Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 17

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Un nuevo principio — 1973
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Capítulo — 17

¿Por qué?

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Con el horizonte y el camino hacia él ya definidos, el arte de balancear deberes empresariales con el propósito de labrarme una profesión artística dependía de cómo mantenía el sentido de equilibrio interior cuando las cosas se desajustaban. Y desajustes hubo de sobra en tan temprana etapa. Pilotear las turbulencias requirió de seria reflexión honesta de mi parte para poder mantener el ánimo de seguir confrontando lo incierto, y sacar a la luz el estado de mi inconsciente para poder mediar su impacto en mi comportamiento ante las sorpresas que seguía trayéndome la vida. Esa profundización en lo interno aportaría validez integral a la búsqueda de mí maduración filosófica y existencial—el punto necesario para el balance.

            De mucho me agarré para adquirir la sabiduría que era de ayudarme a sobrellevar los agridulces de lo impredecible.  De sostén ideal bien me sirvió la lección abre-mente que recibí del profesor de Biología de mi segundo año en la academia militar. Fue muchos años después cuando comencé a madurar de verdad que comprendí su significado Zen, y desde entonces me ha servido como uno de los aprendizajes más importantes en mi vida. Hasta hoy día aporta su luz cuando por alguna razón el camino se me obscurece.

            Todos en nuestro perenne pensar somos, de una manera u otra, invadidos por el porqué de las cosas y los sucesos que impactan sin remedio nuestro existir. ¿Por qué sucedió? ¿Por qué a mí? ¿Por qué a otro? ¿Por qué esto y no aquello? ¿Por qué yo?  ¿Por qué ahora? ¿Por qué preocuparme? ¿Por qué olvidar? ¿Por qué siento? ¿Por qué no siento? ¿Por qué? …La pregunta es terreno fértil para darse a filosofar.

En un día de principios de febrero de 1959, llegamos los alumnos al salón de clases con cierta ansiedad.  Nos aguardaba dar el examen de Biología de medio término, resultado del cual compartía igual valor con el de fin de año. Yo llegué en el momento que había comenzado la clase. 

            Al entrar al salón noté que sobre cada pupitre nos esperaba la hoja de la prueba. Era invierno, y enseguida me quité el abrigo del uniforme y lo colgué en uno de los ganchos del largo perchero donde los otros abrigos negros colgaban en fila por todo lo largo de la pared del salón. Los alumnos que ya estaban sentados alzaban sus hombros con incomprensión y se miraban, perplejos, unos a los otros. El extraño comportamiento me apuró a conocer cuál era la vaina del alboroto.

            “Yo sé porque están alterados,” nos alerta en voz alta el cuidadosamente uniformado profe. Parado frente a su escritorio era la figura típica del bien educado norteamericano del noreste del país. Detrás del contraste de marrones en su camisa y pantalón bien planchados, su redonda pancita la circunfería un cinturón negro con hebilla de bronce pulida a su mayor brillo. Rubio y peinado hacia atrás, con toques de canas en las sien y bigotes obscuros, observaba, con pipa en mano, nuestra creciente inquietud, y nos advierte: “No quiero escuchar ni una palabra de ustedes. Ni una sola. Tomen asiento enseguida y tengan cuadernos y lápiz a mano. Comiencen ya. Tienen cincuenta minutos para terminar el examen. Yo les anunciaré cuando termine el tiempo, y cuando lo haga, paren de escribir y enseguida pongan sus exámenes en esta canasta. Pasado mañana les doy los resultados.”

            El examen consistía en una página con diez preguntas. Todas eran sobre la materia de la clase, menos la sexta. Esa era solo ¿Por qué? Why? en inglés—la razón de nuestro alboroto. Y tan confundidos como todos lo estaba yo. 

            ¡¿Qué coño es esto?!, me pregunté. ¿Qué espera él que contestemos? ¿Qué pretende? Me daba vueltas la mente no verle ni pies ni cabeza al significado de la bendita pregunta.  Y la frustración no era solo mía. Durante los cincuenta minutos ninguno de nosotros dejó de pensar en la enigmática interrogante. 

