Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 10

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El dilema Rubik No. 1 — 1982
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 Capítulo — 10

A calzón quitao

 
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Me encontraba en la oficina, solo, como solía estarlo a esa hora para adelantar trabajo. El personal se acababa de ir, y el ahora callado ambiente de la oficina me servía para tareas que requerían atención cerrada de mi parte y poca distracción.

            También me quedaba tarde en la oficina para compensar en parte por la hora de mis llegadas al trabajo, no antes de las diez. Llegar a las ocho, como debían hacerlo todos, no podía ni dé a vaina. Mi capacidad para madrugar la agotaron los cuatro años de toques de corneta de seis de la mañana en la academia militar. Pero no queriendo atribuirme privilegios no merecidos, a menudo me quedaba trabajando hasta las siete u ocho de la noche, a veces hasta más tarde en ocasiones no muy infrecuentes. Esa tarde cumplía un par de semanas de estar quedándome hasta caer la noche.

            Jean llegaba en un par de días directo de París, y quería tenerle todo en orden para mostrarle el tamal de problemas que le esperaba. Me tenía nervioso tener que irlo a buscar a Tocumen. Durante la hora y pico de regreso a Colón, de seguro no la íbamos a pasar callados en el auto. De algo tendríamos que conversar, y, por supuesto, no tenía manera de cómo anticipar lo que hablaríamos.  Lo que quería en definitivo era evitar discutir el tema del porqué de su viaje y dejarlo para el día siguiente en la oficina. Vueltas le daba a cómo hacer para no discutirlo en caso Jean lo abordara. Ninguno de mis ensayos mentales me convencía. Pero si no evitábamos discutirlo, el viaje de regreso a Colón iba a resultarnos muy largo, y desagradable. Y peor por ser domingo. Peatones ebrios y los baches peligrosos de la Transístmica obligaban que se le prestara cuidado especial al manejo. 

            Todos esos factores nos comprometerían la concentración en temas que requerían un razonar coherente. Para alguien que, como yo, había sido afectado en su juventud por el tartamudeo, me era necesario que me entregara de manera integral a la conversación. Cuando en el auto tratáramos asuntos sensibles, no contaríamos con poder mirarnos a los ojos y prestarle la debida atención a nuestros lenguajes corporales y otros indicadores de intención. Esos me son esenciales cuando argumento con alguien conceptos e ideas y diferencias sobre temas delicados y serios.

 

Pensar en la llegada de Jean me tenía muy inquieto, y hacía difícil que me concentrara en el trabajo en la oficina. Deja de preocuparte, me repetía, buscando calmarme. Si en el auto evitamos hablar del tema, dudo que lo discutamos en el hotel. Llegaremos de noche, y ninguno de los dos contará con deseos de discutir asuntos que de todos modos trataremos el día siguiente.  

            También pensé que, tras su largo viaje, Jean querrá buscar cama temprano. El sí era madrugador—y mi jefe—así que era de suponer que arrancaríamos temprano en la mañana. Pero no sabía cómo ingeniármelas para evadir entrar en materia de discusión muy seria. 

            Prepárate, terminé advirtiéndome, como venga, la manejada a Colón va a serte bieeen larga. 

            Antes de entrarle de lleno al trabajo, salí un momento para buscar un sobre que había dejado en la camioneta Pontiac de la compañía. Era de color crema y la usábamos para todo. La había estacionado frente a la entrada de la oficina. Apenas salí, sentí un sutil golpe de brisa y el acogedor frescor del ambiente afuera. No era el que solía corresponderle a los meses del verano panameño, pero bien se le parecía. Tardes así en media temporada lluviosa eran para aprovecharse. Se prestaban para pasear en auto por todo el Paseo Gorgas. Mis recuerdos durante toda mi vida, y los de todo colonense, incluyen lo delicioso que era recorrer el litoral playero de nuestra pequeña y antes airosa ciudad costera. También me servía el paseo de buena ruta para llegar directo a casa con un mínimo de altos. Colón no tenía necesidad de semáforos en esos tiempos.

