Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 10

10262.jpg
El dilema Rubik No. 1 — 1982
(para ver otros capítulos, seleccione este enlace: )

 Capítulo — 10

A calzón quitao

 
.

 

Me encontraba en la oficina, solo, como solía estarlo a esa hora para adelantar trabajo. El personal se acababa de ir, y el ahora callado ambiente de la oficina me servía para tareas que requerían atención cerrada de mi parte y poca distracción.

            También me quedaba tarde en la oficina para compensar en parte por la hora de mis llegadas al trabajo, no antes de las diez. Llegar a las ocho, como debían hacerlo todos, no podía ni dé a vaina. Mi capacidad para madrugar la agotaron los cuatro años de toques de corneta de seis de la mañana en la academia militar. Pero no queriendo atribuirme privilegios no merecidos, a menudo me quedaba trabajando hasta las siete u ocho de la noche, a veces hasta más tarde en ocasiones no muy infrecuentes. Esa tarde cumplía un par de semanas de estar quedándome hasta caer la noche.

            Jean llegaba en un par de días directo de París, y quería tenerle todo en orden para mostrarle el tamal de problemas que le esperaba. Me tenía nervioso tener que irlo a buscar a Tocumen. Durante la hora y pico de regreso a Colón, de seguro no la íbamos a pasar callados en el auto. De algo tendríamos que conversar, y, por supuesto, no tenía manera de cómo anticipar lo que hablaríamos.  Lo que quería en definitivo era evitar discutir el tema del porqué de su viaje y dejarlo para el día siguiente en la oficina. Vueltas le daba a cómo hacer para no discutirlo en caso Jean lo abordara. Ninguno de mis ensayos mentales me convencía. Pero si no evitábamos discutirlo, el viaje de regreso a Colón iba a resultarnos muy largo, y desagradable. Y peor por ser domingo. Peatones ebrios y los baches peligrosos de la Transístmica obligaban que se le prestara cuidado especial al manejo. 

            Todos esos factores nos comprometerían la concentración en temas que requerían un razonar coherente. Para alguien que, como yo, había sido afectado en su juventud por el tartamudeo, me era necesario que me entregara de manera integral a la conversación. Cuando en el auto tratáramos asuntos sensibles, no contaríamos con poder mirarnos a los ojos y prestarle la debida atención a nuestros lenguajes corporales y otros indicadores de intención. Esos me son esenciales cuando argumento con alguien conceptos e ideas y diferencias sobre temas delicados y serios.

 

Pensar en la llegada de Jean me tenía muy inquieto, y hacía difícil que me concentrara en el trabajo en la oficina. Deja de preocuparte, me repetía, buscando calmarme. Si en el auto evitamos hablar del tema, dudo que lo discutamos en el hotel. Llegaremos de noche, y ninguno de los dos contará con deseos de discutir asuntos que de todos modos trataremos el día siguiente.  

            También pensé que, tras su largo viaje, Jean querrá buscar cama temprano. El sí era madrugador—y mi jefe—así que era de suponer que arrancaríamos temprano en la mañana. Pero no sabía cómo ingeniármelas para evadir entrar en materia de discusión muy seria. 

            Prepárate, terminé advirtiéndome, como venga, la manejada a Colón va a serte bieeen larga. 

            Antes de entrarle de lleno al trabajo, salí un momento para buscar un sobre que había dejado en la camioneta Pontiac de la compañía. Era de color crema y la usábamos para todo. La había estacionado frente a la entrada de la oficina. Apenas salí, sentí un sutil golpe de brisa y el acogedor frescor del ambiente afuera. No era el que solía corresponderle a los meses del verano panameño, pero bien se le parecía. Tardes así en media temporada lluviosa eran para aprovecharse. Se prestaban para pasear en auto por todo el Paseo Gorgas. Mis recuerdos durante toda mi vida, y los de todo colonense, incluyen lo delicioso que era recorrer el litoral playero de nuestra pequeña y antes airosa ciudad costera. También me servía el paseo de buena ruta para llegar directo a casa con un mínimo de altos. Colón no tenía necesidad de semáforos en esos tiempos.

            Decidí mandar al carajo el trabajo. Me lo llevaría a casa. Quería aprovechar el paseo. Lo necesitaba. Y, además, llegaría a tiempo para jugar con Charissa y sus amiguitos afuera un rato, antes de que anocheciera del todo. Así que guardé los documentos en mi maletín, tomé mi saco del vestido que reposaba en el sofá, me quité la corbata, apagué el aire acondicionado, las luces, y cerré la oficina.

            En medio paseo, pasando por el área del colegio Guardia Vega, de pronto se me ocurrió un ángulo de argumentación para Jean y para mi padre que tal vez serviría como solución aceptable para ambos…y que a la vez aseguraría mi empleo. Pero resistí darle vueltas al tema, como de por hábito lo hubiese hecho enseguida. Preferí entregarme al disfrute del relajador paseo por la playa. En la noche, en cama, ya le daría más coco a lo que de pronto se me ocurrió. Manejé despacio para saborear el Paseo Gorgas.

            «Llegas temprano. Qué bueno,» me dice Judy cuando entré por la puerta con maletín en mano, y corbata y saco colgando sobre mi antebrazo.

            «Sí,» le contesto sonriendo. «No tenía sentido quedarme en la oficina hoy».  Sobre el sofá dejo el maletín y lo demás y le pregunto: «¿Y Chari? ¿Dónde está?»

            «Afuera jugando, con sus vecinos.»

            «Voy a saludarla».

            Salí hacia la media calle del vecindario. La poco transitada vía, que corre de la Calle 10 a la once, se prestaba como patio de juego para los chiquillos del vecindario. En cuanto me ve Charissa, corre hacía mí, feliz de verme.  Después de jugar un rato con ella y sus amiguitos cenamos los tres, en familia, algo que a menudo no hacíamos por mi hábito de trabajar en exceso.

 

El vuelo de Jean llegó el domingo cerca del atardecer sin mayor atraso. Haciendo uso de las muestrecitas de perfume, hice arreglos con un agente de aduanas para que le diera entrada rápida a mi jefe y se hiciera cargo de su equipaje cuando este saliera a la plataforma de entrega. Cuando Jean sale de la aduana y nos conocemos por primera vez, nos saludamos con un fuerte apretón de manos e intercambio de palabras típicas de la ocasión, y enseguida nos echamos a andar, seguidos por el muchacho que contraté con propina para que llevara el equipaje hasta el auto. 

            Jean prefirió cargar él mismo su abultado maletín de cuero negro, que por su condición demostraba el intenso uso que le daba. Era de esos maletines engordados en la parte de abajo y que se hacen más angostos al llegar al cierre y al mango. Alto y grueso, sobre todo de cintura, el joven francés de treinta y seis años recién cumplidos sudaba mientras caminaba vestido de saco y corbata en el húmedo calor de la tarde. Tan pálida era su tez blanca que su cuello lucía enrojecido del calor. Engrandecidos por espejuelos con lentes de gran grosor y aumento, sus ojos lucían apretados y pronunciados a través de los cristales.  Flojo de musculatura, su simpático andar me era parecido al trote lento de camello bonachón que vemos en caricaturas animadas. 

            Durante nuestra charla mientras caminábamos hacia el auto, no sentí incomodidad alguna entre los dos, ni de esas que a veces sienten personalidades poco afines cuando primero se encuentran. Con distintivo acento francés, hablaba bastante bien el español tanto como el inglés. A pesar de que se mostraba tímido y reservado, de salida lo encontré afable, y eso me confortó.

            Una vez en el auto (nada de cinturones de seguridad en ese tiempo) tomé rumbo hacía la Transístmica y de allí derecho para Colón. Tenía intención de darle al acelerador y ver si llegaba dentro de la hora y media. También, para esquivar el tema serio del trabajo, si agotábamos la charla liviana, pensaba pilotear la conversación hacia una serie de preguntas sobre sus operaciones en México y Puerto Rico, y las de Venezuela y de París, o abordaría tema cualquiera sobre Francia. Pero apenas en camino me la suelta. 

            «Bueno, Rogelio, ¿y qué es de tanta importancia para haberme hecho viajar con tanta urgencia?”

            Ay carajo, no me la esperaba tan pronto. Pero ya que la abordó, no me quedó otra que serle sincero, sin evasivas. Tuve que tomar unos segundos antes de responderle. 

            “Permíteme pedirte, Jean, con todo respeto y consideración, que reserves tus preguntas sobre ese tema hasta mañana, cuando estemos en la oficina. Ahí podré mostrarte con cifras y demás la razón por la cual te insistí que vinieras enseguida.”

            En ese instante, un cholo a pie se me cruza de repente en el camino y le meto pie al freno, prenso la mano al pito y no la quito mientras chillan las llantas del frenazo que pego. ¡Por poco mato al cabrón!  Y casi le grito insultos, pero me contuve ante la presencia de Jean, quien también había brincado del susto.  

            Mudo por unos largos instantes, tomé un profundo aliento de alivio y vuelvo a ponernos en marcha. Después de un corto silencio, de pronto rompo en risa, y en media carcajada le digo al espantado francés: “Disculpa, Jean, pero ésta era la otra foquin razón por la cual no quería hablar del tema. Para manejar en carreteras en este cabrón país hay que tener mucho cuidado con la gente, y sería mejor que no nos metamos en temas serios todavía, porque me distraen del manejo.  Apenas estamos comenzando el tramo a Colón y, siendo domingo, en la Transístmica se va a poner peor la vaina con el aguardiente. El alcohol los embrutece.”

            El hombre quedó quietecito, lo que aproveché para dispararle la parada de preguntas ensayadas: “¿Qué negocios tenía en México, en Venezuela? ¿Qué tipo de organización tenía en Puerto Rico? ¿De qué lugar de Francia eran sus padres? ¿Qué relación tuvo con su padre, Charles, quién yo nunca conocí? Le pregunté sobre su madre y su esposa. 

            Me contó que había sido teniente en la guerra de Argelia con Francia. Yo le hablé de la academia militar, y hablamos sobre la guerra en Vietnam, y de mi primo hermano, Frank, graduado de West Point como teniente también, pero muerto el año anterior de manera irónica, por su propio rifle, mientras comandaba su pelotón en la controvertida guerra. 

            Y así, entre un tema y otro, se nos hizo corto el viaje. Al llegar a Colón, fuimos directamente al hotel donde ya le tenían preparada su habitación. Una vez se registra, me despido: “Buenas noches, Jean, que duermas bien. Te paso a buscar a un cuarto para las ocho”, y le extiendo la mano en despedida.

            “Espera, no te vayas todavía”, me dice cuando el botones se dirige al elevador con su equipaje. “Ahora bajo. Espérame en el bar.”

            «Está bien», le dije, pero por dentro no me sentó bien para nada que pidiera que me quedara. Ojalá y no sea para hablar sobre lo de las empresas, me digo. Nuestro conecte en el auto había sido bueno, y no quería que se mal afectara si lo que tenía en mente era abordar el tema pesado que lo había traído de tan lejos. No era muy tarde y no estaba cansado, pero tampoco quería quedarme más tiempo.  Pero, no me tocaba otra.  En el bar, pedí un Johnny Walker Black con soda y esperé. 

            Jean no demoró. Tal como dijo, bajó en un momento.

            “¿Qué tal la habitación?” le pregunto cuándo se acerca. Por su expresión no estaba muy impresionado.

            «Ha decaído mucho el hotel desde mi último viaje, y no estaba muy bueno entonces. No queda nada de lo bueno que me contaba mi padre cuando se quedaba aquí.”

            Tenía razón. Desde que pasó a manos panameñas, el hotel Washington no era ni la sombra de lo que había sido. A falta en Colón de una vida nocturna nutrida, y otras atracciones como las había en la no muy distante capital, el hotel solo, como lugar de estancia, no lograba atraer suficiente clientela de  visitantes que llegaban a comerciar en la Zona Libre de Colón. Los militares en poder, sin restricciones para financiar el proyecto con fondos del estado, le harían una remodelación costosa al Washington a principio de los 70. Pero eran ellos los que más se beneficiaban del hotel, hasta que lo llevaron a la bancarrota, porque no pagaban los gastos que incurrían cuando lo usaban para su propia diversión y sinvergonzonerías. El mas notorio usuario del hotel en esos tiempos fue Lakas, cuando de presidente a dedo, armaba sus buenas fiestas y bacanales en las suites del hotel, todo pagado por el fisco.

            “¿Quieres tomar algo?” le ofrezco a Jean cuando se sienta.

            “Cointreau en las rocas,” le pide al bartender.

            “Voy a pedirles que te consigan una mejor habitación.»

            “Ya lo hice. Me dicen que no tienen disponible una mejor. Mañana tal vez se desocupe una.”

            “Okey, estaré al tanto. Llamaré al gerente mañana a ver si muevo eso.”

            Cuando le traen el trago a Jean, apenas lo toma en su mano, se lo dispara, todo de golpe.

            “¡Coño!,” le digo asombrado. “Debes tener mucha sed.”

            “Sí,” me dice. Y otra vez al bartender: “Otro por favor.”  Y ese se lo zampa igual.

            “Bueno,” le digo, “no me queda otra que emparejar las acciones,” y de un porrazo me bajo lo que me quedaba de mi escocés. Pedimos otra ronda.

            Jean era sin duda un serio bebedor y de los que no andaban con vainas. Yo me tomaba mis tragos, sí, pero siempre con moderación y con mucho control de no pasarme de límite. Los de Jean eran del tomador que los extiende mucho más lejos. Con las otras rondas que siguieron las primeras, comenzamos a sentir sus efectos, y lo tomamos más suave de allí en adelante y pedimos aperitivos para picar.

            Conversamos más sobre diversos temas, y de lo serio cubrimos solo lo que Jean me preguntó al final, para que me lo llevara en mente. 

            “Yo no sé qué tan grave es el problema que me vas a divulgar mañana”, me dice. “He presentido que hay un problema serio porque en las cuentas que se deben de las compañías de Panamá a Francia, ha subido mucho el saldo y hemos recibido pocas remesas de pago. Pero he notado que eso ha mejorado un poco, y asumo que es de eso que me quieres hablar. …Pero quiero solo saber por qué me llamaste tú a París y no tu padre.”

            “Mañana, Jean. Mañana te pongo al tanto de todo. Pero yo te llamé porque mi padre no lo hubiera hecho. El no sabría como serte franco. Lo mortifica la vergüenza que siente, y sé que piensa que ha defraudado la memoria de tu padre, que tanto quiso mi viejo. Papá está presentando problemas de salud, y sé que le preocupa mucho la situación de las compañías. Pero está abatido, y yo soy lo único que tiene para brindarle apoyo en manejarlas.”

            Me tomé lo que quedaba de mi trago, y pido la cuenta.

            “Lo cargo a mi cuenta de hotel, no te preocupes.”

            “Gracias, Jean.” Me paro y le digo: “Ya hablaremos de todo esto. Créeme que conocerás de parte mía toda la verdad, y veremos, tú y yo, qué hacemos al respecto. Vamos a tener los dos, y cada uno por su cuenta, que tomar decisiones serias y de mucha consecuencia para el futuro. Yo te llamé porque sentí que era mi deber hacerlo, aunque he temido los posibles resultados de esa honestidad. Mañana hablamos. Buenas noches, Jean.” 

            Nos despedimos dándonos la mano.  

            Tomé el Paseo Gorgas a casa y con las ventanas del auto abiertas para sentir la brisa y respirar el alivio de que el viaje desde Tocumen había resultado mejor de lo esperado. Mañana ya sería otra vaina, pero al menos sentía que esa noche iba a dormir más tranquilo que muchas otras que la antecedieron.

 

 

Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 9

10269.jpg
El puchero de Gregorio – 1982
(para ver otros capítulos, seleccione este enlace: )

Capítulo — 9

Justo por pecador

.
.

La llamada interoceánica la puse a tiempo para dar con Jean durante horas de oficina en París, pero no la conseguí enseguida. La telefonista de IT&T reportó congestión en la línea.

          “Apenas logre conexión le llamo, señor Rogelio, no se preocupe. Los lunes en general hay bastante tráfico a esta hora para llamadas a Europa.”

          “Entiendo, gracias, señorita, pero procure que no pase de las diez, hora nuestra, por favor. Me es importante que la llamada les llegue a tiempo.”

          “Así lo haré, pierda cuidado …Señor Rogelio, si es tan amable, salúdeme al Señor David de mi parte, por favor. Dígale que Zoraida de IT&T le manda muchos saludos.”

          Su comentario me hizo sonreír. “Con mucho gusto, Zoraida,” le respondí. “…Disculpe, pero dígame, ¿qué perfume le gusta?”

          “Ay, cualquiera, señor Rogelio. Ecusson, Nina Ricci. Todos son tan ricos.”

          “Perfecto, le voy a enviar un regalito de mi parte.”

          “¡Ay, muchas gracias! …En cuanto a su llamada, le aseguro que le conseguiré línea pronto. Le llamo apenas la tenga.”

 

El viejo tenía la costumbre de regalar muestrecitas de perfume a tutiplén, sobre todo las de Ecusson de Jean D’Albret, nuestra línea de mayor venta representada por las compañías. El fabricante de Ecusson también comerciaba los cosméticos ORLANE, línea que igual representábamos. Pero las muestrecitas de perfume era la manera con que se las ingeniaba el viejo para engrasar los lentos engranajes de la burocracia panameña en todas sus manifestaciones, ya sea gubernamental o privada. Con ellas, Papá arreglaba boletas de tránsito; aceleraba oficializar toda clase de documentación o prestaciones y servicios diversos en el municipio, la gobernación, la aduana, Zona Libre, el Seguro Social, y cualquier otro departamento del estado incluyendo la Guardia Nacional, que requerían el tramitar de certificaciones, autorizaciones, licencias, permisos, revisados de auto, pagos a la Fuerza y Luz; en fin, cuanta organización había donde era necesario esperar demora en el trámite de lo que fuera que uno necesitara. En la IT&T, la International Telephone & Telegraph Corporation, que operaba desde Viejo Cristóbal, en la Zona, Zoraida era una de las beneficiadas con muestrecitas enviadas por Papá con el fin de evitar demoras en tramitar sus llamadas internacionales.

          Las muestrecitas también servían para persuadir la atención romántica de la mujer sin necesidad de mucha labia o elaborado coqueteo. En esta categoría, de los cuentos de muestrecitas de perfume más notables que conocí a través de los años, el más singular fue el que me vino directo de la boca de Tony Noriega—sí, Manuel Antonio Noriega, coronel en aquel entonces—y me lo contó él mismo.

 

En alguna noche en la víspera de—o pronto después (tal vez)—del estreno de “Los árboles mueren de pie”, obra de 1978 en la cual hice mi debut teatral de mi errante carrera en las tablas y que fuera presentada en honor a Omar Torrijos en el Teatro Nacional, Ileana Krupnik—productora y actriz de la obra—dio una fiesta para el elenco y amistades en el patio grande de su casa. Sus invitados especiales eran mi tía, Anita Villaláz, la estrella principal de la obra, y Tony—compadre de Ileana, si mal no recuerdo.  Con ellos, sentados en el rancho del patio, estaban dos otras personas. 

          Yo llegué con Judy y con Carol cuando la fiesta ya estaba en arranque y no tardaron en circular las dos juntas. Yo quedé donde estaba para echarle una mirada general al ambiente. Apenas me ve Ileana me tomó de la mano y me llevó hacia el elegante rancho donde estaba mi tía. Al vernos, en voz alta a lo Anita, exclama: «¡Venga acá mi sobrino adorado, nuestro hermoso galán! ¡Siéntate aquí con tu tía!» 

          No me dió tiempo para esquivar la incómodante invitación que a todo pulmón histriónico había soltado Anita a la atención de todos. Hubiera preferido primero a ponerme a circular un poco con Judy y Carol. Pero a la primera actriz del país no era fácil negarle su pedido, así que no me quedó otra que sentarme a su lado en el sofá, a su izquierda. Tony estaba frente a nosotros, en uno de los cómodos sillones del fino juego de muebles del rancho. Su trago reposaba en la mesita frente a todos. Sentado cerca, hacia un lado, con su trago en mano, estaba un Puertoriqueño de cómo cuarenta años que Tony me presenta como funcionario de la CIA. Estaba de visita en Panamá. Tony lo había invitado a que lo acompañara a la fiesta.