            Yo no supe cómo responderla.  No pude.  La dejé en blanco porque sencillamente no entendí lo que pretendía el profesor con ella.  Después de clase, rumbo a la siguiente, un grupo de nosotros nos preguntábamos a voz tendida si alguno sabía de qué se trataba la bendita pregunta. Ninguno. Dos días después, cuando nos entregó los exámenes corregidos, nos anuncia el Profe que solo un alumno había acertado la respuesta correcta.

            “La respuesta de why? es because, (porque sí),” nos dice sonreído con pipa en boca soltando humo. “Algún día tal vez entenderán. Ojalá y así sea.”

Aceptar de que el destino que nos toca vivir no tiene un por qué, sino un único porque sí (puesto que no nos toca otra que vivirlo), ayuda a que uno se desprenda de mucho martirio innecesario. 

            Fue ese el razonamiento filosófico del cual me sujeté para restarle amargura al hecho de que todavía tenía que cumplir con mis responsabilidades de empresario, sin saber hasta cuándo. Lo único que ahora me era cierto era que, así como deseaba ser artista, quería dejar de ser comerciante. Pero era importante que en el camino de realizarme en el arte evitara dejar detrás puentes caídos. Me era una necesidad obligatoria que procurara encontrar la manera de combinar el cumplimiento de mis obligaciones empresariales con la firme determinación de ir en busca del arte. 

            Decidí que mientras París no tomara medidas para reemplazarme, continuaría desempeñando mis funciones de director ejecutivo y representante legal de las compañías, procurando no abandonarlas y dejarlas caer, sino más bien encontrar una forma para que pudieran funcionar de manera eficiente con un mínimo de intervención ejecutiva de mí parte. Así usaría los saldos de mi tiempo para trabajar la pintura con la consciencia debida.

Los éxitos anteriores que había logrado como director de las compañías fueron, en gran medida, producto de la efectividad de mi liderazgo altruista. Ese fue el factor primordial que inspiró el fervor colectivo del personal en responder con entrega a mi llamado de que lucháramos juntos por la causa de las empresas para el bien de todos, asegurándoles que iría al frente liderándolos hacia el progreso que todos compartiríamos. 

            Ahora era diferente la cosa.  Mi dirección la tenía que ejercer sin que dependieran de mi presencia; al menos no tanto como antes. Para que la organización se mantuviera dinámica y productiva y en firme dirección hacia sus objetivos sin estar yo pegado al timón, el personal necesitaría un propósito propio que lo inspirara a trabajar fuerte sin supervisión gerencial.  Había que reformar la organización de tal manera que no necesitara de tanto liderazgo de mi parte, o de cualquier otra figura jerárquica. Eso podría ser posible solo si el trabajador fuese inspirado y motivado por sí mismo a desempeñar sus funciones con el mayor esmero posible.  ¿Qué hacer para lograr ese ideal?

            Comencé con darle vuelta a los conceptos empresariales progresistas que Bobby Eisenmann y yo habíamos discutido cuando visitaba sus almacenes. Con la posibilidad y la autoridad como propietario de su firma para implementarlo, él ya había puesto en práctica el concepto de la empresa participativa para incentivar a su recurso humano. Cuando visitaba sus almacenes me daba cuenta del esmero y el entusiasmo que demostraban todos en su trabajo. Contrastaba de manera notable con otros ambientes empresariales que fui conociendo.  

            Pero yo no tenía autoridad para formalizar una participación del personal tan directa en el producto del capital social y las inversiones de las empresas. Yo no era dueño.

            Ya para principios de 1972 le pude encontrar solución al impedimento. Sería la adopción de una movida atrevida y arriesgada, una política de incentivo radical. Yo no conocía de un programa similar. Cuando se me ocurrió me pareció excelente la idea.  Estaba convencido de que la productividad y la eficiencia de todo el equipo trabajador aumentaría, y con un mínimo de control de supervisión y gerencia de por medio…y de los gastos relacionados.  

