Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 16

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Alquemista — 1977  (pulse el título)
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Capítulo — 16

Trujillo: «…ponte a trabajar»

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Una cosa es usar la habilidad por la pintura como paliativo para el estrés que acumulas en el trabajo, y otra es cuando es tu trabajo.  Lo que distingue la segunda de la primera es la lección que tuve que aprender muy pronto si quería realizarme como pintor profesional. Tenía mucho que hacer y aprender pronto antes de tomar los primeros pasos para introducir mi trabajo al mercado del arte de mi país, terreno que desconocía por completo.

          En cuanto a producir obras, inquietud creativa no me faltaba para inspirarme a pintar y dibujar. Ganas en cantidad tenía de explorar en términos pictóricos los terrenos filosóficos que por medio de la lectura venían llamándome mucho la atención. Memorias, Sueños y Reflexiones de Jung y los escritos de Hesse, de Krishnamurti, de Castañeda, May, Huxley, De Chardin, Sartre, De Beauvoir, Goodall, Leakey, Ram Das, Toffler, Bach, Watts, y otros más me estimulaban deseos de producir obras que reflejaran lo que estaba descubriendo sobre la consciencia cosmológica. 

          Temas tenía de sobra, pero lo mercadotecnia en mí me decía que el deseo de explorar esos temas en pinturas no aseguraba que el trabajo resultante fuera vendible. Eso lo sabría solamente cuando realizara mi trabajo y lo exhibiera. Siendo un padre de veintisiete años, responsable por el bienestar económico de su joven familia, vender mi trabajo era la meta que regía sobre las demás. Me era menester aprender cómo subsistir del arte sin experiencia previa alguna en como hacerlo. Sin haber vendido antes ni exhibido, no me era posible determinar si la calidad de mi trabajo sería aceptable para los coleccionistas. Tenía que aprenderlo todo de raíz.

Para tener una idea de cómo planificar mis pasos iniciales pensé en recurrir a mi experiencia en el comercio. Primero me familiarizaría con la manera en que era comercializado el arte en Panamá para al menos tener una noción de cómo funcionaba la cosa. Un sondeo sencillo también podría indicar si me seria factible desarrollar una carrera como artista. 

          Pero estas medidas tendrían sentido emplearlas solo cuando primero respondía dos críticas interrogantes que me hacía: si contaba con la habilidad para rendir la calidad técnica que conocedores de arte apreciarían, y si seria bien recibida la manera como realizaba los temas que me atraían. Lo segundo dependía enteramente de lo primero. Si no rendía un trabajo artístico reconocido como bueno por los expertos, entonces nada que ver.  ¿Pero cómo saber si mi trabajo es bueno? ¿Cómo saber si poseía el talento para crear arte atrayente, logrado con calidad profesional?

 

Una noche en Colón, a principios de 1970, cenábamos Judy y yo en casa de los Breebart. Habíamos hecho amistad con Jan y Hélène a través de lasos comunes relacionados con la venta de perfumería y cosméticos al Caribe. Jan tenía experiencia en viajar al territorio, y fue él quien me pasó el dato sobre el hotel Buena Vista en Nassau cuando les dije que viajaría pronto a conocer el mercado.

          “Tienes que quedarte allí,” me insistió Jan. “No hay mejor lugar en Nassau. Y no lo creerás, solo cuesta entre doce y dieciocho dólares la noche, depende de qué habitación hay disponible. Pero es especial quedarse allí. No vas a querer quedarte en ningún otro lugar.” Y así fue. 

          El Buena Vista tenía cinco habitaciones en el segundo piso de una histórica mansión colonial de madera del siglo XVIII. El caserón estaba posado en lo más alto de la loma cercana al pintoresco centro y antiguo sector del histórico pueblo portuario, emblemático de Nassau. Sus habitaciones, ni refinadas ni modernizadas, eran refrescadas del calor por ventiladores de cielo raso. Las camas, los baños, muebles y decoración general emanaban su antigua sencillez. Nassau y el cristalino Caribe detrás, vistos a través del gran patio arbolado que rodeaba el terreno del hotel, lucían una hermosura especial desde el balcón de mi habitación. Por medio de la vista, ya estaba cogido con el lugar.

          Pero la especialidad destacada del Buena Vista era que todo su primer piso era sede del restaurante más excéntrico de la ciudad. Solo servían cena, a las 8 en punto, y el menú de espléndidas tandas, acompañado de finos vinos, era solo uno, el de esa noche, escogido y preparado por los dueños (me parece que lo eran) de una familia europea, francesa (creo), con niños. Para irse de paseo en su velero a diversos destinos del hemisferio, cerraban el hotel varios meses al año. La cena era de primera, servida con todos los rejos acorde con su alto precio. Como huésped del hotel yo contaba con reservación permanente y abierta para mis invitados. El restaurante se llenaba. 