          Con mi par de tragos y la buena charla con Anita, pronto me relajé, y me integré con buen ánimo al ambiente en el rancho. Tony, quien ya tenía los suyos encima, estaba de buen humor. En un intercambio de conversa con él, de los temas que cubrimos, dos son los únicos que recuerdo. El primero—que tal vez lo haga tema de cuento en otra ocasión—fue sobre la gestión militar de Noriega en Chiriquí, cuando fue ordenado por Omar que le resolviera el dolor de cabeza que le estaba causando el Tupac Amaru, comandante de la guerrilla que combatía a los notables «Pumas» de la Guardia Nacional. Tan efectivo era el pequeño comandante, que su fuerza de rebeldes, con tácticas de emboscadas letales y otras acciones de guerrilla, estaba causando una alarmante tasa de bajas mortales de jóvenes guardias panameños. 

          En un viaje de vacación que hice a Bambito a principios de los setenta, de boca de un ex guerrillero chiricano indígena, me enteré de detalles de ese episodio de nuestro país que corroboraban los contados por Noriega. Pero, como dije, eso es para contar en otra ocasión.

          El otro tema de que nos cuenta Noriega fue sobre las muestrecitas de perfume, cuando se entera de mi linaje Pretto colonense. Me relata que cuando era comandante en Colón se pegó tremenda enamorada de una muchacha, y que una noche, tarde, en que se pasó de tragos, fue a su casa. Ella vivía con sus padres. Para “endulzarla”, como obsequio para el foco de su capricho, se había llevado una buena cantidad de las botellitas de Ecusson en su bolsillo. Cuando llama a la pela’a desde afuera en el obscuro silencio de la noche, y ella no le responde, comenzó a lanzar las botellitas miniaturas de perfume una a una contra la ventana de la habitación de la joven. Muchas se quebraban, y según él, el ruido despertó a los padres de la tipa y se le formó tremendo lío. Terminó su cuento con una bien sentida risa.

          Mi tío Max había sido el portador del obsequio de muestrecitas de perfume que mi padre le había hecho al entonces Mayor Noriega. 

          Juro que es cierto este cuento.

 

Tal y como lo prometió Zoraida, a los minutos llamó: “Señor Pretto, su llamada está lista, hable por favor.”

          Después de los saludos protocolares, no quise decirle mucho a Jean, excepto de que no le quería dar detalles en ese momento a propósito, por lo serio del tema que debía ser tratado en persona, con todos presente.  Le pedí que me diera el beneficio de su duda cuando le aseguraba que era necesario que viajara lo más pronto pudiera. Le dije que se trataba, ante todo, del serio cuidado de sus intereses en Panamá, y que no me parecía recomendable que esperara hasta marzo del siguiente año para enterarse. “El tiempo apremia”, le urgí.

          Sabía que eso le iba a causar enredos al joven Francés, en especial en la manera que le afectaría tener que cambiar sus planes establecidos. Como su padre, Jean programaba su futuro hasta con meses de anticipación; de hecho, hasta un año, como lo era en el caso cuando visitaba sus negocios en México, Puerto Rico, Panamá y Venezuela, en ese orden, y siempre en un solo recorrido de no más de un mes de duración. Pero mi urgencia ni siquiera le ofrecía la alternativa de ponerse a reorganizar su plan de costumbre, iniciándolo esta vez en Panamá, en lugar de México.  La seriedad con que le manifesté la necesidad de que viniera ya, y no darle detalles, fue suficiente para convencerlo de que no le quedaba otra que desprenderse de su habitualidad. En dos días me dio su fecha de viaje. 

          Tenía dos semanas para pensar qué coño le iba decir…y cómo se lo diría. Y más importante aún, tenía que pensar en mí mismo, en mi propia seguridad económica, ante todo, y cómo asegurarla.  Pero nada se me ocurría, y era algo que tenía meses de estar dándole vueltas. Tenía de huevo a huevo que encontrar una solución para no quedar yo fuera de las empresas. Me aterraba la idea de quedar sin salario y, peor, sin saber dónde putas iba a conseguir empleo. Con apenas veinticuatro años, sin diploma universitario, con poca experiencia y escaso de referencias, no era historial para un buen currículo en busca de empleo.

          Y también estaba el vínculo especial y la íntima relación que yo tenía con las empresas, ambiente que conocía desde que era un pelaito.  Me sentía en casa en ellas. Era el único tipo de organización empresarial con que me podía relacionar. Desde pequeños, a mi hermano y a mi, nuestro padre nos familiarizaba con las actividades de la organización, haciéndonos aportar parte de nuestro tiempo de vacaciones para ayudar en la oficina o en los depósitos con la preparación de pedidos, mensajería u otra serie de oficios relacionados al negocio.

          Un día nos llamó el viejo para decirnos que fuéramos los dos a su casa. Quería hablarnos de algo importante, nos dice. Era mediados de julio de 1958. Roly y yo estábamos en tiempo de vacaciones de Cristobal High School en el sector zoneita de Colón. Mi hermano no se estaba llevando bien con Constancio, el nuevo marido Catalán de nuestra madre, y un día, tras una fuerte discusión violenta que sostuvo con Roly, mi hermano se fue de casa a vivir con el Viejo. Al ver que los problemas de su hijo con el Catalán podrían empeorar, Papá decide enviarlo a un internado militar cuando un buen amigo le dice que estaba haciendo la gestión de ingresar a su hijo mayor en la renombrada secundaria Virginia Military Institute. 

          Cuando el Viejo averigua los requisitos para también ingresar a Roly, le informan que no hay cupo disponible para el año que iniciaría en menos de dos meses. El viejo opta entonces por medio de telegramas averiguar si hay cupo en Georgia Military Academy (GMA), cerca de Atlanta, donde averiguó que otros padres en Panamá enviaban a sus hijos. Allí encuentra que puede registrar a Roly a tiempo para su quinto año de secundaria a principio de septiembre.

          Pero, entonces, de pronto, a Papá se le ocurre que, ya que haría el gasto para enviar a Roly, bien podría hacer otro para enviarme a mi también, para que “me desahuevara”, según me dijo Roly después. La idea de ser enviado a un internado me desagradaba. Pero yo obedecía a mi padre. Y no por temerle, sino por reverencia.

          En casa del viejo esa noche que nos llamó para hablarnos, le pide a Roly que lo lleve en su silla de ruedas a su escritorio de caoba que Santa le habia hecho. Una vez acomodado, nos indica que nos sentemos frente a él. Con cierta formalidad procede en contarnos que aun con las dificultades de su invalidez, él le metía duro al trabajo para poder ofrecernos un futuro seguro, y que ese futuro serían las empresas, si le dábamos el cuidado que ellas merecían y exigían. Nos dice además que no necesitábamos de educación universitaria para manejar las empresas, puesto que el mejor conocimiento de cómo manejar el negocio nos lo daría la experiencia misma de trabajar en él desde abajo, “from the bottom up”, nos dice. Y que la preparatoria militar de secundaria a que nos estaba enviando sería suficiente como base educadora ideal para ambos. Recibiríamos en GMA la disciplina y la estructura necesarias para el aprendizaje que nos serviría en nuestro aporte al crecimiento del negocio de la familia. 

          Y así, casi de un día para otro, por decisión unilateral de nuestro padre, nos veíamos en medias vacaciones preparándonos para ser enviados al colegio militar de internado de tres mil alumnos en el seno redkneck del sur de Estados Unidos de Norteamérica. Yo tenía apenas trece años. Era bastante delgado y medio que necio en el comer y tendía a ser enfermizo. Y estaba bastante pegado a mi madre adorada. Me espantaba la idea de ir al internado…y militar para colmo.  Mi condición de crónica tartamudez hacía más grave mi temor.

          Mamá, por su lado, en todo esto, nos enfatizaba que honráramos y agradeciéramos ese noble sacrificio personal y económico que estaba haciendo nuestro padre por nosotros. 

          No lo dudaba. A pesar del ambiguo, por no decir poco interés que siempre tuve por el comercio, había crecido convencido y resignado al hecho de que mi ruta de trabajo en la vida estaba predestinada hacia las compañías que asumía eran de mi padre, o al menos una buena parte de ellas. Resulta irónico que años después, cuando llegué de California con los cursos universitarios de administración de empresas bajo el brazo, fue que me enteré de que el viejo solo contaba con un veinte por ciento de las acciones de las sociedades. En el mundo de los negocios eso no controla nada en absoluto cuando el otro ochenta le pertenece a un grupo de interés común, como lo era la familia de Jean.

          Esa era la tenebrosa situación moral sobre la cual estaba parado ante la espera de la llegada de Jean. No le veía posibilidad de un desenlace favorable a mi permanencia en las empresas, y menos aún a la del viejo. Pero me la había jugado, porque se trataba del principio de la honestidad. Jean merecía conocer la verdad sobre la situación de la deuda de su socio minoritario en sus compañías, y cuál fue su razón por asumirla sin autorización.

          Antes de comunicarme con Jean, quise informarle al viejo de antemano que había decidido llamar a París, y que quería darle mis razones por hacerlo ya que los dos íbamos a ser afectados, y de manera que no podíamos predecir. Era muy probable que termináramos echados de las empresas, le dije. Sin embargo, si él no quería que hablara con Jean, que me explicara el porqué, pero que supiera que lo iba a hacer de todos modos, porque era lo moralmente correcto, pese las consecuencias.

          Aparte de informarle que estaba por llamar a París, necesitaba antes saber de boca de él cómo calificaría él su violación, pues violación era, véase como se viera. Me era difícil aceptar que él, ejemplo de rectitud y honestidad que siempre había sido para mí, haya sido capaz de violar la confianza del hijo de la persona que le había brindado apoyo y confianza cuando más la necesitaba. 

          “Yo sé,” le dije, “que nunca te hubieras permitido defraudar a Charles. Pero Jean lo va a ver cómo defalco”, le afirmo con tono de juicio. “Como si le robaste.”

Sus ojos se humedecieron. Mostraban el dolor profundo que le habían causado mis comentarios y el tono juzgador de mi reclamo. Me arrepentí haberle hablado así en el instante que noté su expresión, y sentí vergüenza y culpa por haberle sido tan insensible.  El dolor que le causó lo que dije era evidente; y verlo adelgazado, debilitado en su cama y vulnerable, mi arrogancia me hizo sentir como un estúpido cabrón.

          “Lo siento, Papá, perdóname, no quise ser tan duro contigo, de veras.”  Y con mis ojos a punto de lagrimar, le digo: “Es que me siento con miedo, viejo. Quiero que salgamos de esta vaina, pero no sé cómo…Solo sé que debemos ser honestos con Jean. Pero me ayudaría mucho saber cómo definir la naturaleza de tu falta…para tener un sentido de cómo defenderte.”

          Me mira con compasión de padre, como si le doliera ser causa de mi confusión y angustia, y que haría cualquier cosa por darme alivio. 

          “Yo, le llamaría abuso de autoridad, mijo,” me dice con voz baja y segura.

Su respuesta me sorprendió. Tuve que tomar unos momentos para evaluar el razonamiento de lo que implicaba lo que me había dicho, no solo en términos morales sino también en lo legal. …Y, claro, al pensarlo, Papá tenía toda la razón. Lo que tomó prestado fue contabilizado, todo, hasta el último centavo. La auditoría de Young & Young que solicité así lo comprobó. Y sí, había abusado de su autoridad, pero esa falta de buen juicio, esa violación de su función ejecutiva no era más que eso, una violación. Si por estar avergonzado y querer comprar tiempo para corregir su falta, no haya actualizado la contabilidad, eran fallas de su juicio, y tal vez algo de cobardía …pero no calificaría sus acciones como un grave delito legal en sí.

          Me sentó bien poder contar con ese orden de lógica para reconsiderar la moralidad de lo que había hecho el viejo. Cuando unos segundos antes pensé que la perdía del todo, sentí reanimada mi fortaleza interna. Enseguida se me desenredó la encrucijada de dudas en que me encontraba, y comencé a darle a los valores éticos y morales del caso otro nivel de consideración. Uno más justo.

          Después de unos segundos de silencio, le digo: “Bien. Estoy de acuerdo contigo, viejo. No es delito, ni defalco. Y no es tan gran vaina la vaina.” 

          Me le acerque para abrazarlo y los dos lloramos.

          Ya resuelto y con ánimos de confianza que no había sentido antes para permitirme encarar lo incierto, fue que llamé a Jean. Acordó viajar enseguida cómo le pedí lo hiciera. 

          Serían quince los días que iba a tener yo para pensar en una estrategia, en dar con alguna serie de medidas que asegurara mi permanencia en las compañías, y a la vez proteger al viejo de una posible represalia de parte de Jean que no fuese justa, o al menos obligara resistirla de mi parte y montarle defensa. Era lógico esperar que algún precio era de pagar el viejo por su imprudencia, pero yo aseguraría que fuese el que menos daño le hiciera. Papá ya estaba bastante sufrido. No más sal sobre su herida. Tampoco era como si mi padre hubiese cometido un pecado imperdonable.

          Pero, pese el nuevo vigor y aplomo que sentía para combatir la corriente de la incertidumbre que venía, la verdad era que yo no tenía idea de qué hacer, ni qué frente preparar. Tuve que recurrir a píldoras para dormir porque la mente la tenía trabajando tiempo extra a diario, sobre todo en el silencio de las noches, cobijado por el susurro del acondicionador de aire de nuestra habitación en el segundo piso de nuestra casita.

 

Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 8

1979-07b -- Tempera sobre papel

El día que me lleve el río – Tempera 1979

(para ver otros capítulos, seleccione este enlace: )

Capítulo — 8

¿Y ahora qué?

.
.

Cuando Santa se me acercó, me le pegué con un apretado abrazo y enseguida rompí en llanto. No lo había visto en años, y en ese momento mis emociones las tenía tupidas, en resguardo de la compostura protocolar que me tocaba representar. Pero apenas lo abracé, no pude contenerme y lloré en presencia de los que llegaban a Mount Hope para presenciar el entierro de mi viejo.

            Yo estaba parado sobre el poco mantenido camino de asfalto del cementerio, a poca distancia de la fosa recién cavada para la ceremonia de sepultura. El cortejo fúnebre, con el ataúd en su interior, esperaba la llegada del cura. A medida que iban llegando los autos, se estacionaban en fila, quedando parte de los vehículos sobre los angostos hombros de la vía. La línea se alargó con rapidez, y fue dividiéndose por las tangentes del camino que corrían por la arbolada loma poblada de lápidas de muchos conocidos. Mount Hope era el único jardín de descanso para los que morían en  nuestra pequeña ciudad.

            Cuando niño, de vez en cuando visitaba el cementerio en bicicleta con mi gran amigo Eugene para dar paseos por sus lomas y surtido de caminos. En ocasiones comprábamos hamburguesas y sodas en el KC de Margarita para comer en la solitaria belleza del lugar.  Pero ese viernes 25 de abril estaba allí, con veinticuatro años, en función de ser el responsable del entierro de los restos de mi padre. 

            Por suerte, mi tío Max se había encargado de todos los arreglos y logística fúnebre, lo que al menos me permitía concentrarme en el protocolo. A medida que llegaba la gente, muchos se me acercaban para ofrecerme sus condolencias. La procesión de gente parecía interminable. Max me puso al tanto del atraso del cura, debido al congestionado tráfico camino al entierro. “Me acaban de informar que de la catedral todavía sigue saliendo gente,” me dice con asombro. “Y que por toda la Amador Guerrero los carros no paran de venir.”

            Si hubiera estado Roly—el primogénito—seguro sería él a quién principalmente se dirigiría la gente. Pero mi hermano estaba en exilio. Los militares le habían negado entrada a su país para asistir al entierro de su padre, y yo, el único otro hijo, era a quién los dignatarios, amigos y demás extendían sus saludos y condolencias. Yo comprendía muy bien por qué. Pero hubiera preferido que fuera mi hermano a quién se las dieran. Roly era quién merecía ser el foco de tanta atención y formalidades que serían mejor correspondidas por él. 

            También hubiera querido tener a Mamá allí. Aunque dieciséis años divorciada de David, habían quedado de amigos, e igual que a Roly, de estar ella allí, hubiese sido a quien la gente dirigiría muchos de sus pésames. Le hubiera tocado buena parte de las tantas cortesías que en esos momentos yo prefería no tener que recibir ni dispensar. Pero ella también estaba fuera del país, y no pudo, o no quiso, venir. 

            Sin poder contar con ninguno de los dos, no me quedó otra que disimular el enredo que cargaba en mi interior. No sabía hasta cuándo resistiría mantenerlo tapado. Con la sorpresa que me dio el gentío que vi en la catedral y lo que me reportó Max sobre la cantidad de público que estaba arrastrando el viejo al cementerio, mi compostura protocolar estaba a punto de descarrilarse. Ver y abrazar a Santa liberó la presión que había acumulado desde la noche que falleció mi padre. 

Al terminar la misa fue cuando mi estado de ánimo sufrió su primer resbalón.  Me había parado para ir a dirigir el cortejo fúnebre hacia el cementerio. Pero me detuvieron unos minutos algunos que en ese momento se acercaron para extenderme condolencias. Algunos reclamaron por qué no había exhibido el cuerpo de Papá, y les dije que cuando en vida me había pedido no hacerlo. En realidad, la decisión la había tomado yo. No se los dije, pero yo había decidido no permitir que vieran a mi padre en su ataúd, para que no fuera esa imagen el último triste recuerdo que se llevarían de él.

            Durante toda la misa, sentado en la primera banca a la izquierda, no había mirado hacia atrás. Fue solo cuando me paré para tomar el pasillo del centro que daba hacia la entrada principal de la iglesia, que me percaté de la densidad del gentío que había adentro. La gran mayoría era gente de pueblo. Y cuando salgo del recinto veo que había más, en la cera y en la calle, en todo el alrededor de la catedral. Ver de repente tanta gente humilde presente para despedir al viejo acabó con la compostura mental que hasta ese momento había mantenido y con la cual había podido dispensar las formalidades que se esperaban de mí. Pero en el instante en que vi la multitud, sentí fracturarse la percepción de muchos años que sostuve de la persona que suponía era mi padre.  A este personaje, reflejado en la inesperada impresión que me causó la cantidad de gente que vino a darle un último adiós, no lo conocía.

            ¿Quién fue esta persona? me pregunté, una y otra vez. No comprendía por qué me había afectado tanto ver la catedral y ahora Mount Hope repletos de gente y dignatarios que vinieron a despedir a mi padre. Me hizo recordar cuando la multitud colonense recibió a Arnulfo en su caravana de campaña por la Amador Guerrero en 1964.  Pero el carácter del gentío que vino a despedir a Papá era diferente. No había júbilo, sino un solemne y silencioso murmullo comunal. El constante acercar de personas a ofrecer sus saludos y sentimientos, no me permitía reflexionar con tranquilidad sobre la manera que me estaba afectando lo que presenciaba. Se me comenzó a sentir más difícil mantener la fachada protocolar.  El encuentro con Santa destapó la olla de presión. 

Negro costeño de Costa Arriba, Santa era de mediana estatura, y musculatura gruesa y firme, y calvo de corona completa y de alto brillo, con el alrededor de la cabeza cortado bajito, casi rasurado. En su nuca tenía una notable protuberancia cervical que me llamó mucho la atención cuándo lo conocí, pero nunca me atreví preguntarle al respecto. Yo era un pelao de diez u once años cuando Santa y yo cruzamos caminos poco después de que él y Papá se conocieron.

            Habiendo superado lo peor de su divorcio con mi madre, el viejo gozaba de estabilidad económica cuando se enamoró de Bolivia, una guapa y sensual panameña de tamaño large que trabajaba para él. Papá, caído, le propone matrimonio y ella acepta, e ilusionado, se mete de lleno en querer remodelar su apartamento para darle a su futura esposa un cómodo y elegante hogar en el que hacer nueva vida juntos. Decide equipar el apartamento de nuevos muebles, hechos todos de caoba que se supliría de la fina madera que desde sus fincas en Darién extraía “Tututs”, su hermano Abraham, político notable quién llegó a ser Diputado, y en el futuro presidente de la Asamblea Nacional y Ministro de Trabajo y Bienestar Social.