            Lo nada convencional del programa era radical en la manera casi inmediata en que se le realizaría al trabajador el producto del incentivo. No sabía cómo tomaría París este tipo de compromiso financiero con el personal, pero haciendo uso legítimo de mi autoridad, tomé la decisión de no consultarle a Jean.  Total, si mi plan funcionaba, él estaría más tranquilo, sabiendo que, si decidía reemplazarme, las operaciones día a día de las empresas no serían muy interrumpidas o afectadas por el cambio de director. 

            El incentivo en sí consistía en una bonificación general equivalente al cinco por ciento de las ganancias netas mensuales repartido cada mes entre el personal cuyo pago era mediante salario fijo. Mediante un porcentaje proporcional al salario de cada trabajador, cada uno recibiría su parte correspondiente al superávit del mes reportado por el departamento de contabilidad y certificado por mí.  La meta principal era de estimularle a cada trabajador el deseo voluntario de entregar el mejor desempeño de sus funciones, sin necesitar del control constante de un supervisor. 

            El principal factor estimulador del incentivo era la conexión directa que tenía la bonificación con los resultados de las ventas; o sea, mientras mayores fueran las ventas, mayor podría ser el monto del pago del mes que recibirían.   Más que en cualquier otra fórmula para incentivar productividad, este vínculo de causa y efecto era el que, a mi juicio, más eficacia y eficiencia rendiría. 

            El grado de la recompensa del incentivo dependía del esfuerzo mancomunado laboral de todo el personal. El trabajador que no aportaba su cuota de desempeño resultaría contraproducente para la causa común del personal, y quien intervendría para corregirlo o removerlo no sería un oficial de la empresa, sino miembros de su equipo laboral inmediato, puesto que éstos resultarían perjudicados de manera directa por su ineficiencia. Informes de causales de despido, por ejemplo, serían presentados a las autoridades laborales por los miembros del equipo del despedido—los afectados más inmediatos. 

            Con estos mecanismos de control del recurso humano operando a nivel del personal de punta, la empresa se ahorraría gastos en varios niveles de su estructura administrativa. Al menos eso pensaba en teoría. Habría que ponerse a prueba el concepto.

            Los resultados iniciales fueron prometedores. Las empresas funcionaron en buen orden, al menos por un tiempo. Desde mi secretaria ejecutiva, el personal de oficina y las bodegas, la contable, el mensajero, todo el personal administrativo y el de las bodegas podía contar cada mes con un monto adicional a su salario. Hasta la viejita que aseaba las oficinas era parte del baile. La empresa se manejaba casi por sí sola, impulsada hacia sus objetivos por la iniciativa colectiva de los trabajadores. Cualquier empleado que no remaba su parte, era asistido o removido del equipo por el personal mismo. 

            Y yo, ahora con el tiempo para hacerlo, y sin sentirme que fallaba en mis responsabilidades, comencé a producir arte trabajado con la mejor calidad que era capaz en ese temprano tiempo de arranque.  

            Lo que faltaba era alguien que sirviera de motor de crecimiento. Cada año, diferentes renglones importantes en gastos fijos aumentaban y no reportábamos el aumento correspondiente en las ventas para compensar la disminución de ingresos netos, sobre los cuales se calculaba el monto del incentivo. Para mantener el nivel de ingresos netos no quería recurrir a la instauración de un programa de reducción de gastos, el cual, con toda probabilidad, involucraría despidos como parte de las medidas correctivas que serían necesarias.  Para evitarlas, mayores ingresos tendrían que darse con un aumento en ventas.  Para ello necesitábamos abrir nuevos mercados y ampliar los existentes.  La pérdida de ORLANE para el Caribe todavía se sentía. 

            En cuanto a mí, no me quedaba ánimo alguno para meterle el hombro a ver cómo aumentar las ventas y mucho menos ir en busca de nuevos mercados.   Me puse a ver si reclutaba a alguien dinámico y experto en mercadeo y ventas para dirigir esa fase de las empresas.  Mientras tanto, a pintar…porque sí.

 

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