia de heridas de escopeta que sufrió durante un accidente de cacería el domingo pasado, el señor David Pretto S., residente en la ciudad de Colón, donde es ampliamente conocido […]”

Hunting Accident Victim In Gorgas

David Pretto, 31-year old Panamanian resident of Colon was on the “serious” list today at Gorgas Hospital where he was brought Monday for observation of gun wounds received Sunday on a hunting party […]”

—O—

Mi madre recibió la noticia temprano en la tarde el domingo, cuando asistía el bautizo de Judy en la catedral. El accidente tenía medio día de haber ocurrido. Mamá nos había dejado a Roly y a mí en casa. El tenía cuatro años, yo uno y medio, nuestra madre treinta. La noticia corrió como el viento por la ciudad.

            Papá había ido a pasar el fin de semana con Matías y Alonso en la finca de Miguel cerca de Escobal, poblado del Lago Gatún que en esos tiempos se llegaba solo en lancha…o a pie. A los cuatro les encantaba la cacería. La de patos la hacían lago adentro en canoas cuando era temporada de migración de las aves. 

            Pero ese fin de semana es el venado lo que los lleva al bosque selvático del área.

La caza de ciervo de monte requiere en gran parte de la paciencia de tener que esperar y pasar ratos oculto, en quietud y silencio. En el sereno de esa noche nubosa sin luna, a David se le presenta un venado a cierta distancia y asume que él solo lo ha visto. Con su vista del animal un tanto obstaculizada, le es difícil determinar su tamaño y sexo. La determinación es necesaria. 

            Para asegurarse y darse mejor ángulo de tiro se mueve de su lugar—donde debiera permanecer por precaución. Miguel también ha visto al ciervo y lo considera apto para matar. Pero no sabe que David se ha movido de su lugar. Alumbra al ciervo con su linterna…y dispara. No se da cuenta que al otro lado del animal, en la línea de fuego, estaba parado su amigo a punto de disparar.

            Cuando Miguel y los otros se acercan para ver la caza, notan la ausencia de David. Lo llaman. Al no haber respuesta enseguida, Miguel se dirige detrás del árbol donde debió estar David, y no lo ve. Seguros de que algo malo le ha pasado buscan nerviosos los tres con sus linternas entre la maleza cercana. 

            A pocos metros lo encuentran, tendido sobre el suelo del bosque. David sangraba por el lado derecho frontal de su cabeza y por el antebrazo izquierdo.

            Al darse cuenta de la desgraciada consecuencia de su disparo, Miguel casi enloquece. “¡LO MATÉ! ¡HE MATADO A DAVID!” aullaba con desconsuelo. Sus gritos de angustia acaban con la tranquilidad de la noche y alteran el coro de los ruidos en la selva.

            El grueso del disparo de Miguel lo recibió el venado, pero de los perdigones que no dieron al blanco, dos encuentran a Papá, y es uno el que le impone el nuevo destino a su vida.  Le da en la sien derecha, perfora el cráneo y penetra al cerebro.

 

Cuando niños, Papá nos tomaba el dedo índice y nos hacía sentir la perforación de media pulgada de diámetro que le causó el fatal balín en su sien. Yo siempre sentía la experiencia de tocarlo como si fuese la primera. No recuerdo los detalles de las veces que durante mi niñez le toqué el cráneo al viejo para sentirle su herida. Pero, lo que recordaba cada vez, a partir de la primera, era la clara sensación de haberla tocado antes.

 

Socorrer a Papá y sacarlo cargado del bosque de noche fue demorado. Cuando al fin regresan sus amigos con el a la finca de Miguel, tuvo que ser llevado en canoa y remado a obscuras a Escobal; de allí lago abierto en lanchita a Gatún donde encuentran teléfono para pedir ambulancia de la Zona y correrlo hasta Colón a la sala de Emergencias del Amador Guerrero. Ya había amanecido.

            Su buena condición física de deportista favorecía al joven David, pero cada minuto sin la debida atención médica su situación empeoraba. La creciente presión causada por inflamación y el cúmulo de sangre en lo interno de la cabeza, más el trauma causado por el impacto del perdigón, comenzaron a causar daños adicionales al tejido cerebral. Había peligro de infección. En el Amador Guerrero los médicos recomiendan que fuese transferido enseguida al Hospital Gorgas, al otro lado del istmo, a casi dos horas de distancia. David ya había entrado en coma. Solo el afamado centro médico contaba con los recursos para intentar salvarlo.