            Para el trabajo extrafino de carpintería que exigiría Papá—todo hecho a mano y a la medida, con el mínimo uso de clavos y tornillos—contrató al mejor carpintero que trabajaba para Abraham en su espaciosa galera industrial en la capital. Papá se hace cargo del salario de Santa y lo remunera con pago adicional, incluyendo el costo del alquiler de un apartamento en Colón donde podía quedarse durante las semanas. Así podría trabajar a diario en la remodelación.

            El viejo designa como taller la segunda habitación de su apartamento, la que había sido de Roly y mía cuando vivíamos con él y Mamá.  La carpintería me encantaba y tenía varios años practicándola como afición de chiquillo. En tres ocasiones, como regalo de Navidad, recibí un juego de carpintería ordenado del catálogo de Sears. Cada juego había sido más fino y completo que el anterior. El último, el que tuve cuando conocí a Santa, lo adoraba. Las dos puertas de su caja metálica se abrían de par en par para exhibir su surtido de herramientas claves.  En casa tenía el juego montado en la pared y lo usaba con regularidad para hacer cualquier clase de vainas y tablillas para la casa cuando Mamá me las pedía.

            Los primeros trabajos de Santa los estudiaba de cerca cuando me tocaban las noches de ir a ayudar a acostar a Papá. El viejo me enseñaba lo que había adelantado el fino ebanista, y la manera que estaba llevando a cabo la calidad de trabajo que él exigía. También me gustaba estudiar los bosquejos de diseño que trazaba Santa basándose en las ideas del viejo.

            Yo estaba fascinado con la calidad del acabado de los trabajos del maestro artesano y quería verlo trabajar. En mi próximo turno para ir donde el viejo, fui temprano, a tiempo para cuando llegara de su trabajo. Santa y él tenían como costumbre repasar el progreso de la carpintería del día mientras se metían shots de ginebra o bebían cerveza HB, servidas en las jarras de plata que Papá mantenía en el congelador para enfriar la cerveza al máximo.  En ocasiones el viejo me dejaba beber HB en una de sus jarras congeladas. También a veces probaba de la ginebra. Ese día disfruté mucho el intercambio que tuvieron de ideas y conceptos de carpintería que yo no tenía idea que existían.

            Conocer a Santa fue como dar con un gentil tío. Su mirada era tierna y su trato amable y atento y considerado. Mi tartamudez no me preocupaba cuando le hablaba. Él no le hacia caso. La atención que me demostraba era auténtica. El día que lo conocí me dio una muestra de la delicadeza con que trabajaba la caoba y quedé asombrado. Me gustaba verlo trabajar y también aprender de él. Sus instrucciones eran firmes, pero acertadas, y me motivaban a seguirlas. Cuando salía de la escuela en las tardes, no todas, pero si con frecuencia, iba directo a la casa de Papá a conocer más de los secretos del maestro.

Santa demoró casi un año elaborando la serie de muebles, armados con gran ingenio, todos construidos y terminados con exquisita perfección: un ropero grande esquinado con puertas corredizas que en su abrir y cerrar curvaban la esquina en ambas direcciones sin el uso de riel metálico ni rodillos; las gavetas sin tiradores visibles, que se deslizaban sin necesidad de rieles con un tenue empujar o jalar de dedo; un bar con vitrina detrás; mesa de comedor con su aparador; mesita de sala; largas vitrinas en su oficina para libros y para exhibir esculturas y artesanía importada de Francia; un armario empotrado donde guardar la fina vajilla y cristalería comprada en el Bazar Francés del Señor Palomeras; y, por último, un gran escritorio ovalado cuyo sobre había sido forjado de una sola pieza de “bamba”.  La bamba, me explicó Papá, son las gruesas extensiones en la base del árbol de caoba que le sirven como “caderas” de soporte para las grandes raíces que lo anclan con firmeza al suelo.

            Con admirable paciencia Santa me instruía sobre las virtudes de su fino trabajo de carpintería. Una en particular la enfatizaba como requisito indispensable para asegurar la calidad buscada en el acabado: el minucioso y cuidadoso afilado de las herramientas, requerido para que rindieran su mejor función. También me educó en el arte de darle el debido mantenimiento a las herramientas y cómo nos corresponden cuando son cuidadas con esmero. Nunca he olvidado a Santa, ni lo afortunado que fui con su llegar a mi vida.

            Fue por lo que significaban mis recuerdos de este excepcional carpintero costeño, que me conmoví al verlo y no pude otra cosa que abrazarlo y echarme a llorar.

            Después del entierro, a casa fueron mis tíos, amigos y algunos otros que quisieron expresarme sus últimas condolencias. Judy, quién como Max me había acompañado durante el sepelio, tenía preparados aperitivos para los que llegaran. Por suerte, hacía calor en nuestra pequeña sala y comedor, y no se quedaron mucho tiempo. Cuando partieron y quedamos solos Judy y yo con Charissa fue que, al fin, pude tomar el largo aliento que necesitaba. Tenía muchísimo en que pensar. Mucho había cambiado en todo sentido en la situación de las compañías, sobre todo desde que hablé con Jean por teléfono cuando lo llamé a París el año anterior después del golpe militar. Pero esa noche, la única y resonante verdad que merecía y exigía mi atención en ese momento de mi vida era de que ya, David, mi padre, mi viejo, Papá, había partido para siempre, sin yo conocerlo de verás como el hombre que fue en realidad.

            ¿Y ahora qué? me pregunté.    

Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 7

Ejercicio en blanco-1983-TEMPERA.jpg
Ejercicio en blanco – 1983
(para ver capítulos anteriores, seleccione este enlace: )

Capítulo — 7

Contra viento y destino

.
.

Así se lo anunciaron a Colón los diarios el martes 11 de junio de 1946:

Sufrió un accidente joven David Pretto

COLON, Junio 11 (ELR) – Con dos heridas con arma de fuego se encuentra en el Hospital Amador Guerrero el conocido joven comerciante y deportista David Pretto, quien fue víctima de un accidente de cacería el domingo […]”

Encuéntrase grave don David Pretto que sufrió accidente

Se encuentra recluido en el Hospital Gorgas, en estado muy grave, a consecuencia de heridas de escopeta que sufrió durante un accidente de cacería el domingo pasado, el señor David Pretto S., residente en la ciudad de Colón, donde es ampliamente conocido […]”

Hunting Accident Victim In Gorgas

David Pretto, 31-year old Panamanian resident of Colon was on the “serious” list today at Gorgas Hospital where he was brought Monday for observation of gun wounds received Sunday on a hunting party […]”

—O—

Mi madre recibió la noticia temprano en la tarde el domingo, cuando asistía el bautizo de Judy en la catedral. El accidente tenía medio día de haber ocurrido. Mamá nos había dejado a Roly y a mí en casa. El tenía cuatro años, yo uno y medio, nuestra madre treinta. La noticia corrió como el viento por la ciudad.

            Papá había ido a pasar el fin de semana con Matías y Alonso en la finca de Miguel cerca de Escobal, poblado del Lago Gatún que en esos tiempos se llegaba solo en lancha…o a pie. A los cuatro les encantaba la cacería. La de patos la hacían lago adentro en canoas cuando era temporada de migración de las aves. 

            Pero ese fin de semana es el venado lo que los lleva al bosque selvático del área.

La caza de ciervo de monte requiere en gran parte de la paciencia de tener que esperar y pasar ratos oculto, en quietud y silencio. En el sereno de esa noche nubosa sin luna, a David se le presenta un venado a cierta distancia y asume que él solo lo ha visto. Con su vista del animal un tanto obstaculizada, le es difícil determinar su tamaño y sexo. La determinación es necesaria. 

            Para asegurarse y darse mejor ángulo de tiro se mueve de su lugar—donde debiera permanecer por precaución. Miguel también ha visto al ciervo y lo considera apto para matar. Pero no sabe que David se ha movido de su lugar. Alumbra al ciervo con su linterna…y dispara. No se da cuenta que al otro lado del animal, en la línea de fuego, estaba parado su amigo a punto de disparar.

            Cuando Miguel y los otros se acercan para ver la caza, notan la ausencia de David. Lo llaman. Al no haber respuesta enseguida, Miguel se dirige detrás del árbol donde debió estar David, y no lo ve. Seguros de que algo malo le ha pasado buscan nerviosos los tres con sus linternas entre la maleza cercana. 

            A pocos metros lo encuentran, tendido sobre el suelo del bosque. David sangraba por el lado derecho frontal de su cabeza y por el antebrazo izquierdo.

            Al darse cuenta de la desgraciada consecuencia de su disparo, Miguel casi enloquece. “¡LO MATÉ! ¡HE MATADO A DAVID!” aullaba con desconsuelo. Sus gritos de angustia acaban con la tranquilidad de la noche y alteran el coro de los ruidos en la selva.

            El grueso del disparo de Miguel lo recibió el venado, pero de los perdigones que no dieron al blanco, dos encuentran a Papá, y es uno el que le impone el nuevo destino a su vida.  Le da en la sien derecha, perfora el cráneo y penetra al cerebro.

 

Cuando niños, Papá nos tomaba el dedo índice y nos hacía sentir la perforación de media pulgada de diámetro que le causó el fatal balín en su sien. Yo siempre sentía la experiencia de tocarlo como si fuese la primera. No recuerdo los detalles de las veces que durante mi niñez le toqué el cráneo al viejo para sentirle su herida. Pero, lo que recordaba cada vez, a partir de la primera, era la clara sensación de haberla tocado antes.

 

Socorrer a Papá y sacarlo cargado del bosque de noche fue demorado. Cuando al fin regresan sus amigos con el a la finca de Miguel, tuvo que ser llevado en canoa y remado a obscuras a Escobal; de allí lago abierto en lanchita a Gatún donde encuentran teléfono para pedir ambulancia de la Zona y correrlo hasta Colón a la sala de Emergencias del Amador Guerrero. Ya había amanecido.

            Su buena condición física de deportista favorecía al joven David, pero cada minuto sin la debida atención médica su situación empeoraba. La creciente presión causada por inflamación y el cúmulo de sangre en lo interno de la cabeza, más el trauma causado por el impacto del perdigón, comenzaron a causar daños adicionales al tejido cerebral. Había peligro de infección. En el Amador Guerrero los médicos recomiendan que fuese transferido enseguida al Hospital Gorgas, al otro lado del istmo, a casi dos horas de distancia. David ya había entrado en coma. Solo el afamado centro médico contaba con los recursos para intentar salvarlo.

            “Fui y regresé”, le dice David a su joven esposa cuando emerge de diez días de sumersión en el tormento moribundo de su inconsciencia. El no recordaría habérselo dicho, pero a Mamá nunca se le olvidó las primeras palabras que pronunció su esposo cuando escapa del enclaustro de su coma.

            Lo que se le interpuso en el camino a Papá ese domingo llegó, como siempre en estos casos, en mal momento. Los grados de disturbios que causan sucesos como ese en la vida de a quienes les suceden varían, pero todos obligan cambio drástico de destino. En el caso de Papá, el infortunio que su accidente le impuso al suyo, no solo fue brusco, sino contundente. El daño a su cerebro, agravado por la demora en llegar a atención médica de emergencia, le causó la pérdida del uso de su brazo derecho y sus dos piernas. De allí en adelante la silla de ruedas sería parte inseparable de su vida.

David apenas tenía un año de haber montado su pequeño local de negocio en la planta baja del edificio Toledano, en Calle 7 y Bolívar. Afuera, cerca de la entrada, había montado un fino letrero de vidrio/espejo de casi un metro de largo que en letras brillantes decía:

D. PRETTO STEVENSON

Comisiones y Representaciones

            El joven Pretto confiaba en que conquistaría el futuro que deseaba. Había recién terminado la segunda guerra mundial. Colón disfrutaba del auge económico que cosechó del conflicto.  Durante años la ciudad fue inundada de soldados estadounidenses con tiempo libre y dinero para gastar entre periodos de entrenamientos en sus bases militares en la Zona del Canal. Eran tiempos para ser aprovechados por jóvenes comerciantes con ambición. Igual que Henríquez, Motta, Townsend, Salas, Von Tress, González, Bazán, y otros, para David la entrega al fuerte trabajo era requisito primordial para obtener el éxito comerciando. Había que meterle de lleno el hombro al sueño para surgir y superarse mediante el esfuerzo propio y el uso hábil de la inteligencia, todo para sacarle partida al prometedor tiempo en que vivían.

            Mi padre contaba con la preparación para realizar sus planes. Era bueno con los números. Había trabajado en banco y para la Coca-Cola Bottling Company. Como joven y distinguido auditor viajó por Centro y Sudamérica y el Caribe donde preparaba estudios de factibilidad para los planes de expansión de la embotelladora en la región. David hablaba perfecto inglés—y le gustaba demostrar que lo hablaba bien.

            También tenía la pinta de latino guapo y presencia carismática. Mi madre decía que se parecía al actor Gilbert Roland, y que cuando estaba en la playa o piscina con cuerpo exhibido, lucía como un Tarzán.

            Y también era ambicioso.

            Pero ese domingo, en un fatal cerrar y abrir de ojos, se desmorona el optimismo de la ambición con que se había armado David Pretto para adueñarse de su futuro. Con el daño de su accidente le caería encima también el aplastante peso de inseguridad que desmorona los pilares de su confianza y le obscurece el porvenir que había soñado y tanto deseado.

            El camino de su recuperación y rehabilitación—sin saber con cuánta capacidad ambulatoria y cognitiva terminaría conservando—le fue largo, arduo y doloroso. Y le tocaría a Mamá el grueso del aporte de apoyo físico y emocional necesario para que, en los momentos depresivos mas bajos de su ahora paralítico marido, lo ayudara a encontrar razón para perseverar.

            Para Ligia en particular, la tarea le sería muy pesada. Siente lo que les ha sucedido como otro desafortunado descarrilado de su deseo de que, ante tantas malas jugadas de su destino, por fin le tocara su justa medida de dicha. Estaba ilusionada con formar hogar con David, y después de perder dos embarazos, se cuida con obsesión para no volver a “fallar”, y nace su atesorado Roly. Yo seguí tres años después con otro aborto por medio. “Parirte no fue problema alguno,” me contaba siempre la vieja, “Saliste como una pepita de guaba. Contigo trabajaba y hacía esfuerzos sin preocuparme y comía de todo, feliz.”

            El estado de su añorada felicidad no le duró. El accidente de David no solo le roba a Mamá la ilusión de verse feliz, al fin, realizando su sueño de ser madre y de tener un hogar estable y completo que brindarle a su familia. También le hurta su razón para despojarse del persistente temor de ser destinada a volver a sufrir infortunios como los de su niñez.

            Ligia había sido reina de carnaval de Colón, era de espíritu festivo, y todos en Colón la conocían así. Y así era…pero también cargaba en su interior el temor desde niña de ser perseguida por la sombra de creer que había sido condenada a una vida de sufrimiento.

            De niña, un día haciendo rezos con vela encendida, toma fuego su traje largo de hilo que vestía y sufre quemaduras en todo un costado de su torso que la dejan dé por vida con cicatrices que se obsesiona por ocultar. A los tres años pierde a su padre, Sebastián, quien enferma y muere siendo abogado de la United Fruit Company en Bocas del Toro, donde había nacido Ligia.

            Un tiempo después, su madre Ludovina viaja a Alemania para comenzar nueva vida, y alejada del rumorar provinciano.  Anita, la mayor de sus hijas, había tenido mellizos nacidos de una relación con un hombre casado de la sociedad Costarrisense. Pero en Alemania Anita pasaba gran parte de su tiempo en el extranjero, realizando trabajos de teatro y de canto. Es a Ligia a quién le recae mucho del cuidado de los hijitos de su hermana, sobre todo cuando su madre es afectada por problemas respiratorios. Su condición es de seriedad, y los médicos le recomiendan que se traslade a otro clima. 

            Lo encuentra en Italia, en Florencia. Pero Ludovina no logra a tiempo el saneamiento esperado…y, tras una lucha de muchos meses, fallece. Ligia tenía apenas ocho años.

            Huérfana de padre, y ahora de madre, Mamá queda bajo el cuidado de su hermano, Carlos.  Estudiado de Derecho en Cambridge e interesado en la política, Carlos era atraído más por la pintura y la poesía. Vivía en Colón, arrimado a una mujer con hija.  Ligia nos contaba de cómo Mercedes Elisa la recargaba de oficios de aseo, de cocina, de lavado de ropa y otros quehaceres como si fuese una cenicienta en esclavitud.  En cambio, la hija era casi siempre exonerada de trabajo.

            Cuando conoce, se enamora y se casa con su “Gilbert Roland” y muy trabajador “Tarzán”, Mamá se siente por fin capaz de borrar la impresión de sus infortunados antecedentes. Aunque David le resulta difícil de lidiar por tener tendencias machistas y mal genio, Ligia no es de las que se deja dominar. Con ciertos tropiezos, y poco a poco, los dos van logrando la armonía conyugal necesaria para asegurar el matrimonio y mantener el hogar que juntos estaban formando.

            Con el llegar de Roly y mío a sus vidas, las prioridades de nuestros padres encajan en su justo lugar. Ligia enfoca la mayoría de su atención en crearnos un hogar amoroso. Y con firme propósito asiste a David como mano derecha en su nuevo negocio. La esposa y madre se faja ayudando en todos los aspectos de la pequeña empresa, hasta en el abrir y empaque de cajas de mercancía y la preparación de embarques marítimos y despachos de pedidos. Pero el norte de sus deseos y sueño prioritario es el querer, en su más hondo, poder dedicarse por entero a la crianza de sus hijos, pero estando ella presente en casa.

            Y entonces, de la nada, les golpea el accidente del 9 de junio.

 

La recuperación de David tomaría meses. Sin fuente regular de ingresos en que contar y con el incipiente negocio entorpecido por las circunstancias, Ligia se pegó al remo, obligada a resolver la manera de cómo sobrevivir la tormenta.

            Devota católica, prepara su altarcito de santos y velas sobre su cómoda y hace sus mandas y encomienda sus rezos a que la sostengan y protejan durante la nueva lucha que les espera. Su meta: lograr que David cuente con la condición física y la fortaleza mental necesaria para reducir hasta donde pueda las limitaciones que le impuso el accidente.  Convencida de que la corriente de infortunios de su juventud la ha vuelto a visitar, Ligia lo toma como una prueba que se le presenta de su fe, y no vacila en hacerle frente. Ella sabe que lo que debe hacer, ante todo, es no dejar de proveerle aliento a su marido para que vuelva lo más pronto posible a su trabajo sin que se lo impidiera la vida como paralítico. Jura de que una vez se recupere lo suficiente su marido, el padre de sus dos adoradas criaturas, lo llevaría al trabajo y lo traería de vuelta a casa todos los días, sin falta, hasta que se le fuera cualquier temor a David de que ya no podría realizarse como el hombre completo que había sido. Ella lo empujaría lo que fuese requerido para desarrollarle deseos de ir al trabajo y retomar el pilotaje de su destino.

            En búsqueda de críticos ingresos para el sostén de su familia, Mamá traga el orgullo necesario, y prepara y promueve rifas de las pocas prendas y otras pertenencias de valor que tenía. Pide prestado a amistades, y enlista la ayuda de su suegra en el cocinar diario; hace uso de cuñadas y amigas para que le presten ayuda cuando asistencia adicional en el cuidado de sus niños en algún momento se le hace indispensable; y se aprovecha de su conocida habilidad para la costura y corre la voz entre amistades de que ofrece sus servicios para cualquier tipo de trabajo como costurera. David por su lado, se consagra a la tarea de su terapia para restablecer su condición física lo más que pueda. Con la ayuda de una amiga, Mamá procura mantener abierto el naciente negocio de su marido.