            Decidí mandar al carajo el trabajo. Me lo llevaría a casa. Quería aprovechar el paseo. Lo necesitaba. Y, además, llegaría a tiempo para jugar con Charissa y sus amiguitos afuera un rato, antes de que anocheciera del todo. Así que guardé los documentos en mi maletín, tomé mi saco del vestido que reposaba en el sofá, me quité la corbata, apagué el aire acondicionado, las luces, y cerré la oficina.

            En medio paseo, pasando por el área del colegio Guardia Vega, de pronto se me ocurrió un ángulo de argumentación para Jean y para mi padre que tal vez serviría como solución aceptable para ambos…y que a la vez aseguraría mi empleo. Pero resistí darle vueltas al tema, como de por hábito lo hubiese hecho enseguida. Preferí entregarme al disfrute del relajador paseo por la playa. En la noche, en cama, ya le daría más coco a lo que de pronto se me ocurrió. Manejé despacio para saborear el Paseo Gorgas.

            «Llegas temprano. Qué bueno,» me dice Judy cuando entré por la puerta con maletín en mano, y corbata y saco colgando sobre mi antebrazo.

            «Sí,» le contesto sonriendo. «No tenía sentido quedarme en la oficina hoy».  Sobre el sofá dejo el maletín y lo demás y le pregunto: «¿Y Chari? ¿Dónde está?»

            «Afuera jugando, con sus vecinos.»

            «Voy a saludarla».

            Salí hacia la media calle del vecindario. La poco transitada vía, que corre de la Calle 10 a la once, se prestaba como patio de juego para los chiquillos del vecindario. En cuanto me ve Charissa, corre hacía mí, feliz de verme.  Después de jugar un rato con ella y sus amiguitos cenamos los tres, en familia, algo que a menudo no hacíamos por mi hábito de trabajar en exceso.

 

El vuelo de Jean llegó el domingo cerca del atardecer sin mayor atraso. Haciendo uso de las muestrecitas de perfume, hice arreglos con un agente de aduanas para que le diera entrada rápida a mi jefe y se hiciera cargo de su equipaje cuando este saliera a la plataforma de entrega. Cuando Jean sale de la aduana y nos conocemos por primera vez, nos saludamos con un fuerte apretón de manos e intercambio de palabras típicas de la ocasión, y enseguida nos echamos a andar, seguidos por el muchacho que contraté con propina para que llevara el equipaje hasta el auto. 

            Jean prefirió cargar él mismo su abultado maletín de cuero negro, que por su condición demostraba el intenso uso que le daba. Era de esos maletines engordados en la parte de abajo y que se hacen más angostos al llegar al cierre y al mango. Alto y grueso, sobre todo de cintura, el joven francés de treinta y seis años recién cumplidos sudaba mientras caminaba vestido de saco y corbata en el húmedo calor de la tarde. Tan pálida era su tez blanca que su cuello lucía enrojecido del calor. Engrandecidos por espejuelos con lentes de gran grosor y aumento, sus ojos lucían apretados y pronunciados a través de los cristales.  Flojo de musculatura, su simpático andar me era parecido al trote lento de camello bonachón que vemos en caricaturas animadas. 

            Durante nuestra charla mientras caminábamos hacia el auto, no sentí incomodidad alguna entre los dos, ni de esas que a veces sienten personalidades poco afines cuando primero se encuentran. Con distintivo acento francés, hablaba bastante bien el español tanto como el inglés. A pesar de que se mostraba tímido y reservado, de salida lo encontré afable, y eso me confortó.

            Una vez en el auto (nada de cinturones de seguridad en ese tiempo) tomé rumbo hacía la Transístmica y de allí derecho para Colón. Tenía intención de darle al acelerador y ver si llegaba dentro de la hora y media. También, para esquivar el tema serio del trabajo, si agotábamos la charla liviana, pensaba pilotear la conversación hacia una serie de preguntas sobre sus operaciones en México y Puerto Rico, y las de Venezuela y de París, o abordaría tema cualquiera sobre Francia. Pero apenas en camino me la suelta. 