            “Fui y regresé”, le dice David a su joven esposa cuando emerge de diez días de sumersión en el tormento moribundo de su inconsciencia. El no recordaría habérselo dicho, pero a Mamá nunca se le olvidó las primeras palabras que pronunció su esposo cuando escapa del enclaustro de su coma.

            Lo que se le interpuso en el camino a Papá ese domingo llegó, como siempre en estos casos, en mal momento. Los grados de disturbios que causan sucesos como ese en la vida de a quienes les suceden varían, pero todos obligan cambio drástico de destino. En el caso de Papá, el infortunio que su accidente le impuso al suyo, no solo fue brusco, sino contundente. El daño a su cerebro, agravado por la demora en llegar a atención médica de emergencia, le causó la pérdida del uso de su brazo derecho y sus dos piernas. De allí en adelante la silla de ruedas sería parte inseparable de su vida.

David apenas tenía un año de haber montado su pequeño local de negocio en la planta baja del edificio Toledano, en Calle 7 y Bolívar. Afuera, cerca de la entrada, había montado un fino letrero de vidrio/espejo de casi un metro de largo que en letras brillantes decía:

D. PRETTO STEVENSON

Comisiones y Representaciones

            El joven Pretto confiaba en que conquistaría el futuro que deseaba. Había recién terminado la segunda guerra mundial. Colón disfrutaba del auge económico que cosechó del conflicto.  Durante años la ciudad fue inundada de soldados estadounidenses con tiempo libre y dinero para gastar entre periodos de entrenamientos en sus bases militares en la Zona del Canal. Eran tiempos para ser aprovechados por jóvenes comerciantes con ambición. Igual que Henríquez, Motta, Townsend, Salas, Von Tress, González, Bazán, y otros, para David la entrega al fuerte trabajo era requisito primordial para obtener el éxito comerciando. Había que meterle de lleno el hombro al sueño para surgir y superarse mediante el esfuerzo propio y el uso hábil de la inteligencia, todo para sacarle partida al prometedor tiempo en que vivían.

            Mi padre contaba con la preparación para realizar sus planes. Era bueno con los números. Había trabajado en banco y para la Coca-Cola Bottling Company. Como joven y distinguido auditor viajó por Centro y Sudamérica y el Caribe donde preparaba estudios de factibilidad para los planes de expansión de la embotelladora en la región. David hablaba perfecto inglés—y le gustaba demostrar que lo hablaba bien.

            También tenía la pinta de latino guapo y presencia carismática. Mi madre decía que se parecía al actor Gilbert Roland, y que cuando estaba en la playa o piscina con cuerpo exhibido, lucía como un Tarzán.

            Y también era ambicioso.

            Pero ese domingo, en un fatal cerrar y abrir de ojos, se desmorona el optimismo de la ambición con que se había armado David Pretto para adueñarse de su futuro. Con el daño de su accidente le caería encima también el aplastante peso de inseguridad que desmorona los pilares de su confianza y le obscurece el porvenir que había soñado y tanto deseado.

            El camino de su recuperación y rehabilitación—sin saber con cuánta capacidad ambulatoria y cognitiva terminaría conservando—le fue largo, arduo y doloroso. Y le tocaría a Mamá el grueso del aporte de apoyo físico y emocional necesario para que, en los momentos depresivos mas bajos de su ahora paralítico marido, lo ayudara a encontrar razón para perseverar.

            Para Ligia en particular, la tarea le sería muy pesada. Siente lo que les ha sucedido como otro desafortunado descarrilado de su deseo de que, ante tantas malas jugadas de su destino, por fin le tocara su justa medida de dicha. Estaba ilusionada con formar hogar con David, y después de perder dos embarazos, se cuida con obsesión para no volver a “fallar”, y nace su atesorado Roly. Yo seguí tres años después con otro aborto por medio. “Parirte no fue problema alguno,” me contaba siempre la vieja, “Saliste como una pepita de guaba. Contigo trabajaba y hacía esfuerzos sin preocuparme y comía de todo, feliz.”