            Y ahí se las van viendo Ligia y David. El manejo del estado emocional y psicológico de cada uno pone a prueba su capacidad de pareja para hacerle frente a las dificultades que les viene por delante. Pero poco a poco van avanzando en su progreso, hasta que los tácitos resultados de mejoría que logran van demostrando que han superado lo peor del accidente. De daños a sus facultades mentales—de las que dependen su inteligencia y raciocinio y su memoria—David resulta ileso. En cuanto a su estado físico, quedan sabiendo al menos lo que les espera y cómo prepararse para ello.  

 

La incapacitación ambulatoria de sus piernas y brazo derecho obligan a David a hacerse zurdo y a depender de la silla de ruedas para su movilización, y en alguien que se la movilice. También requerirá de ayuda para acostarse y pararse de la cama, para ir al baño, para bañarse, prepararse comida, y una multitud de funciones cotidianas que en la normalidad damos por hecho ejercer con autonomía. Por último, la recuperación de David, hasta dónde le fue posible llevarla, resultaría suficiente para que pudiera regresar al trabajo. Con el apoyo y la asistencia a que mamá se había empeñado, D. Pretto Stevenson, poco a poco, fue volviendo a tomar control de las riendas de su vida de empresario…pero ahora como paralítico.

            Regresar a la normalidad ideal, dadas las circunstancias, realmente no le era posible a la pareja. El desarrollo del negocio sería para ellos una tarea mucho más difícil que lo sería para otros. Progreso en cualquier medida les vendría lento, a veces sintiéndose con agonizante demora y muy pesada la carga.  A más de un año de haberlo reabierto, el negocio aun no rendía ingresos suficientes para cubrir gastos y dejar algo de sobra para la manutención básica de la familia, para contratar ayuda doméstica para el hogar y mucho menos para el pago de las deudas adquiridas.

            Con los vientos que parecían ir todavía en su contra, Ligia enciende sus velas y no deja de rezar.

Una tarde de verano, con ramas a lo alto de palmeras y árboles mecidas por las brisas de la bahía, los visita en la oficina un comerciante francés de tez bien blanca, y de baja estatura y figura sencilla. Vestía de saco y corbata y espejuelos de aro metálico fuerte que distinguen su estado foráneo.  A pie llegó a la oficina desde el Hotel Washington en la calle primera, donde se hospedaba. Era parisino, y había llegado desde París, en donde vivía. Le interesaba la plaza comercial panameña y la de la región del Caribe y Centroamericana para establecer un negocio de importación y exportación de perfumería francesa con base en Panamá. La idea era abastecer desde el istmo los almacenes de la región que suplían la demanda de turistas para la perfumería fina francesa. Charles necesitaba a alguien que registrara y montara y se encargara del negocio. Le habían recomendado que hablara con mi padre.

            Aunque de cuerpo tendiente a lo grueso, lucía modesto en tamaño y apariencia. Charles era de temple como el aro de sus lentes. En su pais había sobrevivido los horrores de la guerra y la ocupación Nazi. Como David y Ligia, estaba tratando de construirle a su familia un nuevo futuro sobre escombros de tragedia. Charles manejaba bien el español y un poquito de inglés. Le fue fácil charlar con Papá y enseguida se cayeron bien. La invalidez de David no fue impedimento alguno para el visitante francés. No tardaron en llegar a un acuerdo de asociamiento.

            Charles fue venerado por mis padres. Les resulta una verdadera salvación, la respuesta ideal para las plegarias de mi madre, quien por ello se aferra a sus santos con aun más fe y devoción. Charles les ofrece asumir todo el financiamiento que requeriría la nueva empresa, lo que incluye embarcar a crédito desde Le Havre los pedidos de perfumería que le hiciera David para el negocio. Acuerda también hacerse cargo de las deudas del negocio de Comisiones y Representaciones de mi padre para que fuese cerrado dignamente. Papá no quedaría como socio de la nueva compañía, pero sería gerente-director con un cómodo salario mensual, más un porcentaje de participación en las ganancias netas de la empresa.

            El viejo y Mamá quedan muy agradecidos con la generosidad de la oferta de Charles y se comprometen a dar lo mejor de sí para que la nueva empresa, Atlántida, S.A. tenga éxito. Papá se siente al fin en condición para una prometedora recuperación.

            A Ligia no le es asignado pago económico alguno, pero ella seguiría metiéndole el hombro al negocio, como pilar de sostén esencial para el camino de regreso a la normalidad, al menos la que les tocaba. No exigiría la remuneración de dinero que merecía. Por ahora se conformaría con el hecho de que su familia—a dios gracias diría ella persignándose—contaría con la estabilidad necesaria para disfrutar serenidad, al fin, bajo un clima de nuevo optimismo y no de desdicha.

            Atlántida, S.A. trae consigo un notable mejoramiento de condiciones comerciales evidenciados en la estable productividad que pronto encuentra. David y Ligia logran una estrecha reintegración al acostumbrado orden social de Colón y sus normas de pueblo chico. Los cuentos entre sus conciudadanos sobre el accidente, al pasar el tiempo, toman su lugar entre los anales verbales de la gente sobre casos sobresalientes de personalidades de la ciudad. Crónicas del accidentado David Pretto, el de la perfumería, serían relatadas en privado a través de los años en hogares de la comunidad Colonense.

 

Memoria de mi viejo que no fuera en silla de ruedas no tengo ninguna. Mi crecimiento fue uno acostumbrado a su invalidez; poco la notaba y rara la vez me molestaba. Un poco sí, cuando en público era ayudado a entrar o a salir del auto y niños se le quedaban mirando de cerca. En el caso de Roly, era diferente. De cuatro años y medio cuando ocurre el accidente, resentía la  repentina incapacitación de su padre. Se había acostumbrado a la relación ideal de primogénito que disfrutaba con su viril y físicamente divertido Tarzán de Papá, quién lo llevaba a todos lados en toda clase de aventuras. La abrupta falta de ese modelo de padre le sería causa durante su vida de ciertos dilemas emocionales que no podía—o no sabía—cómo reconciliar.

            Pero en general las cosas parecían andarle bien a la familia de Ligia y David, al menos su tinte exterior era el de una familia feliz…Hasta que los años de serios problemas conyugales que afectan a la pareja en lo privado hierven lo suficiente para darles causa de divorcio.

            Yo tenía ocho años y Roly once cuando mamá nos muda de nuestro apartamento en la planta baja del edificio de dos pisos en Calle 8 cerca de la Avenida Santa Isabel. Yo no entendía de fondo lo que estaba pasando, por qué nos estábamos yendo. Recuerdo el espíritu de aventura que sentía encaramado sobre los muebles y cajas de cartón con ropa y demás que cargaba el camión de mudanza cuando arranca.

            Los rumores abundaron en Colón. ¿Qué habrá sucedido con la pareja? ¿Cómo es que Ligia se permite, se atreve a dejar a su marido inválido? El murmurado de la gente corrió rápido por la comunidad, y el bochincheo resultante parió múltiples versiones de lo que había sucedido, cada una con aderezos propios de especulación imaginativa típica de pueblo chico.

            A mí, Papá nunca me dio explicaciones, y no sé si fue igual con Roly. Solo una noche, cuando lo ayudaba a prepararse para la cama, fue que me intimó lo difícil que le fue el día en que el camión nos mudó.

            Mi hermano y yo nos turnábamos la tarea de ir temprano cada noche a casa de Papá y ayudarlo a prepararse para la cama, aunque, con esfuerzo, él lo hacía por su cuenta. Pero fue Mamá la que nos impuso la obligación de turnarnos para que le prestáramos ayuda. De esa manera tendríamos ocasión de pasar tiempo valioso con nuestro padre. Acertó en todo sentido. 

            Parte del ritual de cada noche de Papá consistía en afeitarse para no tener que hacerlo en la mañana cuando iba al trabajo. Durante un turno mío, no recuerdo qué estábamos conversando sobre el tema, pero, frente al aguamanil mientras se afeitaba con esas navajas antiguas, hablándome a través del espejo frente a él, me confiesa cuando en esa misma posición contempló cortarse las venas el día que partimos de casa.

            Nunca más tocó el tema. Ni yo.

            Mamá fue más explicativa. “Llegamos a un punto en que había muchos insultos entre los dos,” nos contó. “Ya era un infierno muy doloroso. Todo lo que habíamos logrado perdió cualquier encanto que le quedaba. Era como escupir sangre en bacinilla de oro.”

            Nunca me olvidaría del refrán.

            Con los años comprendí mejor donde habían fallado los dos. También pude entender por qué Mamá había dejado al viejo, aun queriéndolo mucho. En una conversación que tuvimos, ya en mi madurez, me confesó haberse arrepentido en dejarlo. Ligia acarreaba su propia cuota de problemas internos que chocaban de frente con el mal genio, y también las inseguridades de su marido.

            Pero Ligia, la trabajadora y luchadora de siempre, se fajó de nuevo como una amazona con dos trabajos, el segundo de cajera en la Lotería los domingos. Con su esfuerzo nos asegura el sustento lo suficiente para darnos a Roly y a mi techo, comida y la singular calidad de amor que nunca olvidaríamos. Ligia se casa de nuevo y le nace, al fin, su adorada Sylvana, la hija que siempre deseó y que le llega tras otro atemorizante par de abortos. Por otro orden de problemas conyugales, del padre de su hija también se divorcia.

            A mi viejo le siguió yendo bien en el negocio, y en su vida. Después de unos años Charles le ofrece participación directa en la empresa y lo convierte en socio, ofreciéndole el 20% de las acciones de dos nuevas compañías que reemplazarían a Atlántida, S.A.. Suplidora General, S.A. serviría solo el mercado doméstico panameño. Distribuidora de Productos Franceses, S.A. operaría dentro de la nueva Zona Libre de Colón y abastecería el mercado internacional de la región centroamericana y del Caribe.

            A Roly y a mí Papá nos envía a un colegio privado de preparatoria militar en el estado de Georgia de Estados Unidos, y asegura que no nos falte nada. Y a pesar de la silla de ruedas, robusto, guapo y exitoso, no deja de disfrutar del afecto de mujer. Tuvo un par de serios amoríos, uno en el que estuvo a punto de casarse.

            Con su hermano Abraham habiendo logrado relieve nacional como diputado por la provincia del Darién, y él mismo como presidente de la convención de los panameñistas del 64, David decide tirarse al tinglado corriendo para diputado por Colón, y gana con gran popularidad. Decide, por el bien del partido, darle paso primero a la curul de un colega arnulfista, pero no logra después asegurar la suya. Pero queda con una destacada consideración en los círculos políticos de la provincia.

            Todo parecía andarle sobre rieles a Papá.

El decaimiento de su salud se lo noté a mi padre a mediados del ‘66 cuando regresé de California con Judy y nuestra hija. Pensé que su desmejora era resultado de sus preocupaciones por la deuda que acumuló en las compañías sin autorización de París. La política le salió cara y algunos negocios extracurriculares no le resultaron. Por eso desatendió la contabilidad de las empresas por más de un año. Quería evitar conocer el grado del monto que debía. El estrés debió haberle afectado la salud.

            Pero lo que más daño le causó fue el viaje que hizo solo a Barcelona, sin asistente, a levantarle los ánimos a Tito Arias. 

            Papá se había enterado de que Tito se encontraba muy deprimido. Como él, el carismático hijo de Harmodio y sobrino de Arnulfo, y diputado electo, había quedado confinado a una silla de ruedas por consecuencia de un disparo. Durante la campaña política de 1964, el 9 de junio (fecha igual que la del accidente de Papá) Tito resultó herido de bala en el cuello por un colega político durante una acalorada discusión. El tiro impacta su columna vertebral, pero una infección le empeoró la herida, y quedó sin el uso de sus brazos y piernas. Su habla también sufrió daño.

            Tito mucho le agradeció a David el gesto noble de viajar desde tan lejos para verlo, y los dos forjan una admirable amistad que siguieron cultivando cuando Tito, alentado por la visita de Papá, regresa a Panamá.

            Yo estaba en California cuando todo eso sucede. No sabía que el viejo se había tirado el viaje a Barcelona solo, sin ayudante. Me enteré cuando de vuelta yo en Colón, un día el viejo me enseña fotos de él con Tito al aire libre en un café de Barcelona, ambos en silla de ruedas, y acompañados por Marlene, la asistente personal de Tito. Con ellos también estaba su esposa, Dame Margot Fonteyn, la mundialmente famosa ballerina. Cuando vivíamos en San Francisco, Judy y yo tuvimos la suerte de verla en escena con Nureyev.

            Papá me cuenta de su viaje a Barcelona cuando me pide que lo llevara dentro de un par de días a la refinería en Bahía las Minas. De allí se iría de paseo en lancha con Tito. Le pedí a Judy que me acompañara, y llevamos a Charissa para que viera zarpar a su abuelo en lancha.  En otra ocasión, estando recién en poder los militares, Tito visitó a Papá en Colón con Margot. Judy y yo los llevamos de paseo al otro lado del canal para que Margot conociera el Fuerte San Lorenzo y admirara la histórica entrada del Chagres.

            Pero el viaje a Barcelona, solo, no le hizo bien en lo físico a Papá. Negro—mi tío Max—me informó después que le había resultado muy pesado. “Cuando lo busqué en Tocumen lo noté jalado y atropellado,” me dice. “Pensé que estando de vuelta se recuperaría, pero que va, a estas alturas todavía se ve golpeado.”

            Lo que no sabíamos era que Papá comenzaba a ser afectado por una cirrosis hepática que aún no se le había diagnosticado. Durante el largo y pesado viaje, comía a deshoras y poco, y bebió su buena cantidad de vino, ginebra y cerveza. De allí, su decaimiento empeoró con nuevas preocupaciones que le trajo el golpe militar del 11 de octubre. Lo que mas angustia le causa es saber que Roly vive en exilio y que ya no tiene esperanza de recuperar su estado económico y cumplir con saldar su deuda con las compañías.

            Por mi parte, con Roly exiliado, Max sin peso para dirigirnos en tiempos de crisis como en el que estábamos, me tocó a mi ver si encontraba una solución donde ninguna me era ni siquiera evidente. Pero sí sabía, sin duda alguna, que había algo que por lo moral estábamos obligados a hacer. Había llegado el momento de serle honesto a París. El golpe militar, entre otras críticas circunstancias, exigían que se le informara al dueño la verdad de la situación. Y París era Jean, el hijo de Charles, quién después de la muerte de su padre queda al frente de los negocios de su familia.

            Jean era un hombre metódico, de costumbres enraizadas en hábitos difíciles de modificar. Tenía que convencerlo de que viniera enseguida y que no esperara hasta su viaje habitual de marzo, patrón que había establecido su igual de metódico padre.

            Lo llamé para hablar con él directamente.

Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 6

10308 (1).jpg
El franco tirador – 1983
(para ver capítulos anteriores, seleccione este enlace: )

Capítulo — 6

Borrón y cuenta nueva

.
.

“¡Wacata! ¡Cojan eso, pendejos!” exclama Chocolate, golpeando sobre la mesa su última ficha de marfil, la ganadora de la ronda. Era la tercera victoria consecutiva que nos anotábamos Choco y yo como equipo de dos en la partida de Dominó.  En esos días, a menudo los viernes en la noche, nos reuníamos los Changungos para jugar. Era manera ideal para alivianar la semana de trabajo que acabábamos de tener. Pero esa noche nos sorprendió lo contrario.

            Nuestro otro pasatiempo favorito era Bola Ocho, que jugábamos en la única mesa de billar del American Legion, bar zoneita antiguo y aislado en las afueras de Colón. El informal lugar era frecuentado sobre todo por norteamericanos cuando el área de France Field era todavía de la Zona del Canal. Muy pocas mujeres llegaban. Con un cüara de apuesta por juego, allí chupábamos cervezas y cacareábamos toda clase de temas y bochinches políticos mientras le metíamos al rico chili con carne que hacían en el Legion.

            Pero esa noche, cinco de los seis Changungos—Franklin, Juan, Chocolate, Cratz, y yo (Rafa no estaba)—la pasábamos contentos en casa, en la tercera recámara del segundo piso, dándole al dominó. Ahí nos refugiábamos horas divirtiéndonos sanamente. Las cervezas eran traídas por cualquiera del grupo, y en ocasiones Judy nos preparaba ricos aperitivos para picar.

            Nuestra casita en Calle 10, la misma donde fue criada Judy, quedaba a media cuadra del hospital Amador Guerrero. Mi suegro se la regaló cuando supo que regresábamos a Colón. En la habitación donde jugábamos, así como en las otras dos—solo que más, por estar más alejada de la calle—el uso de aire acondicionado enmudecía el ruido del desfile de buses que transitaban frente a la casa después de parar en el Paseo Gorgas, a un cruzar de calle del hospital. También reducía el chillido de ambulancias y el persistente pitar de autos que, en dirección contraria a los buses, corrían con heridos hacia el hospital.  El tráfico y su ruido disminuían a medida que adentraba la noche, pero a través del silencio nocturno los ruidos se pronunciaban. Esa noche, en el confort de la refrigeración y el dominó, poca atención, si acaso, le prestábamos a los sonidos externos.

            No recuerdo cómo originó el nombre Changungos, pero en mi memoria tengo el sentir de que el grupo se formó casi por sí solo, como si hubiese coagulado de manera espontánea de nuestros comunes intereses partidarios. Si mal no recuerdo, ninguno de los seis militamos en la coalición que encabezó Arnulfo, pero cada uno a su manera esperaba con ilusión la inauguración de su presidencia. Con el pasar del tiempo, al grupo lo uniría aún mas el calor sincero de amistad que emergió de la sana y sencilla confraternidad que compartíamos. Me eran necesarias las amenas divertidas que me daba con los Changungos. Junto con el arte que procuraba producir los fines de semana, las sentía como un necesario receso de la tensión que acumulaba en la oficina.

 

“¿Lihtos pa’ una nueva paliza?” mofa Chocolate sonriendo, pelando sus dientes mientras revolvía las fichas para la nueva vuelta del partido. De costumbre también le decíamos Choco. Era grandote, con tez de un fuerte marrón y cabello lacio, azabache y usaba gafas de mucho aumento y marco grueso. El conjunto de su figura lucía divertida y cargada de fuerza pictórica. Pensé en tomarle fotos algún día para expresarla en acuarela, o dibujo.

“Aguanta Choco,” le digo. “Bajo a buscar una cerveza. ¿Alguien quiere?”

            “Quieto, voy yo Buaycito.” Así me decía Juan.

            Cuando regresa, sube con dos botellas en mano y nos informa que solo quedaban esas. “Voy yo,” se ofrece Cratz, parándose enseguida.

            El turno en la siguiente vuelta le tocaba a Juan, quién sustituía a Cratz. En ese orden a cada uno le tocaba oportunidad de jugar.

            Saco dinero de mi bolsillo y también las llaves de mi auto.  “Coge» le digo a Cratz. «Tráete unas carimañolas y hojaldras, y plátano frito, yuca, cualquier vaina que se te antoje.”  

          Mientras bajaba, Juan le advierte amistosamente: “¡Y cógelo suave en el manejo, ah!”   

          Volvimos al juego, y no habían pasado los quince minutos cuando Cratz regresa. Apenas entra al cuarto, con tono y mirada de asombro, nos dice: “¡Ey, algo ‘ta pasando, ah! Cuando me monté al carro, desde el hospital, da la vuelta un camión lleno de tongos en arreos de combate, pero armados hasta la guacha, oye. Y cuando arranco, veo otro que pasa de largo por la playa.»  (Así le decíamos al Paseo Gorgas).  «Como que mejor no me iba pa’ ningún lado, me dije.”

            Cruzamos miradas sin decirnos nada, como si estuviésemos tragando, sin masticar, el duro nudo del presentimiento que a los cuatro nos despierta la noticia de Cratz.

            “Me huele a golpe,” nos dice Juan en tono solemne.

            Mi instinto me decía lo mismo. “A mí también,” le confirmo.

            No podía ser otra cosa.  Tomé el control remoto y encendí la televisión. Nada en RPC, solo el shhhh de nieve en la pantalla.  La estación Zoneita transmitía su programación habitual. TV2 igual. En la radio, la misma música era transmitida en las estaciones panameñas, y solo música, y algunas estaciones silentes. 