          Me quedaría tres noches en el Buena Vista.  En la última preferí cenar solo y disfrutar del romanticismo de bajar a cenar por las grandes escaleras que daban al comedor y, en solitario, absorber el esplendoroso ambiente del gran salón.

          “Quédate en una de las habitaciones que mira hacia el puerto,” me había recomendado Jan, “Y pide que te suban el desayuno…y tómalo en el balcón.”

          Una señora antillana, personal del hotel, de pecho y cachetes robustos y sencilla en su vestir, con una amable sonrisa me lo subió a la habitación calentito en una bandeja junto con el diario The Nassau Guardian. Enseguida procedió a presentar el desayuno en la mesita de madera que me habían puesto en el balcón. Gracias a Jan, desayunar allí resultó ser el broche de oro de mi estancia en el Buena Vista.

          Este cuento del Buena Vista es de ñapa; no resistí contártelo. Pero está vinculado de manera indirecta con mucho sentimiento al cuento del primerísimo paso que di para confirmar si echaba pa’lante con el arte mientras todavía seguía de director de las empresas.

 

Jan y Hélène eran muy amigos de Jeannine, esposa de Guillermo Trujillo, uno de nuestros célebres maestros panameños de la pintura. La noche en que cenamos en casa de los Breebart me llamó la atención un óleo grande del veterano maestro exhibido con enmarcado muy fino en la sala del apartamento que quedaba en el nivel superior del pequeño edificio de dos pisos en la avenida Roosevelt.  La pareja de europeos—él holandés, ella francesa—vivía cerca de nosotros, entre las calles 10 y 11. Fue en esa reunión social que me enteré de la existencia del reconocido pintor nacional, que a juzgar por lo que me había dicho Hélène de él, era considerado como entre los pocos mejores artistas del país…y uno que vendía sus obras en Panamá y fuera de ella a precios bastante buenos. Al Trujillo me le acerqué varias veces esa noche para estudiarle la técnica y su estilo. La idea de ser pintor todavía ni se me había cruzado por la mente.

          De manera irónica, casi dos años después, a finales de 1971, me encontraría pensando muy en serio como realizarme en mi país como profesional de la pintura. Dar los primeros pasos era la acción obligatoria para alcanzar ese sueño, y me era imprescindible saber si tenía la fibra necesaria para vérmelas como artista. Para determinarlo, necesitaba consultar a alguien confiable que supiera y me dijera si yo contaba o no con el talento requerido. Así me decidiría del todo si me echaba o no al charco. No demoró en venírseme a la mente la conversación que había tenido sobre Trujillo en casa de Hélène, y se me ocurre consultarle al maestro mi gran interrogante; me serviría de sondeo inicial sobre mi potencial como pintor. 

Siempre fui dado a la práctica de consultar a nuestros mayores para beneficiarme de sus consejos (si los tenían buenos) y sabiduría (si la demostraban). Cuando me encontré con Hélène en la oficina de C.U.P.S.A. en Zona Libre, le pedí permiso para usarla de referencia cuando le pidiera la cita de consulta a Trujillo. Pero enseguida ella lo llamó y me puso al habla con él. Al día siguiente, con acostumbrada puntualidad, timbré su apartamento en el atractivo edificio de condominios en que vivía, no recuerdo en que barrio.

          Al salir del ascensor y estar a punto de tocar a su puerta, ésta se abre y ahí está el tipo, ante mí.  No me esperé su delicada figura y poca estatura, y sentí fría la manera con que recibe la mano que le he extendido en saludo. 

          “¡Hola Guillermo! Encantado de conocerte” le digo dándole un apretón. No me esperé la delicadeza con que me dio su mano, y por poco se la trituro. Enseguida aflojo, y sigo con el protocolo: “Gracias por recibirme con tan poco aviso. Ha sido muy amable de tu parte.” 

          Pero no me dice nada el hombre. Con una sonrisa a medias, escondida bajo su bigote agrisado, se aparta para dejarme entrar y cierra la puerta. Una vez dentro, enseguida me llama la atención el decorado general del apartamento, y lo encuentro opaco, cosa que me sorprendió, pues esperaba un estilo vibrante, de mucho color, y no tan formal, uno más desprendido de tanta fidelidad estilista al diseño arquitectónico. Después supe que era arquitecto profesional. Pero en ese momento en que me vi juzgando el decorado, me llamé la atención diciéndome que el estereotipo de hogar de artista que esperaba encontrar era pendejada mía, y enseguida archivé la crítica interna. Decidí concentrarme en vez en aprovechar el hecho de que estaba en el hogar del maestro, con la afortunada oportunidad de apreciar la fina colección de arte y artefactos que tenía exhibidos…y de aprender. 