            El estado de su añorada felicidad no le duró. El accidente de David no solo le roba a Mamá la ilusión de verse feliz, al fin, realizando su sueño de ser madre y de tener un hogar estable y completo que brindarle a su familia. También le hurta su razón para despojarse del persistente temor de ser destinada a volver a sufrir infortunios como los de su niñez.

            Ligia había sido reina de carnaval de Colón, era de espíritu festivo, y todos en Colón la conocían así. Y así era…pero también cargaba en su interior el temor desde niña de ser perseguida por la sombra de creer que había sido condenada a una vida de sufrimiento.

            De niña, un día haciendo rezos con vela encendida, toma fuego su traje largo de hilo que vestía y sufre quemaduras en todo un costado de su torso que la dejan dé por vida con cicatrices que se obsesiona por ocultar. A los tres años pierde a su padre, Sebastián, quien enferma y muere siendo abogado de la United Fruit Company en Bocas del Toro, donde había nacido Ligia.

            Un tiempo después, su madre Ludovina viaja a Alemania para comenzar nueva vida, y alejada del rumorar provinciano.  Anita, la mayor de sus hijas, había tenido mellizos nacidos de una relación con un hombre casado de la sociedad Costarrisense. Pero en Alemania Anita pasaba gran parte de su tiempo en el extranjero, realizando trabajos de teatro y de canto. Es a Ligia a quién le recae mucho del cuidado de los hijitos de su hermana, sobre todo cuando su madre es afectada por problemas respiratorios. Su condición es de seriedad, y los médicos le recomiendan que se traslade a otro clima. 

            Lo encuentra en Italia, en Florencia. Pero Ludovina no logra a tiempo el saneamiento esperado…y, tras una lucha de muchos meses, fallece. Ligia tenía apenas ocho años.

            Huérfana de padre, y ahora de madre, Mamá queda bajo el cuidado de su hermano, Carlos.  Estudiado de Derecho en Cambridge e interesado en la política, Carlos era atraído más por la pintura y la poesía. Vivía en Colón, arrimado a una mujer con hija.  Ligia nos contaba de cómo Mercedes Elisa la recargaba de oficios de aseo, de cocina, de lavado de ropa y otros quehaceres como si fuese una cenicienta en esclavitud.  En cambio, la hija era casi siempre exonerada de trabajo.

            Cuando conoce, se enamora y se casa con su “Gilbert Roland” y muy trabajador “Tarzán”, Mamá se siente por fin capaz de borrar la impresión de sus infortunados antecedentes. Aunque David le resulta difícil de lidiar por tener tendencias machistas y mal genio, Ligia no es de las que se deja dominar. Con ciertos tropiezos, y poco a poco, los dos van logrando la armonía conyugal necesaria para asegurar el matrimonio y mantener el hogar que juntos estaban formando.

            Con el llegar de Roly y mío a sus vidas, las prioridades de nuestros padres encajan en su justo lugar. Ligia enfoca la mayoría de su atención en crearnos un hogar amoroso. Y con firme propósito asiste a David como mano derecha en su nuevo negocio. La esposa y madre se faja ayudando en todos los aspectos de la pequeña empresa, hasta en el abrir y empaque de cajas de mercancía y la preparación de embarques marítimos y despachos de pedidos. Pero el norte de sus deseos y sueño prioritario es el querer, en su más hondo, poder dedicarse por entero a la crianza de sus hijos, pero estando ella presente en casa.

            Y entonces, de la nada, les golpea el accidente del 9 de junio.

 

La recuperación de David tomaría meses. Sin fuente regular de ingresos en que contar y con el incipiente negocio entorpecido por las circunstancias, Ligia se pegó al remo, obligada a resolver la manera de cómo sobrevivir la tormenta.