Juan entonces me dice: “Préstame el teléfono buaycito, voy a hacer un par de llamadas para ver si averiguo cuál es la vaina.”

            “Usa el de abajo,” le sugiero, “para que hables en privado.”

           Mientras esperábamos noticias de Juan, quedamos pensando, de nuevo en silencio. Cuando sube, su mirada nos dice todo: que así era; teníamos razón; había un golpe en proceso.

            “Parece que Boris Martínez, Omar Torrijos y otros oficiales son los que están detrás de la vaina,” nos informa.

            “¿Y qué hay de Arnulfo?” le pregunto.

            “No se sabe. Pero parece que no lo tienen. No lo encontraron en casa de los Linares. Hay tropas empila patrullando las calles de la capital, David, y aquí en Colón. Y ya hay presos …y heridos.”

            Era de suponer que los cabrones de la guardia andaban en batida general. Había que tener cuidado con el uso del teléfono y estar alerta ante la posibilidad de visitas non gratas o llamadas sospechosas. Mi padre era David Pretto, partidario arnulfista de primer orden en la provincia. Y mi hermano, militante por vocación, cargaba antecedentes de haber confrontado con violencia a los tongos en las calles de Colón, cuando Omar era el Comandante de la provincia.  

            De mis cuatro años en el internado militar, Roly cursó su quinto y sexto durante mis primeros dos. Fue ascendido en sexto año a teniente coronel y asignado al Estado Mayor del estudiantado. Con estos historiales, de haberla, era de suponer que en alguna lista de los golpistas éramos ya fichados, y Roly sería el mas perseguido.

            No sabía dónde andaba mi hermano. Llamé a su casa, pero nadie respondió. No quise llamar al viejo para no despertarlo, al menos no todavía. Con lo poco que sabíamos, era prematuro determinar qué medidas de contingencia tomar.  

            Nerviosos y tensos discutimos casi por una hora entre nosotros con ráfagas errantes de lógica, opiniones y el suponer de toda clase de razones y conclusiones. Pero en la mente de todos había solo una verdad clara que atender: averiguar lo más pronto posible cuanta información podíamos para poder calibrar la severidad de lo que estaba ocurriendo, y tener una idea de a qué atenernos, no como Changungos, sino como panameños y padres responsables de familia, con mucho que perder y consecuencias que sufrir si no nos movilizábamos pronto para protegernos y estar preparados por si acaso éramos buscados.

           Franklin vivía cerca de casa y sintió necesidad de buscar el refugio de su hogar y su familia. Los demás sentimos lo mismo y acordamos que era mejor que los otros aprovecharan la obscuridad de la noche y la ventaja que el caminar ofrecía para regresar a sus hogares con cautela.

        Nos despedimos llenos de la incertidumbre que había tomado cargo de nuestros ánimos. La habitación, sede de nuestra habitual y liviana diversión social de esa noche, quedó en sombría desocupación.

            Apagué el aire acondicionado para poder divisar el estado de ruidos afuera y así monitorear el grado de seriedad del golpe. Preferí no comunicarme por teléfono con Roly o con el Viejo, por si acaso eran intervenidas las líneas. Me tocaba pensar en qué hacer al respecto. Durante horas quedamos Judy y yo en quieto nerviosismo, escuchando el incesante pasar de gritos de sirenas y pitos que hacían su llegada a Emergencias del Amador Guerrero. No se escuchaba el acostumbrado pasar nocturno de los buses. Por ahora solo quedaba esperar.

 

Esa noche del 11 de octubre, en mi mente ametrallaba las posibles razones que hayan podido incitar, de nuevo, y a tan alto riesgo, el atrevimiento prepotente de los oficiales insurgentes.  Quería entender por qué yo no había visto venir la insurrección, y porqué vino tan pronto, a solo once días…¡me cago en la mierda!

            No era primera vez que intervenía la Guardia en los asuntos políticos del país, pero éste sería el primer golpe en nuestra historia propiciado por cuenta propia de los militares. Haya sido perversa o no la razón de los que se atrevieron a sublevarse, han debido ser atraídos durante buen tiempo por la idea de tomarse el país.

            De seguro algo tuvo que ver la puerca disputa politiquera que dilató los resultados oficiales de las elecciones de mayo. Tal vez causa fue también la imposición ilegítima por parte de Arnulfo de curules de diputaciones de su coalición, aun sabiendo que esos diputados no habían obtenido los votos necesarios para acreditárselas. Recuerdo haber tenido una discusión con mi padre sobre esas medidas ilícitas del Presidente electo. “No me hubieran dejado gobernar”, me dijo el viejo que fue la justificación de Arnulfo. En la mente de muchos, incluyendo la mía, esos tempranos abusos de su poder le mermaron crítica legitimidad a su presidencia.

            En el pasado, otros mandatarios habían hecho lo mismo, pero para quienes aspirábamos formar parte de la exquisita oportunidad de gobernar con honestidad, esas acciones de nuestro presidente, nos motivó gran decepción. Y, claro, también sirvieron para darle a la oposición armas tempranas—y justificables—para que comenzara a denigrar al nuevo mandatario.

            Visto de cualquier manera, la constitución había sido violada. Respetar las reglas del juego político a la larga le valió cebo a Arnulfo, y, siguiendo su ejemplo, parece que a los militares también. Eso para mí fue un indicio pronosticador de que Arnulfo y su gobernación resultarían de corte ordinario a-lo-panameño, trazado con tijeras de prácticas tradicionales de la política corrupta y propensa a la anticonstitucionalidad.

            Las violaciones, como las de Arnulfo en el asunto de las diputaciones, no debían quedar impune. Pero para castigar la ilegalidad de injerencias extra constitucionales cómo esas, sería necesario (casi un imposible) purgar—y depurar—nuestras malolientes instituciones de derecho y legislatura, cosa que hasta hoy día no hemos logrado. Según lo explicaron los militares, ese mal era lo que pretendían corregir.  

            Pero no le correspondía a nuestra fuerza castrense, ni a nadie, impartir un castigo ilícito pretencioso—como lo era el golpe de estado—alegándole a la ciudadanía legitimidad moral para intervenir el orden democrático de la nación.

            Lo de las diputaciones no tenía base ni legal ni moral alguna para servirle a la Guardia Nacional de pretexto para atribuirse el derecho de “corregirnos” el camino de maduración como república democrática. A pesar de los lamentables tropiezos que nos veníamos dando en el proceso, los panameños realmente patriotas hacíamos el intento de mejorarle el futuro a la nación con soluciones políticas correctivas nacidas del orden constitucional que tanto aspirábamos que fuese respetado por todos. Tiene que haber algo más de por medio en este golpe de estado, me repetía.

          Presentía que detrás del golpe había soberbia, egoísmo y ganas de ejercer poder, y que la mentalidad que dirigía la acción era dé oportunistas propensos a la prepotencia. Este era un paso dado por gente que tiende a atribuirse privilegios para violentar leyes y derechos constitucionales porqué les sale del forro. De esos había en ambos bandos.

         Yo sabía de figuras prominentes del panameñismo que estaban ansiosos por apoderarse de los engranajes institucionales del gobierno para después meterle mano a su tesorería.  Una vez con la victoria electoral en mano, fueron anunciándole a funcionarios del gobierno saliente la barrida que iban a darles en represalia por haber sido enconados adversarios de los arnulfistas. Y era sabido también que Torrijos y Boris, oficiales de carrera, junto con otros de mayor rango y edad, eran blancos del repudio de Arnulfo y los arnulfistas por haber sido adversos a la causa panameñista en el pasado. Los emisarios falderos de la jefatura del poder entrante, afanosos por querer saldar cuentas, se jactaban en rumorar qué oficialitos desfavorecidos serían despachados a funciones exiliares en otros países, para así restarles comando directo sobre las tropas de la Guardia Nacional.

            Estas acciones han debido de alborotarles la soberbia a los militares que de por sí, en lo privado, se consideraban por encima de la constitución, y que en público se jactaban de reconocer como sagrada, y que por ello estaban obligados a respetar.  

            Pero el golpe de estado no es un derecho constitucional. Al contrario.

            La posesión de la autoridad que el militar cree merecer solo por la “virtud” de ser militar es una noción pervertida de un privilegio que no les corresponde. Es la más arrogante de sus presunciones—y peligros. Es comúnmente suscrita por órganos castrenses en sociedades desorganizadas del mundo que requieren de soldados para resolver sus conflictos políticos y sociales por la fuerza.  Los militares panameños golpistas eran de ese corte. Con ese sentir omnipotente, se sintieron facultados para tomar acciones de castigo—sin autoridad constitucional para hacerlo—en contra de los arnulfistas y tomarse el poder del país. Total, políticos y presidentes durante el curso de nuestra vida republicana, tan reciente como unos meses atrás, habían hecho uso de lo mismo cuando les fue políticamente conveniente. Nada de motivos altruistas estaba detrás del golpe presente.

            Pero lo siniestro que había detrás era que esta vez se trataba del primer golpe de estado que darían los militares por cuenta propia.

           El desdén de los arnulfistas por el personal militar de carrera ha debido emputar a Boris y a Omar en lo personal, ambos militares profesionales y los principales accionarios del golpe; aunque se rumoró en aquel entonces que Boris, de comandante en Chiriquí, cabreado por la manera que lo estaban tratando, dio el primer paso. Llamó a Torrijos y le dijo “¡Ya me estoy tomando esta vaina!” 

            El cuento sigue de que Torrijos, nervioso y jumado como de costumbre, es metido en la regadera por Lakas, quien logra espabilarlo lo suficiente para que pudiera tomarse la capital.

          Que militares pretendieran el derecho de intervenir en la política del país con la fuerza de sus armas no era una novedad. Es un mal de habito, casi cultural, visto y practicado de costumbre en otros países. En el nuestro, el par de golpes de estado dados al orden democrático, fueron propiciados por intereses políticos haciendo uso de la fuerza castrense. 

            Mas no era así, en esta ocasión. El golpe del 11 de octubre fue dado exclusivamente por la fuerza militar. Torrijos y Boris junto con otros jóvenes oficiales de carrera se proyectaban como uniformados «obedientes» del orden constitucional y subalternos «fieles» a la institución castrense liderada por la oficialidad de su Estado Mayor. Pero esa postura era solo de pantalla. Cuando estuve en casa de vacaciones de la preparatoria militar pude conocerles su otra cara.

          Desde joven, Omar era muy amigo de mi primo, Oldemar Guardia, hijo de mi tía Anita Villaláz. Omar le tenía gran cariño a Anita y viceversa. Conocido por sus amigos como “Plaza”, Oldemar acostumbraba a jugar dominó regularmente en el parque Urracá, muchas veces con el joven militar. Cuando estuvo de comandante en Colón (de Mayor en ese entonces) Torrijos hizo amistad con mi madre, Ligia. El encuentro lo facilitó el vínculo que Omar ya tenía con Anita y mi primo.

            Pero también hubo acople de sus personalidades. La de Omar atraía con facilidad el cariño, y la de mi madre igual. La alegría que emanaba Ligia Villaláz era contagiosa. Cantante y amante de la fiesta, mi vieja armaba en ocasiones pequeñas reuniones de festejo en casa compuestas de un pequeño grupo de amistades. Junto con Henry Simons—viejo amigo, vecino de enfrente, y pianista de afición—con canto y música, y buen trago, Ligia divertía a sus invitados.

          Mi hermana y yo vivíamos con Mamá en uno de los apartamentos de un pequeño dúplex de un piso, en la media vía entre las Calles 10 y 11. Allí, al lado, en el futuro, se mudaría el Changungo Franklin; o sea, vivíamos cerquita de la casa donde creció Judy y donde en años futuros viviríamos nuestra nueva etapa de familia en Colón.

 

Cuando estuve en casa durante mis vacaciones de julio a agosto, en 1961, me era un reto diario encontrar cómo ocupar mi vida nocturna en Colón. Mis amistadas panameñas no estaban de vacaciones como yo, y no podía contar con ellas en las noches muy tarde.  La TV consistía en solo tres canales, uno de ellos el de la Zona. Y solo transmitían durante parte de la noche. En las tardes, para ganar un dinerito cada semana, trabajaba en el negocio que dirigía el viejo.  Pero en las mañanas despertaba tarde de cajón; no tenía que estar como en el internado, parado afuera uniformado, pasando inspección con los otros cadetes a las 6:15 de la mañana.  

            En días de semana el corto menú de diversión para la noche incluía colarme en los centros nocturnos de la pequeña ciudad, en especial el Club 61, cabaret preferido donde las mujeres del club me consentían, supliéndome de cigarrillos y bebidas que le fichaban a los señores fulanos-de-tal de la sociedad colonense que frecuentaban el club y hacían de las suyas en lo tarde de las noches.

        Llegando a casa del Club 61 a pie una noche, a cierta distancia escucho el entusiasmado ambiente en la fiestecita que había armado mi Vieja. Henry estaba al piano, acompañándola en su canto de una de sus favoritas. Para no distraer la ocasión esperé afuera a que terminara de cantar. Cuando entro, a toda voz exclama Mamá: “¡Ay, mi adorado, hijo!” Ya andaba con sus traguitos encima, y me abraza y me planta un beso en la mejilla. Omar, así como los otros cuatro jóvenes oficiales—entre ellos uno a que le llamaban Catire, porque era fulo, parecido a un personaje de telenovela popular del momento—se ponen de pie para darme la mano. 

       Sentí como si saludaban a un colega. En cierto sentido, supongo me consideraban miembro de su casta militar. A mi madre le encantaba mostrar mi foto 8 x 10 donde lucía formalmente uniformado de cadete. La foto reposaba sobre el piano, y de seguro ya les era bastante familiar a los oficiales. Y también seguramente mi madre, orgullosa de su hijo, bastante les había hablado de mí, y de Roly, quien en la foto suya también sobre el piano lucía su uniforme de teniente coronel.

            Después de unas preguntillas protocolares de Omar, me excusé y pasé a la cocina a prepararme algo de comer. Allí, con el tono de la fiesta ya disminuido, logré escuchar una discusión política entre los jóvenes oficiales. No recuerdo con exactitud quién dijo qué, pero me quedó grabado que todos compartieron el principio de que los gobiernos «politiqueros», de un lado y del otro, que habían desfilado en los últimos años por nuestra historia, tenían al país en un estado de mucho preocupar, y dadas las circunstancias debidas, ellos sabrían qué hacer en el momento oportuno.

 

El encuentro con los militares esa noche en casa de mamá pronosticó el golpe de estado que daría el grupito de oficiales siete años después, poco más de una semana de haber tomado posesión de la presidencia la figura política más popular que haya conocido nuestro país.

            Nuestro juego de dominó marcó el día en que el país fue desviado hacía veintiún años de dictadura que sufriríamos por primera vez en nuestra historia. Torrijos figuraría como líder de la “revolución” y sería “coronado” después con el pretensioso auto título de Jefe de Gobierno. Mi lucha la noche del golpe para comprender su verdadera razón de ser, terminó en la madrugada del día siguiente, cuando recordé la conversación entre los jóvenes oficiales que sobre escuché en casa durante la fiesta de Mamá.

          Para mi padre, y para mi hermano, tío, para mí, ante todo, y en particular para la nación panameña, nada sería igual. Roly, militante al fin, combatió lo que pudo sin mucho resultado, hasta que terminó en exilio y obligado a vivir su futuro apartado y alejado de su patria.  La salud de mi padre empeoró rápido y en seis meses moriría en un triste estado de flaqueza esquelética, llevándose a su tumba una profunda tristeza y desilusión. Los Changungos nos disolvimos como un suspiro de lamento, habiendo ya ninguna causa que nos mantuviera unidos con una coherente razón para ello.

          Y yo, bueno, primero, por mi parte, tuve que sacudirme de lo político y dejarlo todo de lado. No sufrí persecución, ni otros martirios por ser quién era. Eso permitió que me enfocara en la situación empresarial. Sin Roly y con el viejo en lucha contra una cirrosis hepática dispuesta a someterlo, el foquin lío de las compañías quedaba sobre mis hombros. Tenía que hacer de tripas corazón para concentrarme en cómo desenredar ese lío.

          De la política pude desvestirme, por suerte, sin mucho reparo. Había quedado decepcionado del todo con Arnulfo. Más bien, me había liberado, en un parpadeo de reflexión, de mi propia inocencia política y de las falsas ilusiones que yo mismo me había permitido en torno a ella. En cierto sentido irónico, el golpe, y la manera que Arnulfo respondió a él, me sirvió para madurar rápidamente y salirme a tiempo de la niebla intelectual que nos crea ideales inútiles cuando joven, y nos mantiene ignorando la realidad en nuestra madurez.

            En el periodo más crítico de la sublevación militar, Arnulfo buscó refugio en la Zona del Canal, lugar impropio, y acción incongruente y contraria a la imagen que él representaba para las aspiraciones de nuestra soberanía que inspiraban el respaldo de la gran mayoría del pueblo.  

            Si Arnulfo Arias Madrid se hubiese mantenido firme, listo para luchar, fuera y no dentro del territorio colonial, el golpe se hubiese desinflado. El mar de pueblo que lo adoraba lo hubiera rodeado en donde estuviera para protegerlo de las garras de los militares. “Quise evitar derramamiento de sangre,” declaró en algún momento a alguna prensa. ¡Por favor! Ninguna de las razones que ofreció por haberse escondido en la Zona lo justificaron.

            Para mí, Arnulfo se había comportado como yo nunca me lo esperé. De haber sido él—si mi amor y lealtad por mi patria y por su bienestar hubiesen sido sinceros—habría dado la vida por defenderla.

            Terminé considerando a Arias Madrid como todos los demás políticos hipócritas; solo que ahora las consecuencias de sus acciones atrasarían de manera severa la maduración del problemático proceso democrático de nuestra República. Por primera vez en nuestra historia republicana, lo que asume el poder es una jefatura castrense, con fusil en mano y de corte autoritario de profesión, enfrascada en imponernos su caprichosa voluntad.

            El tiempo revelaría que estos nuevos “salvadores de la patria” terminarían cortados con las mismas tijeras de sinvergüenzura y corrupción que las de los gobiernos civiles que ellos mismos condenaron en la fiesta en casa de Mamá. A mí no me quedó otra que encarar, a los veinticuatro años, el tamal de ver si resolvía el serio problema de las compañías y, ante todo, ver cómo empaquetaba confesarle a París la verdad de sus estados financieros y de la deuda que el viejo había incurrido sin autorización.

            El futuro que ya me había acostumbrado a vislumbrar, de nuevo, volvió a perder su brillo.  No le veía razón de perseguir deseo alguno en desarrollar   la indefinida relación que tenía con la pintura y el dibujo.  Las exigencias del trabajo y la lucha por delante no serían atmósfera ni fértil ni ideal para la creación artística. A partir del 11 de octubre ya nada sería igual en el campo de los sueños idealistas, incluso cualquier deseo de hacer arte.  Lo que resultó ser el golpe de 1968 en toda su realidad, fue un borrón y cuenta nueva en la vida de todos los panameños.

 

Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 5

10301.jpg
Custodias del 84 – 1983

(para ver capítulos anteriores, seleccione este enlace: )

Capítulo — 5

Sorpresas que te da la vida

.
.

Me enteré en casa cuando interrumpieron la programación en la Tele para darnos el anuncio. Estaba por apagar todo para encontrar el reposo que necesitaba tras el fuerte y nada placentero trabajo del día. Fue una jornada frustrante.  Poco logré para mejorar la situación de las empresas.  Con la noticia que acababan de transmitir, peor terminó mi día.

            A poco de haber celebrado la victoria electoral de Arnulfo (con menos júbilo y esperanzas que mi viejo y Roly) de pronto nos cae sobre el mundo la noticia del trágico asesinato de Robert Kennedy, hermano del también asesinado presidente John Kennedy en 1963. El miércoles 5 de junio, cerca de la medianoche después de un exitoso día de campaña de primarias en Los Ángeles, Bobby recibió los tres disparos de su asesino, y fallece temprano la mañana siguiente.