          ¡Qué suerte encontrarme allí! me dije, y ¡qué oportuno! Estaba ansioso por conocer sus opiniones de las tantas preguntas que quería hacerle sobre el estado del arte en Panamá.

          Pero en segundos, Guillermo me dirige a una habitación que había convertido en oficina.  Poca oportunidad me dio para fijarme en los cuadros de pintura y lo que era exhibido en la casa. Yendo hacia el cuarto, noté la cocina y dentro lo que asumo era la empleada en pleno quehacer doméstico. Una vez en la habitación, cerró la puerta.  Asumí que quería abordar el tema de mi visita cuanto antes y evitar cualquier plática protocolar antes de entrar en la materia.  En lo personal, en muchas ocasiones, para no perder tiempo, yo prefería ir al grano y esquivar charla social cuando el protocolo no era tan necesario. Pero en esta ocasión asumí que muy bien cabía una conversación preliminar.  Pensé que tal vez por no haberle explicado por teléfono mi razón para verlo, él, ante todo, quería saber qué me era tan importante para haber viajado desde Colón para decírselo. 

          Pero también me daba la impresión de que estaba molesto con mi visita.

          “A ver, dime, ¿que se te ofrece?” me preguntó sin preámbulo alguno.

          En un cartapacio tenía las cuatro acuarelas y el retrato de mi padre que había hecho en el ’68, pero antes de sacarlas para mostrarle, le expliqué por qué tenía necesidad de consultarlo. Esforzándome a ser breve, le relaté mi decisión de hacer del arte mi oficio en la vida y la necesidad de estar seguro si contaba o no con el talento necesario para atreverme. Y cuando le muestro los trabajos que traje, le digo: “Sé que esta muestra no impresiona en sí. Excepto el haber dibujado y pintado mucho de niño, esto es lo único que realmente he hecho desde entonces. Últimamente he estado ensayando a medias con algunos dibujos y trabajitos que no traje conmigo. 

          Al pasarle las acuarelas, le digo: “Es obvio que la calidad del trabajo es de amateur, pero quisiera saber si aún así le notas algo prometedor.”

          El tipo revisó mis trabajos medio de prisa en serie, y me dice: “Ponte a trabajar,” …y no dice más. Se queda callado, demostrando la misma frialdad con que me recibió. Incómodo con su silencio, asumí que eso era lo único que me iba a decir y que consideraba terminada la consulta. Resistí las ganas de pedirle si podía ver sus pinturas y el lugar dónde trabajaba su arte. Pero, rompiendo el silencio, lo que le digo es “Eh, bueno. Te agradezco que me hayas dado tu tiempo; espero no te haya sido mucha molestia.” Y con eso, me paré para irme. Me acompañó a la puerta, y nos despedimos.

          Años después, cuando ya yo formaba parte del escenario de la pintura del país, crucé caminos un par de veces con Guillermo, pero pocas palabras. No nos vimos desde entonces. Hace muchísimo tiempo, conversando un día con un coleccionista—Marcelo Narbona, si mal no recuerdo—fue quién me contó que Trujillo se había referido a mí como un “fenómeno”. No supe que responderle.

          En realidad, tampoco supe qué pensar sobre mi visita a Trujillo. En cierto sentido, con lo insípido que resultó el encuentro, sentí defraudadas mis expectativas. Pero con el pasar del tiempo y cuando vi despegar mi carrera, llegué mucho a apreciarlo como lo mejor que me pudo haber dicho en ese tiempo, pues tuvo razón. Ponerme a trabajar fue la tónica esencial y necesaria para que echara pa’lante. Comencé, y el trabajo persistente pronto produciría una obra tras la otra, cada una hecha con paciencia y dedicación para ir aprendiendo cómo mejorarme en el uso de materiales. Así me iría perfeccionando en el uso de diferentes técnicas, y en exponer temas que me atraían, trabajados en estilos que en el momento me provocara explorar. Y en cuanto a producir arte vendible, de eso no me mortificaría de ahí en adelante. El dinero vendría…por su cuenta.  

          Al fin había partido en el increíble viaje de creatividad que me esperaba.

Nota: En medio escribir de mi relato autobiográfico, me enteré de que Guillermo había fallecido. Por ello este recuerdo personal que tengo del maestro se me hace aun más especial.

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