            Devota católica, prepara su altarcito de santos y velas sobre su cómoda y hace sus mandas y encomienda sus rezos a que la sostengan y protejan durante la nueva lucha que les espera. Su meta: lograr que David cuente con la condición física y la fortaleza mental necesaria para reducir hasta donde pueda las limitaciones que le impuso el accidente.  Convencida de que la corriente de infortunios de su juventud la ha vuelto a visitar, Ligia lo toma como una prueba que se le presenta de su fe, y no vacila en hacerle frente. Ella sabe que lo que debe hacer, ante todo, es no dejar de proveerle aliento a su marido para que vuelva lo más pronto posible a su trabajo sin que se lo impidiera la vida como paralítico. Jura de que una vez se recupere lo suficiente su marido, el padre de sus dos adoradas criaturas, lo llevaría al trabajo y lo traería de vuelta a casa todos los días, sin falta, hasta que se le fuera cualquier temor a David de que ya no podría realizarse como el hombre completo que había sido. Ella lo empujaría lo que fuese requerido para desarrollarle deseos de ir al trabajo y retomar el pilotaje de su destino.

            En búsqueda de críticos ingresos para el sostén de su familia, Mamá traga el orgullo necesario, y prepara y promueve rifas de las pocas prendas y otras pertenencias de valor que tenía. Pide prestado a amistades, y enlista la ayuda de su suegra en el cocinar diario; hace uso de cuñadas y amigas para que le presten ayuda cuando asistencia adicional en el cuidado de sus niños en algún momento se le hace indispensable; y se aprovecha de su conocida habilidad para la costura y corre la voz entre amistades de que ofrece sus servicios para cualquier tipo de trabajo como costurera. David por su lado, se consagra a la tarea de su terapia para restablecer su condición física lo más que pueda. Con la ayuda de una amiga, Mamá procura mantener abierto el naciente negocio de su marido.

            Y ahí se las van viendo Ligia y David. El manejo del estado emocional y psicológico de cada uno pone a prueba su capacidad de pareja para hacerle frente a las dificultades que les viene por delante. Pero poco a poco van avanzando en su progreso, hasta que los tácitos resultados de mejoría que logran van demostrando que han superado lo peor del accidente. De daños a sus facultades mentales—de las que dependen su inteligencia y raciocinio y su memoria—David resulta ileso. En cuanto a su estado físico, quedan sabiendo al menos lo que les espera y cómo prepararse para ello.  

 

La incapacitación ambulatoria de sus piernas y brazo derecho obligan a David a hacerse zurdo y a depender de la silla de ruedas para su movilización, y en alguien que se la movilice. También requerirá de ayuda para acostarse y pararse de la cama, para ir al baño, para bañarse, prepararse comida, y una multitud de funciones cotidianas que en la normalidad damos por hecho ejercer con autonomía. Por último, la recuperación de David, hasta dónde le fue posible llevarla, resultaría suficiente para que pudiera regresar al trabajo. Con el apoyo y la asistencia a que mamá se había empeñado, D. Pretto Stevenson, poco a poco, fue volviendo a tomar control de las riendas de su vida de empresario…pero ahora como paralítico.

            Regresar a la normalidad ideal, dadas las circunstancias, realmente no le era posible a la pareja. El desarrollo del negocio sería para ellos una tarea mucho más difícil que lo sería para otros. Progreso en cualquier medida les vendría lento, a veces sintiéndose con agonizante demora y muy pesada la carga.  A más de un año de haberlo reabierto, el negocio aun no rendía ingresos suficientes para cubrir gastos y dejar algo de sobra para la manutención básica de la familia, para contratar ayuda doméstica para el hogar y mucho menos para el pago de las deudas adquiridas.

            Con los vientos que parecían ir todavía en su contra, Ligia enciende sus velas y no deja de rezar.

Una tarde de verano, con ramas a lo alto de palmeras y árboles mecidas por las brisas de la bahía, los visita en la oficina un comerciante francés de tez bien blanca, y de baja estatura y figura sencilla. Vestía de saco y corbata y espejuelos de aro metálico fuerte que distinguen su estado foráneo.  A pie llegó a la oficina desde el Hotel Washington en la calle primera, donde se hospedaba. Era parisino, y había llegado desde París, en donde vivía. Le interesaba la plaza comercial panameña y la de la región del Caribe y Centroamericana para establecer un negocio de importación y exportación de perfumería francesa con base en Panamá. La idea era abastecer desde el istmo los almacenes de la región que suplían la demanda de turistas para la perfumería fina francesa. Charles necesitaba a alguien que registrara y montara y se encargara del negocio. Le habían recomendado que hablara con mi padre.