            Para quienes veíamos—y venerábamos—a Bobby Kennedy como figura capaz de guiarnos con sabiduría y compasión a través de la empeorada turbulencia sociopolítica en el mundo, su partida nos entumeció. A mí en particular, vació el optimismo que me había dejado el resultado de nuestras elecciones el 30 de mayo. Saber que ya no estarían los valores de Bobby presente en el acontecer mundial, que tanto los necesitaba, opacó el regocijo que me permití sentir tras la victoria de Arnulfo. Con el pasar de los días y al conocer los detalles de su muerte, me fue difícil sacudirme del pesimismo. Persistía en arrastrarme por un túnel melancólico cuyo fin no podía verle. Sentía que la humanidad estaba propensa a perder los resortes de su cordura.

            Desde un principio, Kennedy dio claros indicios de lo prometedor que sería el liderazgo transcendental que prometía, no solo para los Estados Unidos, que estaba pasando las suyas con Vietnam y sus conflictos de derechos civiles, sino para todo el mundo. Su muerte violenta, y su irremisible insensatez, me hizo sentir que algo le andaba gravemente mal a la humanidad. Tan confuso y decepcionado estaba, que mis reservas de ánimo para seguir haciéndole frente al problema de las empresas decayeron, y no sabía cómo rescatarlas, o al menos hallar el ímpetu interno que me animara minar nuevas. Por suerte encontré refugio en la pintura y el dibujo.

            Desde muy niño, el silencio y el arte me han sido un fiel recurso para reflexionar y meditar. Mi facilidad por hacer arte ha servido como factor integrante para mis cuestionamientos existencialistas. La habilidad temprana por el dibujo y la pintura me servía para elevar mi auto estima, especialmente cuando necesitaba lidiar con la vergüenza que me causaba la crónica tartamudez que padecía desde que tenía memoria. 

            Con frecuencia me daba tremendas trabadas al hablar que incomodaban más a mis padres que a mí. La timidez que aparentaba cuando interactuaba con personas poco conocidas no era tanto por complejo, sino más bien para evitar sus reacciones cuando al hablarles se me trababa el clotch. Poco conversaba, si acaso, por lo incomodo que resultaban esos encuentros. Pero observar a la gente me encantaba, solo que no me atraía intercambiar charla con ella, especialmente con extraños. Así que me mantenía lo más callado posible…pero con las antenas de atención siempre en alerta.

            Con mis amigos la gaguera no me era problema alguno. No recuerdo ningún pasiero de mi niñez que se haya burlado de mi tartamudeo, al menos a propósito. Fue cuando de trece años, recién ingresado en el internado de preparatoria militar, que las pasé duras al principio. Tuve que torear las bromas constantes de parte de los pocos cadetes latinoamericanos en la academia. 

            No era mal intencionado el bromeo, y por suerte pude resistir sentirme ofendido. No hacerlo hubiese empeorado la cosa. Si uno se emputaba, el grado de la burla aumentaba. Le tuve que encontrar el engranaje de humor al asunto para poder sonreírle a las bromas. Pero al que se pasaba de raya, mi haber crecido en Colón, y jugado en cuanto rincón callejero había, me servía para demostrarle que tampoco iba a dejar que me tomaran de pendejo. Yo también sabía bromear. 

            Pero sufrir el impedimento en mí hablar no era nada agradable. A veces el peso de la vergüenza se me hacía irresistible. 

            Un día, por alguna razón que nunca comprendí, a pocos meses en la academia, en un cine de Atlanta se me quitó de repente la gaguera cuando conversé durante toda la película con una hermosa chica de East Point, Georgia, que acababa de conocer.  Fue cuando de pronto aparece THE END en pantalla, que me di cuenta de lo mucho que había charlado con la gial. La conexión con ella fue tan espontánea y especial que pude desinhibirme lo suficiente para no solo no haberle prestado atención siquiera a mi tartamudez durante todo el tiempo que duró el filme, sino también darme cuenta del hecho de que había conversado sin impedimento alguno. Nunca he recordado ni la película ni de lo que hablamos, pero al darme cuenta, con evidencia irrefutable, que no estaba condenado a la gaguera para toda la vida, mi problema del habla terminó de allí en adelante. Desde entonces, nunca más he tenido dificultades de autoestima.

            Pero eso es cuento para otra ocasión. El caso es que el tartamudeo, aun siendo un embarazoso problema durante mi temprano crecimiento, me sirvió para aprender cómo manejarme en el fértil terreno de la introversión. La pintura y el dibujo, el esculpir figuras y juguetes en madera o con masilla, así como la carpintería, fueron útiles actividades que me permitieron disfrutar del gran campo de diversión y aprendizaje que nos ofrece nuestro mundo interior.

            El hábito para la auto reflexión, como dije, lo he tenido a mi fácil alcance desde jovencito. Hoy día celebro haber desarrollado la facilidad de sentirme tranquilo y entretenido en lo interno, y poco necesitar de estímulo exterior en el grado que lo requiere el extrovertido.  De pelao, en los tiempos de fuertes aguaceros, o días feriados y de vacaciones, la pasaba feliz cuando quedaba en casa solo, dibujando y pintando. También me encantaba explorar afuera y trepar árboles en búsqueda de mangos, guayabas, o por el simple hecho de querer treparlos y pasar tiempo en sus alturas, solo y callado.

            Aunque disfrutaba mi soledad en casa o afuera, el estar solo, sin compañía, no era porque necesitaba refugiarme de los sinsabores del exterior. Me gustaba fraternizar en la calle y en otros campos de juego con mis amigos del vecindario o de otras áreas cercanas de Colón. Mi niñez fue activa y la pasaba bastante al aire libre. Pero dibujar y pintar en privado me era muy atrayente y un pasatiempo de los preferidos, actividad que aportaba significativamente a mi estado de ánimo por el orgullo que me hacía sentir la capacidad de hacer arte.

            Durante mis años de escuela zoneita en Cristóbal, en primaria y los primeros dos años de secundaria, participaba en concursos de arte o exhibiciones escolares. Mis dibujos y pinturas eran bien recibidos por estudiantes y maestras. En cuarto y quinto grados durante las clases de arte, la maestra me dispensaba tener que presentar la tarea del día, a cambio de que asistiera a otros estudiantes con sus trabajos. En los dos primeros años de secundaria a veces me excusaban de clases para que pudiera pintar murales decorativos para algún baile o evento en el gimnasio u auditorio del colegio. 

            Pero, en los cuatro años que estuve en el internado de preparatoria militar, aun cuando de regreso a casa para los tres meses de vacaciones, el arte estuvo del todo ausente.  

            Fue a mediados de 1964, en el viaje de tres días por tren que tomamos Judy y yo desde Dallas a San Francisco, que volví al dibujo. En la parada de la estación de Santa Fe, en el estado de Nuevo México, había un almacencito que vendía útiles y materiales para pintar y dibujar. Compré un cuaderno de dibujo y un juego de lápices a carbón, borrador y varios difuminadores. Durante el resto del trayecto en Pullman a San Francisco realicé unos bosquejos en nuestra cabina para mostrarle por primera vez a Judy—ahora mi prometida—mi habilidad artística.

            Después, en 1965, en California, cuando nuestra Charissa tenía apenas unas semanas de nacida y yo comenzaba el segundo trimestre de universidad, conocí a Helen, una joven norteamericana de mucho carisma y sensibilidad creativa, a quién le daban ataques epilépticos con cierta frecuencia. Un día en nuestra clase de Biología, Helen me invitó que después la acompañara a su clase de arte.   

            A menudo yo le pasaba de largo al salón. Me daban ganas locas por entrar a mirar y conocer cómo era por dentro. Cuando encontraba abierta la puerta, me robaba un vistazo.  Pero resistía la curiosidad de entrar, porque casi siempre me despertaba deseos de tomar clases de arte, y eso me creaba conflicto. De cierto modo presentía lo capaz que era de ser seducido por las ganas de pintar, y lo imperante era que me concentrara solo en aprender Business Administration. Le había asegurado a Papá que volvería a  Panamá armado de estudios universitarios que beneficiarían a las compañías. Me había comprometido en apoyar sus esfuerzos en asegurarnos un futuro, y con ese plan el crear arte no cuajaba. “En nuestra familia de tantos artistas, no hay uno que le esté yendo bien económicamente,” nos repetía Mamá a Roly y a mí desde niños para que ni pensáramos en ser artistas.  

Entrando al salón, llevado de la mano por Helen, lo primero que observo es cómo el interior era bañado pol aireado resplandor de luz que penetraba a través de los altos y largos ventanales en dos de sus cuatro costados. Enseguida me llegó el olor familiar de trementina y óleos y pinturas, aromas que perfumaban el aire del salón.  En su centro, la luz de los ventanales sobre ellos, y con el mesón del profesor al fondo, una docena o más de caballetes lucían erguidos en ángulos irregulares. Sobre ellos montaban sus lienzos los estudiantes y preparaban sus materiales en espera de la clase que estaba por comenzar.  Mi mirada danzaba por todo el espacio, captando en rápida sucesión los detalles que vestía el salón de clases que tanto me había intrigado.

            Entonces, de pronto, me sentí muy inquieto y a punto de comenzar a sudar.  Era un pequeño ataque de ansiedad. Me daban en ocasiones, y sabía por qué estaba a punto de sufrir uno. Las ganas fuertes de ser parte de la clase me estaban afectando. Sentía que era el ambiente en que de verdad pertenecía…pero en el que no podía estar.  Aunque era de los que estudian el charco antes de brincar en él, también podía ser impulsivo, capaz de dar el brinco en un instante de intuición, y con los ojos cerrados.  En esos momentos me sentía a punto de enrolarme en la clase. Tenía que salir de allí y calmarme.  Le di una excusa falsa a Helen para declinar su invitación de quedarme un rato, y hui.

            Cuando llegué a casa ese día, enseguida tomé la carpeta y los lápices comprados durante nuestro viaje en tren a San Francisco. Lo de enrolarme en una clase de arte, eso nunca, me repetía, pero tenía las ganas de dibujar que me habían quedado de la breve visita al salón.  Sobre todo, quería mostrarle a Helen que sabía hacer arte. Estaba interesada en ver mi trabajo.  Le había contado que desde niño pintaba y dibujaba, pero, aparte de los bosquejos rápidos que le hice a Judy en el tren, no tenía trabajo alguno que comprobara la destreza artística de que era capaz. 

            Pensando en qué mostrarle a Helen, mientras esperaba a ver qué me salía, me puse a garabatear y a trazar diseños para unas tablillas que quería armar para nuestra sala. Un día, pronto después, me salió de prisa un bosquejo en carboncillo el cual inspiró hacerle una segunda versión más grande trabajada en grafito con más cuidado. El resultado produjo ese grado de orgullo que siempre había sentido cuando yo mismo notaba la buena calidad de lo que producía. El dibujo le confirmó a Helen que tenía madera de buen artista…y a Judy también.

            Cuando antes de regresar a Panamá hicimos una venta de patio de nuestras pocas pertenencias que no viajarían con nosotros en el Pontiac, le vendí el dibujo a una amiga de la universidad por $75. Le había encantado cuando lo vio a un lado, apartado de lo que teníamos en oferta y me preguntó si lo vendía. Aunque no estaba a la venta, no pude resistir decirle que sí.  Era la primera vez en mi vida que alguien ofrecía comprar mi trabajo de arte.

            A Judy le dolió que lo vendiera. Su significado era especial. 

            Cuando Charissa era pequeñita, Judy la amamantaba. Yo estaba fascinado por la ternura y el privilegio de presenciar la capacidad natural de una mujer para proveerle alimento materno vital a su criatura, ofrecido de sus senos. Y me conmovía poder presenciar la delicadeza maternal representada en la tierna escena que mi amada esposa e hijita protagonizaban frente a mí.

            Judy acostumbraba a darle pecho a Charissa en nuestra mecedora.  La usábamos en la sala de nuestro apartamentito del edificio de dos pisos que nos quedaba a pocos minutos de la universidad. Nuestro apartamento en el piso de arriba tenía puertas corredizas que daban al balcón que sobre veía la piscina, como tenía la mayoría de los apartamentos del pequeño complejo. Con vistas al balcón y la televisión, Judy se mecía mientras alimentaba a su bebé. Les tomé una foto, y de allí di con el concepto para el dibujo.

            En mi segunda versión del cuadro, trabajé el grafito con tanto esmero que el buen sabor que volvió dejarme el hacer arte, sabor que bien conocía, me provocó deseos de seguir dibujando y tal vez de ponerme a pintar seriamente.  Incluso pensé, quizá, tomar clases el siguiente trimestre.

            Pero pasaron los días y después semanas, cuando de pronto recibí la llamada desde Miami de Roly en su viaje hacia el Caribe, donde me pide auxilio para ayudarlo con los problemas que habían con las empresas y el Viejo. Y sintiendo que era mi deber, tomé la decisión de acudir a su pedido de ayuda. Me puse a tomar cuánto curso ofrecía la universidad para el programa de bachillerato en cómo administrar empresas. Una vez tomara los necesarios en el tiempo más breve posible, regresaría a Colón. 

            Otra vez, quedaría enmudecido el llamado del arte

Fue cuando sufrí el bajón existencial que me produjo el magnicidio de Bobby Kennedy, que volví a sentir la necesidad de hacer arte. Kennedy era la más reciente de tres figuras de gran promesa para el mundo asesinadas en un tiempo corto por personas con impulsos obscuros que a los veintitrés años yo no sabía cómo desarticular para comprenderlos.  No me provocaba ir al trabajo. Sentía ganas de quedarme en casa y encerrarme por un tiempo. Mis ánimos en general estaban decaídos, y con ellos mi fe en la capacidad de la humanidad para resolver los graves conflictos que amenazaban su existencia. 

            En verdad, lo que requería mi estado de ánimo era el refugio de la soledad, la clase de aislamiento que disfrutaba cuando hacia arte.  El beneficio terapéutico (en el sentido meditativo) que siempre le había encontrado al trabajo de crear arte, me atraía por instinto.  Necesitaba recuperar fortaleza interna para tratar de darle sentido a las estupideces de las que somos capaces los humanos cuando fallamos en aprender cómo convivir con gente que piensa diferente que nosotros. Los desafíos de 1968 en ese sentido se hacían manifiestos en la manera que se iba desenvolviendo el año con sus sísmicos choques y cambios socio políticos alrededor del mundo.

            El repudio general por la guerra de Vietnam y otros conflictos sangrientos entre pueblos, protestas y revoluciones en Europa, así como la hambruna en África, eran solo parte de lo que había traído el año bisiesto a solo la mitad de su recorrido. Había el presentimiento de que, si así seguían las cosas, el mundo no volvería a ser lo mismo.

Pero no recurrí enseguida al paliativo del arte. No me era fácil, y no por falta de práctica. Pintar y dibujar me eran como montar bicicleta, algo que uno no olvida cómo hacer. En el trabajo creativo—a mí al menos—me hace falta la inspiración, alguna idea que estimule el abrir de la fuente. Eso me llegó un sábado en que había decidido acabar con la obsesión de tener que trabajar hasta los fines de semana, y darme el lujo de no hacer ni mierda y darme el gusto de huevear. Desenfoqué también mi compulsiva atención en los problemas del mundo, sobre todo los de Panamá.

            Deambulando por la casa ese sábado, me dirigí al garaje para echar un vistazo a lo que teníamos allí guardado. El espacio lo usábamos para almacenar checheres y otra variedad de cosas. Colocado en su costado sobre una tablilla, noté la carpeta de dibujos que había comprado años antes en la parada de tren en Santa Fe. A su pie, en una cajita de plástico transparente, estaban los lápices a carbón y difuminadores.  Puse la carpeta sobre la mesa y comencé a repasar los pocos dibujos que había hecho en el camerino a bordo del tren, y los que hice para mostrarle a Helen cuando estaba en la universidad. 

            El manejo de técnica en aquel tiempo era simple y nada depurado. Pero ingenua no era la temática. Casi siempre desde pelao realizaba temas que, aunque elementales, respondían a inquietudes de orden filosófico que interpretaba en forma pictórica para simbolizar lo que sentía sobre algún tema. Eso me fue notable al revisar mi trabajo anterior en la carpeta.

            De pronto tomé la cajita de plástico y extraje los lápices. Encontré una página en blanco y me puse a garabatear. Dibujar y pintar, de hecho, hacer cualquier trabajo manual artesanal, me produce mucha calma. No tardé en quedar absorto en lo que hacía. Y ahí me mantuve al menos un par de horas, realizando bosquejos de lo que se me ocurría. Después de almorzar, transferí la carpeta y los utensilios a mi cuarto de estudio en el segundo piso para ver en qué trabajo formal meterme, y romper nueva fuente. Era necesario que aprovechara lo inusual del momento, de aquello que me impulsaba hacia la necesidad de producir arte. Quería celebrar—y reconocer—una vez más, la habilidad natural que sentía y tenía por el trabajo de crear obras significantes; y el estado anímico en que me encontraba hacía más imperante esa necesidad.

            En el cuarto de estudio tenía a mano una foto en blanco y negro que Roly le había tomado a Papá en 1964 cuando el viejo hacía su campaña para diputado. Yo le tenía una sensibilidad particular a la foto. El viejo lucía guapo y varonil en su silla de ruedas dentro de un rancho interiorano, con techo de ramas de palma. Su imagen en la foto era un fuerte contraste con el averío físico que ahora se le notaba. Me provocó hacer un dibujo de cómo lucían su cara y mirada en la foto para captar la pronunciada fuerza de testosterona que emanaban. Era una fuerza que tristemente Papá ya no tenía, y sentí necesidad de inmortalizarla en un dibujo a carboncillo. Sería mi primer trabajo desde el puñado de dibujos que hice en California en 1966 antes de regresar a Colón. El buen sentir que dio el haberlo hecho le dio nuevo arranque a mi deseo de hacer más. Estaba por cumplir veintidós años.

El lunes corrí donde Surany’s y compré materiales para trabajar la acuarela, incluyendo el papel especial. Acomodé todo lo comprado en la mesa alta para arquitectos que también compré el día siguiente. Y allí quedó todo, en espera del día en que diera arranque el motor creativo. Al menos los preparativos habían servido para inducirme a recuperar el ritmo del trabajo pesado en la oficina y el entusiasmo por él. En poco tiempo dediqué los fines de semana para el arte y para pasarlos sobre todo con mi familia. Dos semanas después, y tras varios garabatos de ensayo, salió El Papo, como primer intento en completar una acuarela formal.  Busqué resaltar, sobre mucho negro y la tez del perfil de una bella indígena, la belleza común del Papo, tan común que durante mi niñez la veía en cuanto jardín y patio tenía al alcance para explorar.

            El Papo tenía un significado particular. Para mis amigos y a mí, el arbusto donde se daba la flor se ofrecía como un buen recurso para el juego. De la base pegajosa del tallo donde porta la flor su polen, arrancábamos un pequeño nódulo pegajoso. Nos lo pegábamos sobre la punta de nuestra nariz, y mejillas y frente y otros lugares de la cara que se nos ocurría. También hacíamos uso de sus largas y delgadas ramas. Las cortábamos en tramos de diferentes largos y le pelábamos su coraza, y poníamos los tramos a secar. De ellos forjábamos arcos y flechas.

            En El Papo, no manejé la técnica como hubiese querido, pero el ejercicio de ensayo me hizo ponerme las pilas. El medio de la acuarela, por su naturaleza, reta la habilidad artesanal de cualquier artista para usarla. Me propuse seguir explorándola. Con grata anticipación esperaba las llegadas de los fines de semana para seguirme nutriendo de mi nueva relación con el arte. No pintaba todos los fines de semana, pero al menos esperaba la llegada de mis mañanas, por más difícil que me resultaba la carga del mucho trabajo que quedaba por hacer para salvar el estado crítico en que estaban las compañías. Confiaba, bueno, al menos quería confiar, en que la llegada del primero de octubre, cuando asumiría Arnulfo la presidencia, las cosas eran de dirigirse a un destino más prometedor, donde cabía la posibilidad de que sanara la triste situación de los negocios.