            «Bueno, Rogelio, ¿y qué es de tanta importancia para haberme hecho viajar con tanta urgencia?”

            Ay carajo, no me la esperaba tan pronto. Pero ya que la abordó, no me quedó otra que serle sincero, sin evasivas. Tuve que tomar unos segundos antes de responderle. 

            “Permíteme pedirte, Jean, con todo respeto y consideración, que reserves tus preguntas sobre ese tema hasta mañana, cuando estemos en la oficina. Ahí podré mostrarte con cifras y demás la razón por la cual te insistí que vinieras enseguida.”

            En ese instante, un cholo a pie se me cruza de repente en el camino y le meto pie al freno, prenso la mano al pito y no la quito mientras chillan las llantas del frenazo que pego. ¡Por poco mato al cabrón!  Y casi le grito insultos, pero me contuve ante la presencia de Jean, quien también había brincado del susto.  

            Mudo por unos largos instantes, tomé un profundo aliento de alivio y vuelvo a ponernos en marcha. Después de un corto silencio, de pronto rompo en risa, y en media carcajada le digo al espantado francés: “Disculpa, Jean, pero ésta era la otra foquin razón por la cual no quería hablar del tema. Para manejar en carreteras en este cabrón país hay que tener mucho cuidado con la gente, y sería mejor que no nos metamos en temas serios todavía, porque me distraen del manejo.  Apenas estamos comenzando el tramo a Colón y, siendo domingo, en la Transístmica se va a poner peor la vaina con el aguardiente. El alcohol los embrutece.”

            El hombre quedó quietecito, lo que aproveché para dispararle la parada de preguntas ensayadas: “¿Qué negocios tenía en México, en Venezuela? ¿Qué tipo de organización tenía en Puerto Rico? ¿De qué lugar de Francia eran sus padres? ¿Qué relación tuvo con su padre, Charles, quién yo nunca conocí? Le pregunté sobre su madre y su esposa. 

            Me contó que había sido teniente en la guerra de Argelia con Francia. Yo le hablé de la academia militar, y hablamos sobre la guerra en Vietnam, y de mi primo hermano, Frank, graduado de West Point como teniente también, pero muerto el año anterior de manera irónica, por su propio rifle, mientras comandaba su pelotón en la controvertida guerra. 

            Y así, entre un tema y otro, se nos hizo corto el viaje. Al llegar a Colón, fuimos directamente al hotel donde ya le tenían preparada su habitación. Una vez se registra, me despido: “Buenas noches, Jean, que duermas bien. Te paso a buscar a un cuarto para las ocho”, y le extiendo la mano en despedida.

            “Espera, no te vayas todavía”, me dice cuando el botones se dirige al elevador con su equipaje. “Ahora bajo. Espérame en el bar.”

            «Está bien», le dije, pero por dentro no me sentó bien para nada que pidiera que me quedara. Ojalá y no sea para hablar sobre lo de las empresas, me digo. Nuestro conecte en el auto había sido bueno, y no quería que se mal afectara si lo que tenía en mente era abordar el tema pesado que lo había traído de tan lejos. No era muy tarde y no estaba cansado, pero tampoco quería quedarme más tiempo.  Pero, no me tocaba otra.  En el bar, pedí un Johnny Walker Black con soda y esperé. 

            Jean no demoró. Tal como dijo, bajó en un momento.

            “¿Qué tal la habitación?” le pregunto cuándo se acerca. Por su expresión no estaba muy impresionado.

            «Ha decaído mucho el hotel desde mi último viaje, y no estaba muy bueno entonces. No queda nada de lo bueno que me contaba mi padre cuando se quedaba aquí.”