            Aunque de cuerpo tendiente a lo grueso, lucía modesto en tamaño y apariencia. Charles era de temple como el aro de sus lentes. En su pais había sobrevivido los horrores de la guerra y la ocupación Nazi. Como David y Ligia, estaba tratando de construirle a su familia un nuevo futuro sobre escombros de tragedia. Charles manejaba bien el español y un poquito de inglés. Le fue fácil charlar con Papá y enseguida se cayeron bien. La invalidez de David no fue impedimento alguno para el visitante francés. No tardaron en llegar a un acuerdo de asociamiento.

            Charles fue venerado por mis padres. Les resulta una verdadera salvación, la respuesta ideal para las plegarias de mi madre, quien por ello se aferra a sus santos con aun más fe y devoción. Charles les ofrece asumir todo el financiamiento que requeriría la nueva empresa, lo que incluye embarcar a crédito desde Le Havre los pedidos de perfumería que le hiciera David para el negocio. Acuerda también hacerse cargo de las deudas del negocio de Comisiones y Representaciones de mi padre para que fuese cerrado dignamente. Papá no quedaría como socio de la nueva compañía, pero sería gerente-director con un cómodo salario mensual, más un porcentaje de participación en las ganancias netas de la empresa.

            El viejo y Mamá quedan muy agradecidos con la generosidad de la oferta de Charles y se comprometen a dar lo mejor de sí para que la nueva empresa, Atlántida, S.A. tenga éxito. Papá se siente al fin en condición para una prometedora recuperación.

            A Ligia no le es asignado pago económico alguno, pero ella seguiría metiéndole el hombro al negocio, como pilar de sostén esencial para el camino de regreso a la normalidad, al menos la que les tocaba. No exigiría la remuneración de dinero que merecía. Por ahora se conformaría con el hecho de que su familia—a dios gracias diría ella persignándose—contaría con la estabilidad necesaria para disfrutar serenidad, al fin, bajo un clima de nuevo optimismo y no de desdicha.

            Atlántida, S.A. trae consigo un notable mejoramiento de condiciones comerciales evidenciados en la estable productividad que pronto encuentra. David y Ligia logran una estrecha reintegración al acostumbrado orden social de Colón y sus normas de pueblo chico. Los cuentos entre sus conciudadanos sobre el accidente, al pasar el tiempo, toman su lugar entre los anales verbales de la gente sobre casos sobresalientes de personalidades de la ciudad. Crónicas del accidentado David Pretto, el de la perfumería, serían relatadas en privado a través de los años en hogares de la comunidad Colonense.

 

Memoria de mi viejo que no fuera en silla de ruedas no tengo ninguna. Mi crecimiento fue uno acostumbrado a su invalidez; poco la notaba y rara la vez me molestaba. Un poco sí, cuando en público era ayudado a entrar o a salir del auto y niños se le quedaban mirando de cerca. En el caso de Roly, era diferente. De cuatro años y medio cuando ocurre el accidente, resentía la  repentina incapacitación de su padre. Se había acostumbrado a la relación ideal de primogénito que disfrutaba con su viril y físicamente divertido Tarzán de Papá, quién lo llevaba a todos lados en toda clase de aventuras. La abrupta falta de ese modelo de padre le sería causa durante su vida de ciertos dilemas emocionales que no podía—o no sabía—cómo reconciliar.

            Pero en general las cosas parecían andarle bien a la familia de Ligia y David, al menos su tinte exterior era el de una familia feliz…Hasta que los años de serios problemas conyugales que afectan a la pareja en lo privado hierven lo suficiente para darles causa de divorcio.

            Yo tenía ocho años y Roly once cuando mamá nos muda de nuestro apartamento en la planta baja del edificio de dos pisos en Calle 8 cerca de la Avenida Santa Isabel. Yo no entendía de fondo lo que estaba pasando, por qué nos estábamos yendo. Recuerdo el espíritu de aventura que sentía encaramado sobre los muebles y cajas de cartón con ropa y demás que cargaba el camión de mudanza cuando arranca.