            Un día, afectado por un artículo sobre la pobreza rural en Estados Unidos publicado en TIME—revista a la cual como mi padre estaba yo suscrito—pinté La Pobrecita, donde procuré captar el obscuro peso de la condición de ser pobre sobre la tierna imagen de una niña. Después, más adelante, siguió Lamento, donde quise indagar un aspecto de la vulnerabilidad interna que siente la mujer cuando cuestiona los instintos que la definen como hembra.  Otro fin de semana me provocó pintar en cartulina la misma imagen de mi padre que usé para el carboncillo. La plasmé en un simulacro de afiche político que decía DAVID PRETTO PARA DIPUTADO. De esa forma quise conmemorar el orgullo que debió sentir Papá por los resultados de su campaña del 64.

            No tardaron los deseos de comprar más materiales para la pintura. Me equipé con un juego de tubos de pinturas al óleo y lienzos, más otra utilería, y me puse a pensar en transformar parte del garaje en un taller para la pintura. Sería como Churchill, me dije, usaría mi habilidad y el disfrute por la pintura como acompañante para resistir las cuotas de trabajo que me había comprometido entregarle al deber de familia, y a trabajar la visión de largo alcance de hacerme diputado, y, bueno, algún día de ser presidente.

El 1º de Octubre inauguró Arnulfo su presidencia.  Mi padre y Roly estaban felices y lleno de optimismo. Yo también veía alumbrado el horizonte de mis propias ambiciones y el camino prometedor que conducía a él.

            Entonces, nos sorprendió el 11 de octubre.

Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 4

10338.jpg
Violinista panameñista – 1983

(para ver capítulos anteriores, seleccione este enlace: )

Capítulo — 4

El consuelo de la Zona Libre

.
.

“¡Ras! ¡Ras! ¡RAS! Lika Bradda! We is goin’ to be FINE. ¡Ya verás!”

          Roly estaba eufórico cuando llamó a casa del viejo desde el teléfono del Boulevard Balboa. Tomé su llamada en la sala. Papá estaba en su recamara, pegado a la televisión donde se transmitían vistas de los millares de simpatizantes que rodeaban la residencia Linares a un cruzar de calle de la legendaria cafetería.  Allí, en casa de su suegra, pasaba Arnulfo sus estancias en la capital, y ese jueves 30 de mayo la gente celebraba los dilatados resultados oficiales de las elecciones. Arias había vencido con un margen sustancial de votos. Era la tercera vez que se acreditaba la presidencia de la república por elección popular.

          “¿Cómo está el viejo?” pregunta Roly después de mencionar dónde se encontraba.

          “Aquí está, feliz, chupándose unas cervezas, con todo y que le he dicho que no debiera.” El licor ya no le trataba bien el sistema a Papá.

          “Deja que el man goce sus cervezas hoy, hermanito. Es un día especial para él.»

          Tenía razón mi hermano. En verdad, Papá lucía bien ese día. Su semblante reflejaba un vigor que no le había visto en mucho tiempo. Que Arnulfo había asegurado la presidencia debió aliviar en buena medida la amargura de sus preocupaciones; como si al fin, siendo tal vez nombrado gerente de Zona Libre, podía permitirse la esperanza de solventar su problema económico y el que le había causado a las compañías.

          La auditoría de Tony Young había concluido, y la cosa no se veía bien. Las compañías registraban un déficit enorme, mucho más grave de lo que pensaba. Y la mayor parte de su razón era una deuda considerable en las empresas, contraída por mi padre, problema que le causaba mucha vergüenza y angustia personal. Por eso el atraso en los libros.

          Preferí no responderle a Roly, pero él no dejó alargar el silencio. 

          “¿Y tú? ¿Cómo estas Lika Bradda?”

          “Aquí, pueh, esperando que una vez se calme la celebración, nos podamos reunir todos y decidir y planificar qué chucha hacer con las compañías. No pueden seguir como van,” le advertí. Y con sarcasmo le finalizó: “No son nuestras.”

          “Tranquilo hermanito, ya le meteremos mano a esa vaina, no te preocupes. ¡Celebra, coño!”

          Me era difícil compartir el regocijo de Roly. Arnulfo tomaría posesión de su cargo el 1º de Octubre, cuatro largos meses después; y yo ya sentía en ese momento una creciente presión moral de informar a París la verdad de lo que la auditoría había expuesto.  En nuestra contra jugaría atrasar la divulgación de los hechos. Era crítico que, ante todo, fuésemos honestos con la gente en Paris, pues darle razón de desconfiar en todos nosotros lo echaría todo a perder. 

          La esperanza razonada de Roly—y seguro también la de mi padre—era de que la gerencia de la Zona Libre serviría de trampolín para hacer negocio…y “billete”. Y de esa manera, supuestamente, aseguraríamos la oportunidad de cancelar la deuda que sin autorización había acumulado el viejo en las empresas.

          Pero el posible nombramiento de mi padre como gerente de la Zona Libre se daría—si acaso—después de que Arnulfo asumiera la presidencia. ¿Y cuándo después de eso se daría el nombramiento de mi padre?  

          Si Arnulfo, de hecho, le había prometido la gerencia de la Zona Libre, aún faltaba ver si cumpliría la supuesta promesa. En la política se regalan muchas de ellas, y en el vaivén de las que se dan a la ligera con dudosa sinceridad, las hay a tutiplén. Si son cumplidas o no, solo el ojo-pa’-quí’-ve es la prueba de rigor. De Arnulfo se rumoraba decepciones en ese campo.

          Sin embargo, con todo y que contradecía mi postura de mantenerme incorruptible, yo guardaba un deseo privado de que lo del nombramiento de Papá fuese verdad, e irónicamente por razones similares a las de mi hermano y padre.

          Con el viejo de gerente en Zona Libre, Roly de seguro se acomodaría con algún nombramiento también en su administración. Eso le resultaría ventajoso a los accionistas en Paris, pues le resultaría en un ahorro significativo en gastos de salarios y de representación. Eso por un lado. Por el otro, la cosecha de negocios colaterales que esperaban mi padre y Roly del nombramiento, daría para saldar la deuda del Viejo y cabría tal vez la posibilidad de que Roly y yo negociáramos un arreglo con los accionistas mayoritarios para que al menos pudiera yo continuar trabajando en las empresas. 

.          Yo no quería nada de la Zona Libre, ni del gobierno. No deseaba puesto alguno, ni botella. Mi llamado al deber era de mantenerme fijamente enfocado en rescatar los negocios de su precario estado. Así, tal vez, lograba conservar la seguridad de mi salario y mantener el derecho de representar—y cuidar—los intereses del veinte por ciento de las acciones que eran de mi padre.A ese fin, nos era necesario ganar la confianza necesaria de parte de París para poder convencerlos de que nos dieran a Roly y a mí la oportunidad de cancelar la deuda del viejo y hacer prosperar las empresas. Juntos, con Roly como asesor especial, digamos, estando él en Zona Libre, le daríamos nuevo vigor a los negocios.

.          Pero yo cargaba dudas. ¿Qué si las cosas no salían como las idealizaba? ¿Que si Paris optara por barrernos a todos? Y si el Viejo y Roly terminan suspendidos, ¿qué de mí? ¿Porqué querría retenerme Paris? Siendo el novato en el negocio, indispensable no era, por cierto.

            Darle un giro completo a la presente situación era primordial. Y para ello, era necesario un cambio drástico administrativo, el que solo podría darlo un Director, un nuevo Jefe. Y uno que contara con la habilidad y autoridad para dirigir el cambio necesario en el tiempo más breve posible. 

            Por supuesto, yo no me sentía capacitado para pilotear ese tipo de cambio, y, francamente, tenía mis dudas de que el carácter volátil de Roly manejaría con la debida prudencia el grado requerido de autoridad. 

            ¿Y Paris? ¿Qué medidas lógisticas tomarán los franceses para proteger lo suyo? ¿En quién de nosotros, si acaso, podrían confiar? 

            Eso y más me preguntaba sin tener nada concreto que responderme. A mis casi veintitrés años, salvo las materias que tomé de apuro antes de abandonar la universidad en California, en asuntos de gerencia de empresa el grado de mi experiencia práctica era casi cero. Cualquier capacidad para administrar una organización comercial la tendría que adquirir sobre la marcha. Cabía considerar el riesgo innegable que eso significaría para los franceses.

            ¿Pero si de hecho quedaba a cargo de esa responsabilidad, qué haría?  A eso no me era difícil responder. Aprender cómo poner en práctica lo que aprendí en la universidad, y aprenderlo rápido, sería lo que ante todo tenía que lograr, y a como diera lugar. No me quedaría otra que darme a la batalla requerida y hacer el mejor uso de mis más confiables facultades intuitivas para poder superar los obstáculos y los inevitables tropiezos que de seguro me sorprenderían en mi camino.

            Cada vez que ponderaba la estrecha opción de tácticas de acción y medidas que tomaría yo para servir la causa de todos, incluyendo Paris, sentía un curioso entusiasmo por querer ser yo a quien le fuera encomendada la misión del rescate. Me estaba gustando la idea de verme desempeñando la dirección del esfuerzo que resultara necesario para confrontar los retos que nos esperaban. 

            Tal vez lo aprendido en los cuatro años de internado militar estaba surgiendo su efecto sobre el temple de mi autoestima. El ego lo tenía bien situado, alimentando la creciente bravura que venía sintiendo. Sentía ganas de ponerme a prueba, para ver de qué madera estaba hecho.

            Pero por otro lado, casi de contrario, a ninguna de las posibilidades que se me ocurrían las veía viables en el mundo real de nuestra situación. Lo que le faltaba al horizonte que idealizaba, era señales de legitimo optimismo. Me era difícil identificarme con la confianza que sentía Roly. De ninguna manera, había como predecir, o al menos estimar, el desenlace final de lo que nos ocurriría finalmente. Y el temor que esa inquietante preocupación despertaba  en mi era pensar que el haber dejado California sin saber lo que en realidad nos esperaba en Panamá, había sido un grave error.

            Para lidiar con esos bajones de esperanza, a veces traía a memoria el sentir patriótico que me vino cuando Judy yo fuimos izados al camión de Arnulfo en su caravana de campaña por el largo de la Amador Guerrero. Recordar esa experiencia me hacía entretener la idea de vérmelas, en mis tiernos veinte, en la arena de la política como diputado, y tal vez, la de algún día ser un joven presidente ejemplar para el país. 

            Para lograr algo semejante, era necesario que Arnulfo hiciera un buen gobierno, y que mi viejo y hermano se comportaran con rectitud y auténtico patriotismo, e hicieran una buena y honesta labor en la Zona Libre. Era un horizonte de difícil alcance…pero no imposible.

            Mi viejo siempre demostró honorabilidad y fue justo en la manera que trataba y se comportaba con gente de todo nivel político, oficial y económico. Le admiraba el respeto sincero que muchos le tenían. Lo admiraba también porque, discapacitado a los 25 años por un accidente de cacería que lo confinó de por vida a silla de ruedas, pudo apartar los escombros de su mala fortuna y salir adelante…con honestidad.

            Pero esa imagen de pulcritud moral que yo tenía de él fue afectada por lo que iba descubriendo al desenterrar la causa de la crisis financiera de las empresas. Las decisiones éticamente fallidas que Papá se vio forzado a tomar en su desesperación por salvar la situación que había causado, demostró que era capaz de ceder a la tentación. 

            Mi padre se dejó llevar no por vicio de la trampa y el mal haber de riqueza, sino porque sintió apretada la soga al cuello, y tomó decisiones que violaron su propia frontera moral. Metió dinero en la política y en negocios riesgosos con gente corta en valores altruistas, y cuando esos negocios no le salieron bien, para tratar de cumplir con créditos adquiridos, recurrió a los fondos de las empresas que él dirigía—compañías de las cuales él no era dueño.

            Con razón había retrasado los resultados de la contabilidad. No quería que saliera a la luz la verdad de cuanto había tomado prestado. Con razón lucía enfermo el Viejo, y porqué estaba prefiriendo no ir a la oficina. El amargo sentir de culpa y vergüenza ha debido estar causándole gran estrés y remordimiento interno. Pero, el David Pretto que yo pretendía bien conocer, y no solo por ser él mi padre, de ninguna manera, por principios, ignoraría su responsabilidad ante cualquier compromiso que hubiese asumido, sobre todo consigo mismo. Quizás estaba obsesionado con ver cómo hacía para devolverle a las empresas—en que todos dependíamos—lo que tomó prestado.

            El optimismo que le trajo a mi viejo el triunfo de Arnulfo y la posibilidad de obtener la gerencia de la Zona Libre le sirvió de bálsamo de alivio y, debo admitir, para mí también. Los resultados negativos que reportó Young & Young me habían desinflado el ánimo para perseverar y poder darle mejor cara al mal tiempo que nos venía por delante. Pero el triunfo de Arnulfo y lo de la Zona Libre me inyectó nuevo positivismo—aunque no se lo admitía a nadie. Miré la situación bajo otra luz, como algo que, manejado con la debida prudencia, podría rendir el fruto deseado, para todos, incluyéndome a mi…y París.

Me esperaban meses de trabajo de pico y pala antes de la llegada del 1º de octubre, día en que Arnulfo ocuparía la silla presidencial.  Tomaría provecho de la pausa poselectoral de las tensiones y actividades políticas, para dedicar el grueso de mi tiempo a prestarle el auxilio que las empresas requerían. 

            Aprendería cuanto pudiera sobre cómo comerciar la distribución de perfumes y cosméticos y otros finos productos franceses a almacenes en la República de Panamá y el Caribe. La dosis diaria de noticias que necesitaba para mantenerme al corriente del orden—o desorden—sociopolítico doméstico y extranjero, la tomaría de mis suscripciones a periódicos y revistas, y de los tres canales de TV que accedía con la novedosa tecnología del control remoto que habíamos disfrutado Judy y yo cuando vivimos recién casados en San Francisco. 

            Le conseguí a Papá un televisor de esos para su cuarto, y le encantó de tal manera que menos le provocaba ir a la oficina. Con el televisor que le reemplacé,  no podía pararse de la cama para encender o apagar o manejar el cambio de canales a su antojo.  Cuando quedaba solo, su televisor permanecía apagado. El modelo ADMIRAL que le compré en Radio Center, almacén de mi suegro en la Avenida Bolivar, le transformó la calidad de su reposo en cama y el hábito de cuándo y cómo dormir, y cómo despertaba en las mañanas, o manejaba cualquier desvelo de media noche.  

            Me agradaba verlo quedarse en casa, relajado, con su lectura y entretenido con la televisión entre las visitas y buenas atenciones de familiares y amistades que le tenían legítimo afecto. 

            Solo había un problema. Mi padre todavía mandaba en la organización, y él y Roly chocaban a menudo en fuertes discusiones, a veces casi a gritos. Traté varias veces de mediar sus conflictos, pero fue inútil. No dejaba de preguntarme ¿cómo coño íbamos a poder enfrentar los retos que ya teníamos encima con un liderazgo tan disfuncional?  

          Remedio para eso no tenía. No se me ocurría qué sugerirles. Pero ya vería. En cuanto a mí, al menos sentía que estábamos en el lado correcto de un fenómeno sociopolítico singular en la historia del país. El enorme arrastre popular de Arnulfo que presencié en la caravana en Colón era el de una fuerza cargada de grandes posibilidades—y una singular para hacer buena patria. Yo quería formar parte de la realización de ese ideal. Era lo que más motivación me aportaba para mantener nuestra causa común.

Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 3

6-de-mayo-84-12.jpg

6 de Mayo 1984 #3 – 1984
 (para ver capítulos anteriores, seleccione este enlace: )

 Capítulo — 3

Los vientos de 1968

.
.

Una vez retomamos el ritmo de lo que era vivir en Colón, me propuse a realizar lo que motivó la razón de haber dejado nuestra vida en California. 

          Lo primero que hice fue pedirle a mi hermano, Roly, los estados financieros de las empresas. Me dirigió a Xenia, la secretaria ejecutiva del viejo, y lo que descubrí fue que por más de un año no los había. La contabilidad estaba atrasadísima. Era imposible determinar el estado financiero y administrativo de las compañías. La vaina estaba grave. El trabajo que tenía por delante sería de los fuertes. 

          No me quedaba otra que mantenerme apartado del activismo político y enfocar el grueso de mi atención solo en las compañías. La dinámica de la política me atraía, y desde que era pelao, pero no era suficiente su atractivo para distraerme del objeto de mi regreso a Colón. Necesitaba resolver cómo entrarles a los problemas de las empresas, y rápido. Si eso se venía abajo, mi nueva familia y yo, junto con mi viejo, hermano, y hasta mi tío Negro, sufriríamos todos, las duras consecuencias de la caída. De ser ese el desenlace del cuento, haber vuelto de California terminaría siendo un tremendo error.

          Para aprender cómo echarme al hombro la pesada tamuga del trabajo que me esperaba, necesitaba de los números. Urgía poner la contabilidad al día para ver dónde estábamos parados. 

          Decidí contactar a los auditores de las empresas, y en conferencia telefónica les describí el problema. Les insistí que llegaran a nuestras oficinas en Colón para que vieran de cerca la situación y me asesoraran en cómo debía proceder.

          Al principio en Young & Young no sabían qué deducir de mi llamada. No me conocían. No sabían qué pito tocaba yo en las compañías, y desconocían si tenía autorización para interceder como su representante. Lo único de que estaban enterados era que de los dos hijos de David Pretto, yo era el menor y que había regresado recientemente después de haber estado unos años estudiando en el exterior. Teniendo yo apenas 23 años, sus dudas sobre mi llamada, a decir verdad, eran comprensibles.

          Pero les fui convincente. A la semana llegaron Luis Ovidio y José Antonio, dos jóvenes auditores de la firma. Informados a fondo de nuestro problema, emitieron su reporte, y la firma nos asignó a “Tony” Young para que viajara desde la capital el tiempo que fuese necesario para poner los libros al corriente. El proceso nos tomaría casi dos meses.

          Las semanas reclamadas por el volumen de trabajo, algunas que incluyeron hasta fines de semana, transcurrían sin remedio, y nada agradable. El clima de la política electoral, por su lado, se calentaba. Para principios del año, los delirios partidistas ya habían infestado el ambiente con un maloliente y tóxico vapor de posible trampa electoral. El 20 de marzo se produjo el polvorín político del enjuiciamiento y condena judicial por la Asamblea Nacional del presidente Robles. Se le acusaba de coacción electoral y violaciones graves a la Constitución. Con el respaldo de jóvenes oficiales de la Guardia Nacional (Omar Torrijos entre ellos), la institución castrense impuso el cierre de las funciones judiciales de la Asamblea, y le aseguró a Robles la supervivencia de su presidencia.

 

La tempestad política en que se encontraba el país me atraía…mucho.  El mal tiempo político y social en otras partes del mundo me interesaba igual. Para mantenerme enfocado sobre el objetivo principal de actualizar y organizar los números contables y estadísticos de las empresas lo antes posible, necesitaba de dosis regulares de noticias sobre el acontecer nacional e internacional. Así satisfacía, al menos, mi apetito por estar al tanto de lo que estaba ocurriendo no solo en mi país, sino también en el mundo. 

          La guerra en Vietnam desafiaba el raciocinio con su insensatez, patentizada el 1º de febrero en la imagen del oficial vietnamés, con pistola en mano, ejecutando a un prisionero en plena calle con un disparo a la cabeza. Y el 4 de abril, el asesinato de Martin Luther King obscureció el ideal de los derechos civiles protegidos por la ley que había firmado el presidente Johnson cuatro años antes. El mundo vivía tiempo tormentoso, y el bisiesto 1968 seguiría registrando grandes turbulencias para el mundo. Resultó irónico que, en enero, las Naciones Unidas lo habían declarado el Año Internacional de los Derechos Humanos.