            Tenía razón. Desde que pasó a manos panameñas, el hotel Washington no era ni la sombra de lo que había sido. A falta en Colón de una vida nocturna nutrida, y otras atracciones como las había en la no muy distante capital, el hotel solo, como lugar de estancia, no lograba atraer suficiente clientela de  visitantes que llegaban a comerciar en la Zona Libre de Colón. Los militares en poder, sin restricciones para financiar el proyecto con fondos del estado, le harían una remodelación costosa al Washington a principio de los 70. Pero eran ellos los que más se beneficiaban del hotel, hasta que lo llevaron a la bancarrota, porque no pagaban los gastos que incurrían cuando lo usaban para su propia diversión y sinvergonzonerías. El mas notorio usuario del hotel en esos tiempos fue Lakas, cuando de presidente a dedo, armaba sus buenas fiestas y bacanales en las suites del hotel, todo pagado por el fisco.

            “¿Quieres tomar algo?” le ofrezco a Jean cuando se sienta.

            “Cointreau en las rocas,” le pide al bartender.

            “Voy a pedirles que te consigan una mejor habitación.»

            “Ya lo hice. Me dicen que no tienen disponible una mejor. Mañana tal vez se desocupe una.”

            “Okey, estaré al tanto. Llamaré al gerente mañana a ver si muevo eso.”

            Cuando le traen el trago a Jean, apenas lo toma en su mano, se lo dispara, todo de golpe.

            “¡Coño!,” le digo asombrado. “Debes tener mucha sed.”

            “Sí,” me dice. Y otra vez al bartender: “Otro por favor.”  Y ese se lo zampa igual.

            “Bueno,” le digo, “no me queda otra que emparejar las acciones,” y de un porrazo me bajo lo que me quedaba de mi escocés. Pedimos otra ronda.

            Jean era sin duda un serio bebedor y de los que no andaban con vainas. Yo me tomaba mis tragos, sí, pero siempre con moderación y con mucho control de no pasarme de límite. Los de Jean eran del tomador que los extiende mucho más lejos. Con las otras rondas que siguieron las primeras, comenzamos a sentir sus efectos, y lo tomamos más suave de allí en adelante y pedimos aperitivos para picar.

            Conversamos más sobre diversos temas, y de lo serio cubrimos solo lo que Jean me preguntó al final, para que me lo llevara en mente. 

            “Yo no sé qué tan grave es el problema que me vas a divulgar mañana”, me dice. “He presentido que hay un problema serio porque en las cuentas que se deben de las compañías de Panamá a Francia, ha subido mucho el saldo y hemos recibido pocas remesas de pago. Pero he notado que eso ha mejorado un poco, y asumo que es de eso que me quieres hablar. …Pero quiero solo saber por qué me llamaste tú a París y no tu padre.”

            “Mañana, Jean. Mañana te pongo al tanto de todo. Pero yo te llamé porque mi padre no lo hubiera hecho. El no sabría como serte franco. Lo mortifica la vergüenza que siente, y sé que piensa que ha defraudado la memoria de tu padre, que tanto quiso mi viejo. Papá está presentando problemas de salud, y sé que le preocupa mucho la situación de las compañías. Pero está abatido, y yo soy lo único que tiene para brindarle apoyo en manejarlas.”

            Me tomé lo que quedaba de mi trago, y pido la cuenta.

            “Lo cargo a mi cuenta de hotel, no te preocupes.”

            “Gracias, Jean.” Me paro y le digo: “Ya hablaremos de todo esto. Créeme que conocerás de parte mía toda la verdad, y veremos, tú y yo, qué hacemos al respecto. Vamos a tener los dos, y cada uno por su cuenta, que tomar decisiones serias y de mucha consecuencia para el futuro. Yo te llamé porque sentí que era mi deber hacerlo, aunque he temido los posibles resultados de esa honestidad. Mañana hablamos. Buenas noches, Jean.” 

            Nos despedimos dándonos la mano.  

            Tomé el Paseo Gorgas a casa y con las ventanas del auto abiertas para sentir la brisa y respirar el alivio de que el viaje desde Tocumen había resultado mejor de lo esperado. Mañana ya sería otra vaina, pero al menos sentía que esa noche iba a dormir más tranquilo que muchas otras que la antecedieron.

 

 

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