            Los rumores abundaron en Colón. ¿Qué habrá sucedido con la pareja? ¿Cómo es que Ligia se permite, se atreve a dejar a su marido inválido? El murmurado de la gente corrió rápido por la comunidad, y el bochincheo resultante parió múltiples versiones de lo que había sucedido, cada una con aderezos propios de especulación imaginativa típica de pueblo chico.

            A mí, Papá nunca me dio explicaciones, y no sé si fue igual con Roly. Solo una noche, cuando lo ayudaba a prepararse para la cama, fue que me intimó lo difícil que le fue el día en que el camión nos mudó.

            Mi hermano y yo nos turnábamos la tarea de ir temprano cada noche a casa de Papá y ayudarlo a prepararse para la cama, aunque, con esfuerzo, él lo hacía por su cuenta. Pero fue Mamá la que nos impuso la obligación de turnarnos para que le prestáramos ayuda. De esa manera tendríamos ocasión de pasar tiempo valioso con nuestro padre. Acertó en todo sentido. 

            Parte del ritual de cada noche de Papá consistía en afeitarse para no tener que hacerlo en la mañana cuando iba al trabajo. Durante un turno mío, no recuerdo qué estábamos conversando sobre el tema, pero, frente al aguamanil mientras se afeitaba con esas navajas antiguas, hablándome a través del espejo frente a él, me confiesa cuando en esa misma posición contempló cortarse las venas el día que partimos de casa.

            Nunca más tocó el tema. Ni yo.

            Mamá fue más explicativa. “Llegamos a un punto en que había muchos insultos entre los dos,” nos contó. “Ya era un infierno muy doloroso. Todo lo que habíamos logrado perdió cualquier encanto que le quedaba. Era como escupir sangre en bacinilla de oro.”

            Nunca me olvidaría del refrán.

            Con los años comprendí mejor donde habían fallado los dos. También pude entender por qué Mamá había dejado al viejo, aun queriéndolo mucho. En una conversación que tuvimos, ya en mi madurez, me confesó haberse arrepentido en dejarlo. Ligia acarreaba su propia cuota de problemas internos que chocaban de frente con el mal genio, y también las inseguridades de su marido.

            Pero Ligia, la trabajadora y luchadora de siempre, se fajó de nuevo como una amazona con dos trabajos, el segundo de cajera en la Lotería los domingos. Con su esfuerzo nos asegura el sustento lo suficiente para darnos a Roly y a mi techo, comida y la singular calidad de amor que nunca olvidaríamos. Ligia se casa de nuevo y le nace, al fin, su adorada Sylvana, la hija que siempre deseó y que le llega tras otro atemorizante par de abortos. Por otro orden de problemas conyugales, del padre de su hija también se divorcia.

            A mi viejo le siguió yendo bien en el negocio, y en su vida. Después de unos años Charles le ofrece participación directa en la empresa y lo convierte en socio, ofreciéndole el 20% de las acciones de dos nuevas compañías que reemplazarían a Atlántida, S.A.. Suplidora General, S.A. serviría solo el mercado doméstico panameño. Distribuidora de Productos Franceses, S.A. operaría dentro de la nueva Zona Libre de Colón y abastecería el mercado internacional de la región centroamericana y del Caribe.

            A Roly y a mí Papá nos envía a un colegio privado de preparatoria militar en el estado de Georgia de Estados Unidos, y asegura que no nos falte nada. Y a pesar de la silla de ruedas, robusto, guapo y exitoso, no deja de disfrutar del afecto de mujer. Tuvo un par de serios amoríos, uno en el que estuvo a punto de casarse.

            Con su hermano Abraham habiendo logrado relieve nacional como diputado por la provincia del Darién, y él mismo como presidente de la convención de los panameñistas del 64, David decide tirarse al tinglado corriendo para diputado por Colón, y gana con gran popularidad. Decide, por el bien del partido, darle paso primero a la curul de un colega arnulfista, pero no logra después asegurar la suya. Pero queda con una destacada consideración en los círculos políticos de la provincia.

            Todo parecía andarle sobre rieles a Papá.

El decaimiento de su salud se lo noté a mi padre a mediados del ‘66 cuando regresé de California con Judy y nuestra hija. Pensé que su desmejora era resultado de sus preocupaciones por la deuda que acumuló en las compañías sin autorización de París. La política le salió cara y algunos negocios extracurriculares no le resultaron. Por eso desatendió la contabilidad de las empresas por más de un año. Quería evitar conocer el grado del monto que debía. El estrés debió haberle afectado la salud.

            Pero lo que más daño le causó fue el viaje que hizo solo a Barcelona, sin asistente, a levantarle los ánimos a Tito Arias. 

            Papá se había enterado de que Tito se encontraba muy deprimido. Como él, el carismático hijo de Harmodio y sobrino de Arnulfo, y diputado electo, había quedado confinado a una silla de ruedas por consecuencia de un disparo. Durante la campaña política de 1964, el 9 de junio (fecha igual que la del accidente de Papá) Tito resultó herido de bala en el cuello por un colega político durante una acalorada discusión. El tiro impacta su columna vertebral, pero una infección le empeoró la herida, y quedó sin el uso de sus brazos y piernas. Su habla también sufrió daño.

            Tito mucho le agradeció a David el gesto noble de viajar desde tan lejos para verlo, y los dos forjan una admirable amistad que siguieron cultivando cuando Tito, alentado por la visita de Papá, regresa a Panamá.

            Yo estaba en California cuando todo eso sucede. No sabía que el viejo se había tirado el viaje a Barcelona solo, sin ayudante. Me enteré cuando de vuelta yo en Colón, un día el viejo me enseña fotos de él con Tito al aire libre en un café de Barcelona, ambos en silla de ruedas, y acompañados por Marlene, la asistente personal de Tito. Con ellos también estaba su esposa, Dame Margot Fonteyn, la mundialmente famosa ballerina. Cuando vivíamos en San Francisco, Judy y yo tuvimos la suerte de verla en escena con Nureyev.

            Papá me cuenta de su viaje a Barcelona cuando me pide que lo llevara dentro de un par de días a la refinería en Bahía las Minas. De allí se iría de paseo en lancha con Tito. Le pedí a Judy que me acompañara, y llevamos a Charissa para que viera zarpar a su abuelo en lancha.  En otra ocasión, estando recién en poder los militares, Tito visitó a Papá en Colón con Margot. Judy y yo los llevamos de paseo al otro lado del canal para que Margot conociera el Fuerte San Lorenzo y admirara la histórica entrada del Chagres.

            Pero el viaje a Barcelona, solo, no le hizo bien en lo físico a Papá. Negro—mi tío Max—me informó después que le había resultado muy pesado. “Cuando lo busqué en Tocumen lo noté jalado y atropellado,” me dice. “Pensé que estando de vuelta se recuperaría, pero que va, a estas alturas todavía se ve golpeado.”

            Lo que no sabíamos era que Papá comenzaba a ser afectado por una cirrosis hepática que aún no se le había diagnosticado. Durante el largo y pesado viaje, comía a deshoras y poco, y bebió su buena cantidad de vino, ginebra y cerveza. De allí, su decaimiento empeoró con nuevas preocupaciones que le trajo el golpe militar del 11 de octubre. Lo que mas angustia le causa es saber que Roly vive en exilio y que ya no tiene esperanza de recuperar su estado económico y cumplir con saldar su deuda con las compañías.

            Por mi parte, con Roly exiliado, Max sin peso para dirigirnos en tiempos de crisis como en el que estábamos, me tocó a mi ver si encontraba una solución donde ninguna me era ni siquiera evidente. Pero sí sabía, sin duda alguna, que había algo que por lo moral estábamos obligados a hacer. Había llegado el momento de serle honesto a París. El golpe militar, entre otras críticas circunstancias, exigían que se le informara al dueño la verdad de la situación. Y París era Jean, el hijo de Charles, quién después de la muerte de su padre queda al frente de los negocios de su familia.

            Jean era un hombre metódico, de costumbres enraizadas en hábitos difíciles de modificar. Tenía que convencerlo de que viniera enseguida y que no esperara hasta su viaje habitual de marzo, patrón que había establecido su igual de metódico padre.

            Lo llamé para hablar con él directamente.

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