          Pero en esos días de trabajo intenso para las compañías, apenas estábamos a principios del primer trimestre del año. Acababa de pasarnos lo del juicio de Robles. Y aun así logré avanzar hacia el objetivo de mi trabajo.  Mientras progresaba en realizarlo, la auditoría de Tony Young fue exponiendo la precaria situación de las empresas. Era tan serio lo que iban revelando los números, que cabía considerar la posibilidad de quiebra en el pronóstico de las acciones a tomar. Evitarla exigiría medidas drásticas, sobre todo en la manera en que eran dirigidas las empresas. Y mi padre era la figura central de lo que andaba mal. Era evidente que, para tomar las acciones preventivas era necesario cambiar de dirección, o sea, de jefatura.

          Me alteraba tener que aceptar lo que implicaba esa conclusión. Con solo el veinte por ciento de las acciones de las S.A. a nombre de mi viejo, les correspondía a los dueños mayoritarios radicados en París decidir lo que había que hacer. Cuando conocieran el grado y las causas del problema, las cosas se iban a enredar aún más. No solo estaba el puesto de mi padre en juego, sino el de mi hermano…y el mío también. 

          Pero no, no era el momento de sufrir angustia innecesaria por lo que aún no había sucedido. Tenía mucho trabajo de inmediato que atender…y muchísimo en que pensar.

          Decidí postergar rendirle a París informes sobre lo que estaba encontrando, y le pedí a Young & Young que atrasaran el informe de los resultados de la auditoría. En lo personal, necesitaba tiempo para ver si encontraba la manera de controlar al viejo, y poco a poco irle restando el mando de las empresas. ¿Pero para dárselo a quién? ¿A Roly? ¿A mi tío? ¿A mí? ¿Aceptaría París cualquiera de estas opciones? ¡Qué va, ni locos!

          Lo cierto era que no iba a poder dilatar el destape de la verdad por mucho más tiempo. 

          Lo que más me preocupaba era que mi viejo no lucía bien. Su estado físico no mejoraba. Al contrario, lo veía pálido y jalado y lucía tenso, más vulnerable al nerviosismo, y para aliviarse seguía recurriendo a su ginebra y cerveza. 

          Nunca en mi vida vi a mi padre ebrio, pero desde que recuerdo, todos los días tomaba su ginebrita Gordon y su cerveza Balboa, la HB su favorita. Un par de veces me confesó que no estaba durmiendo bien. Me entristecía verlo viviendo solo, inválido, y, por primera vez, seriamente afectado por su progresivo desgaste físico.

          En medio de todo, él, Roly y Negro estaban de lleno metidos en lo de la campaña panameñista, esperanzados de que cuando Arnulfo asumiera la presidencia, la suerte de la familia tomaría un nuevo curso, hacia donde el futuro lucía brillante. “Arnulfo le prometió la Zona Libre al viejo”, me dijo mi hermano con gran seguridad y anhelo. “Eso nos va a permitir que arreglemos nuestra situación. Al fin vamos a poder hacer billete.”

          Me emputaba que se expresara de esa manera.

          Entonces, en un día de abril, Arnulfo llegó a Colón a hacer campaña.  Hizo su entrada a nuestra ciudad por la Transístmica en una larga caravana de autos y camiones que transitaría todo el largo de la avenida Amador Guerrero, cruzando nuestra ciudad de canto a canto.

          Arnulfo iba en el camión abierto, al frente de la caravana. Estaba parado justo detrás de la cabina, sobre algo que le daba más estatura que la de los que estaban a su lado y los otros con él en el camión. 

          Judy y yo habíamos ido a pie desde casa con la intención de dar con la caravana en el cruce de Calle 7 con la Amador Guerrero. Queríamos verla desde la esquina elevada del parque 5 de noviembre donde a pocos metros quedaban las oficinas de nuestra empresa. Cuando nos acercábamos al cruce, nos encontramos con la gran multitud de gente taqueada en la calle, en las aceras, en los balcones, en las ventanas de los edificios a cada lado de la avenida. Vitoreaban con euforia la llegada del camión del Fufo. A medida que se nos acercaba la caravana el bullicio de la multitud subió tanto de intensidad y volumen que el mismo aire se estremecía.

          Decidimos no movernos de lugar. La caravana ya estaba cerca.  No había tiempo para cruzar la avenida y posarnos en la esquina del parque al otro lado. 

          Cuando el camión se acercó, y a Arnulfo lo vemos a clara vista, noto a Roly adentro, junto con otros que estaban del lado del camión más cercano a nosotros.

          No me sorprendió ver a mi hermano allí, entre los notables camaradas del partido. El tipo era echado pa’lante, y estaba de lleno metido en la campaña panameñista de la provincia. Y era militante. Cuando en marzo la Asamblea Nacional quiso destituir a Marcos Robles, y la Guardia Nacional frustró sus intenciones, en Colón se dieron confrontaciones violentas entre manifestantes y la tropa castrense. Mi hermano estaba entre los que se enfrentaron a los militares. Con perdigones incrustados en la palma de su mano, fue arrestado y encarcelado, hasta que nuestra madre, hermana de Anita, quién por la conexión de su especial amistad con Torrijos, logró su liberación pocos días después. 

          Me llenó de orgullo ver a Roly en el camión, y me salió llamarlo.

          “¡ROLY!” le grité con todas mis fuerzas para penetrar el gran ruido colectivo de la multitud en pleno vitoreo. Mi hermano estaba a poca distancia de Arnulfo, del lado del camión donde estábamos nosotros. Escuchó el llamado, y lo vimos buscando entre la gente a ver si daba con quién había gritado. Judy y yo juntos le pegamos un nuevo grito. Y con eso nos vio.

          “¡Ey, Likka bradda! ¡Ras!” Estaba feliz de encontrarnos entre el gentío, y enseguida con la mano y un fuerte “¡VENGAN!” nos animó a subir.

          Ni lo pensamos. Enseguida me abrí paso entre la gente llevando a Judy de la mano, y una vez dimos con el costado del camión, la tomé por la cintura y comencé a guiarle como treparse. Entrecerré mis manos y dedos para crearle un “escalón” y la alcé lo suficiente para que Roly y otro la agarraran y la izarán dentro del camión. Yo seguí detrás.

          De pronto, ahí estábamos, en el núcleo de enfoque de la energía del gentío, todo el clamor de la multitud, dirigido y concentrado en la figura carismática de Arnulfo. Nunca había visto cosa igual. En la Plaza de Santa Ana después de clausurada la convención Panameñista del 64 que presidió mi padre, no pude apreciar la dimensión física de los 50 mil simpatizantes que habían llegado a verlo. El tamaño de la muchedumbre no se apreciaba a la vista; estaba dispersa y seccionada por los entrecruces de calles angostas del Casco Viejo. Pero en lo recto y ancho de la Amador Guerrero, la imponente vista de la densa multitud se extendía por todo el largo de la gran avenida. Desde el camión, observábamos Judy y yo con asombro el mar de pueblo en su estado de eufórica fascinación con Arnulfo Arias Madrid. 

          Con este arrastre popular se puede hacer buena patria, me dije. Y en ese momento opté por respaldar la nómina Panameñista, sin dudas de que Arnulfo se llevaría la presidencia en banda. 

          El jueves 30 de mayo de 1968 Arnulfo fue declarado vencedor por un margen de 41,545 votos. El martes, primero de octubre tomó posesión, por tercera vez en la historia, del cargo de Presidente de la República.

          La llegada del vendaval nacional que nos esperaba más adelante no dio oportunidad ni señal alguna para anticiparlo.

Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 2

10270.jpg
Gregorio preparado — 1982
(para ver otros capítulos, seleccione este enlace: )

Capítulo — 2

El llamado del deber

.
.

Mientras pasaba las páginas en secuencia, mi atención oscilaba entre impulsos extremos. Por un lado, ansiaba llegar ya mismo a la sección donde era mencionado en Cien Años de Arte en Panamá. Por el otro, me era irresistible detenerme para contemplar el bello desfile del arte de los artistas de mi país que iba revelando cada voltear de hoja.

            Nada como observar una obra de arte en su estado físico original, pero Cien Años de Arte en Panamá nos ofrece, en sus finas gráficas, un hermoso muestrario del enriquecedor producto pictórico de mi hermandad de artistas panameños del siglo que recorre el libro. 

            Aunque recordaba un buen número de los trabajos ilustrados, observarlos en tan fina colección de imágenes despertó en mí un claro sentir de orgullo panameño. Para mí, sobre ese sentido patriótico se centra el encanto del libro.

            Cuando me detenía en cada imagen, leía la reseña que identificaba el título y la fecha de la obra. Después, en el sector del texto narrativo, le prestaba atención solamente a los nombres de la pintura y la información presentada en negrilla. 

            No leía lo demás. Eso lo haría después, cuando le diera la lectura completa que merecía la historia que nos relata el libro. En esos momentos prefería concentrarme en la riqueza de variantes de estilos y temas pictóricos evidenciada en el surtido de trabajos que eran presentados. A las gráficas del periodo que incluye mi participación en el escenario del arte de mi país le presté espécial interés.

            Con lupa en mano estudiaba cada pintura. El paulatino avance lo había iniciado en las páginas 26 y 27, encabezadas por dos obras de Sinclair. La 28 y 29 portaban dos de Trujillo. Pasé la página y encontré a Dutary de un lado y Zachrisson del otro. Después siguieron Arboleda, Herrerabarría y Sánchez, también uno en cada página. La 36 reveló trabajos de Briceño, Calvit y Chong Neto. Y así, con variables de tamaño y ubicación, marchaba la procesión de bellas creaciones de artistas panameños que en su mayoría he conocido, algunos ya no con nosotros, como Alfredo, Mario, Desiderio, Manuel y Julio, quienes en todo momento me brindaron aliento positivo y amistoso en los inicios de mi carrera y cuando en pocos años logré afianzarla.

            Cuando di con la página 44, enseguida pensé en mi año de nacimiento, y sentí aquella cosquillita de asombro que nos causa encontrarnos con coincidencias pequeñas como esa. Momentos después, terminando de estudiar EL JUEGO DE LA PELOTA de Alvarado, noté con la lupa, justo abajito de la gráfica de la pintura, el título EL AUGE ARTÍSTICO DE LA POST REVOLUCIÓN. Y debajo: “El primero de octubre de 1968, Panamá celebró la posesión de Arnulfo Arias Madrid quién había sido elegido presidente de la República por tercera vez”.

            Mi reacción inmediata fue acreditarle, ya no a la coincidencia sino a la sincronicidad, la ironía de cómo lo que acababa de leer define el tiempo en  que se enmarca el preludio de mi propia historia como artista panameño.

 

En 1968, a los veintitrés años, yo trabajaba en las dos pequeñas empresas que mi padre dirigía en silla de ruedas. La más antigua era Suplidora General, S.A.. Quedaba en Calle 7 y Avenida Herrera, al lado del parque 5 de Noviembre donde de niño jugué bastante. La otra operaba dentro de la Zona Libre de Colón desde que fue inaugurado el complejo comercial. 

            A finales de 1966 Judy y yo habíamos regresado a Panamá desde California para hacer vida nueva con nuestra hijita de año y medio. A comienzos del segundo trimestre de 1964 nos mudamos a San Francisco, donde nos casamos. Después nos transferimos al cercano Hayward cuando ingresé a la universidad para estudiar administración de empresas. 

            El viaje de regreso a Panamá lo hicimos por carretera con Elvita, prima de Judy, en un Pontiac GTO nuevecito de dos puertas que, como mi espalda, mucho sufrió del viaje. Desde México. nos tocó en todos los países precarios y largos tramos de carretera en muy pobre estado, entre los peores el de nuestra frontera hasta Santiago. Para no perder tiempo, las manejadas eran largas y las paradas lo más cortas posible. 

            Apenas llegamos a Colón pasamos donde mi padre. Quería que conociera a Judy y a su nieta enseguida. 

            No tardamos el viejo, Roly y yo en abordar el tema de los comicios del 68. Arnulfo y los panameñistas se enfrentarían a Samudio y su Alianza del pueblo. Mi padre era Arnulfista desde los tiempos en que Arias fue derrocado por segunda vez en 1951. Para las elecciones de 1964 se postuló para diputado de Colón, y su efectiva campaña casi le aseguró el triunfo. Pero, dadas las mañas electorales de nuestro país en esos días, donde las diputaciones eran repartidas mediante la práctica de “la primera y segunda vueltas, etc.”, mi padre le cedió el resultado de la primera a “Bebi” Salas, también Panameñista… y sin impedimento ambulatorio—factor que mi padre tomó en cuenta con altruismo al cederle su turno al colega colonense. 

            En la segunda vuelta, le negarían la curul a David. En su silla de ruedas y con pistola semi-oculta durante un amañado re-cuento de votos, intentó asegurar el legítimo triunfo que le correspondía. Pero no tuvo éxito. Ya el juego de acuerdos políticos estaba fijado….y mi padre no quiso darle pelea larga al asunto con denuncias formales que no irían a ningún lado. 

            Pero el abrumador número de votos que recibió David, lo dejó con un nuevo prestigio y reconocimiento como Panameñista prominente en la provincia. Dentro del partido, su estatus preelectoral provino en parte de la afinidad personal e intelectual que durante años compartió con Arnulfo, pero el crecido reconocimiento después fue producto directo del gran número de colonenses de todo rango social que votó a favor de su diputación.

            A principios de 1964 me di cuenta de la importancia de mi viejo dentro del partido cuando le serví de chofer para llevarlo a la convención nacional de los panameñistas, celebrada el 4 de enero en un teatro en la vecindad de la Plaza 5 de mayo, cuyo nombre no recuerdo. Tal vez fue el Cecilia. Mi viejo presidiría la convención.

            Cuando lo llevaba en su silla por el pasillo del cine hacia la tarima del escenario, y fue anunciada su llegada por los alto parlantes, el público rompió en aplauso. Varios hombres enseguida saltaron de la tarima para recibirnos, y alzaron a mi padre con todo y silla, y lo acomodaron en su sitio donde, tomando el micrófono, le extendió sus saludos al gentío del recinto.

            No di con mi viejo de nuevo esa noche hasta después de la manifestación en el parque Santa Ana, a donde Arnulfo, al finalizar en el cine, y a pie, dirigió a los delegados de la convención y otros partidistas presentes. Con él fue mi padre, llevado en su silla por copartidarios que se turnaban para mantenerlo a la par del caminar de Arnulfo. En la plaza, Arias fue acompañado por una multitud de 50,000 simpatizantes.

            Y después, a pocos días de la convención, nos llegó el 9 de enero. La  atención de toda la nación se concentró en lo que despertaría el sentir nacionalista de mayor contundencia en los anales de nuestra historia patria.  

            A finales de ese mismo mes yo viajaría a Dallas, Texas, para ingresar a la universidad donde habían enviado a mi novia para alejarla de mí. Su padre originalmente de Dallas tenía raíces antiguas de familia en la ciudad que solo meses antes había sido escenario del asesinato del Presidente del país. A los tres meses allí nos comprometimos y tomamos el tren a San Francisco. A finales del 66, casados y con hija de año y medio, tomamos rumbo a Colón con miras a confrontar los nuevos retos que nos esperaban. Teníamos 22 y 21 años. 

 

En parte por rebeldía, pero sobre todo porque las elecciones del 68 serían los primeros sufragios en que yo participaría como votante, resistía unirme a la causa panameñista solo por los íntimos vínculos de mi padre con Arnulfo y su partido. Quería primero estudiar el panorama electoral antes de comprometer mi respaldo y voto.

            Me disgustaba el carácter prepotente de Arnulfo, y repudiaba a los arnulfistas de alto rango que se mostraban ansiosos de poder para ver cómo se aprovechaban de “la papa” del gobierno. Pero a los Liberales de Samudio, viciados también por la corrupción, no los veía capaz de movilizar ni de realizar cambios y mejoras concretas de progreso para el país. Por su lado, los Demócrata Cristianos, los terceros en el tinglado, con González-Revilla a su frente, no mostraban tener la fuerza política necesaria para vencer, y así generar los sensatos beneficios para la nación promulgados en su plataforma política.

 

Sometido a las distracciones de la campaña anterior y la del 68 que estaba por venir, y el excesivo gasto de dinero que no tenía—por no poder decir no—a mi padre le comenzó a ir mal en los negocios, y también de salud. Cuando lo visité apenas llegamos a Colón del largo viaje desde California, lo encontré bastante adelgazado y desmejorado. No lucía como el David Pretto del 64. Roly, mi hermano, me lo había medio advertido en una llamada que me hizo desde Miami cuando hacía conexión de vuelo rumbo al mercado del Caribe servido por la compañía de Zona Libre. Me llamó para pedirme que regresara y le prestara ayuda con las compañías.

            “El viejo se está cansando,” me dice, y “solo no puedo con todos los problemas que hay con las empresas.”  Me necesitaba en Colón, dijo, para que juntos le hiciéramos frente al creciente problema gerencial que estaba creando el decaimiento de nuestro padre. 

            “Se queda en casa bastante, y desde allí quiere manejar las cosas.”

            “¿Y Negro?”, le pregunté. 

            Negro era el sobrenombre de nuestro tío, el menor de los cuatro hermanos y hermanas de Papá. Desde que se graduó de secundaria trabajaba en las empresas. 

            “Max no da la talla, tú sabes que no. Te necesito a ti, lika bradda.”

 

Al llegar Judy del trabajo, le informé de mi decisión. No le sentó bien la noticia. En California con nuestra hijita, éramos felices. Gladys, mi encantadora y agradable suegra, Colonense también, en ese tiempo vivía en San Francisco. Nos agradaba mucho la región de California en que vivíamos, en particular el clima singular del área y el ambiente sociopolítico liberal que prevalecía en el Bay Area. Era un marcado contraste con la gran mayoría de población de derecha del estado de Texas. 

            Cuando llegamos a San Francisco, yo tenía inclinaciones ideológicas  conservadoras, como en cuestiones de la guerra de Vietnam, por ejemplo. Pero, atento a la lógica de las opiniones que eran debatidas entre el estudiantado universitario sobre las protestas a favor o en contra de la guerra de Vietnam y de los derechos civiles, y otros asuntos de derechos democráticos, tuve un abrir de mente donde pude comprender lo que antes no me era tan evidente. 

            Mi inclinación ideológica giró entonces hacia el terreno progresista de centro izquierda, y felizmente dejé atrás la angostura intelectual del derechismo.

 

Con Judy encinta, nos habíamos trasladado un poco al sur, al otro lado de la bahía, a la ciudad de Hayward, donde ingresé en el college del sistema universitario del estado de  California. Judy consiguió empleo allí mismo, en el departamento de Lenguas Extranjeras, con sede en el edificio de Música.

            Pianista excelente, con talento de puro oído, Judy se sentía a gusto en su lugar de trabajo. El ambiente universitario le encantaba, lo que le hacía fácil compaginar con la gente en general que frecuentaba el edificio donde ella laboraba. Habíamos acordado que ella trabajaría para que yo pudiera concentrarme en mis estudios y graduarme lo antes posible como profesional en cómo administrar empresas. Habíamos acordado, que después le tocaría a ella su turno para darse, con mi labor, la educación académica que ella deseaba.

            Aun con los dos tan jóvenes, y Charissa recién nacida, pudimos mantenernos independiente de nuestros padres, sin depender de subsidio económico de su parte. También estábamos libre de estorbo alguno de las exigencias sociales y culturales de nuestro pueblo natal, que por sus estrechas costumbres y tradicionalismos, de seguro sentiríamos obligación de representar. 

            Pero yo sentí que me era necesario responder al llamado urgente de mi hermano a que metiera el hombro con él para poder asegurarles el futuro a nuestras familias.. 

            A fin de mejor servir su empeño, necesitaría de mis recién adquiridos conocimientos universitarios y otros importantes que me faltaban. Equipado con esos cursos no tenia duda alguna en saber como corresponderle con la experticia necesaria. 

            Desde niño me identificaba con los protagonistas de las causas heroicas en los cuentos de libros y películas. Me inspiraba la nobleza que los motivaba a actuar con su calibre de heroísmo. El sacrificio es causa noble para el héroe, como lo es el deber. Con todo y lo adulto que me sentía a mis recién cumplidos 20, todavía era inspirado por esos idealismos. Ante todo, yo sentía que tenía que responder a la nobleza de nuestra causa y servirla, cumpliendo con el llamado del deber.  Regresaría a Panamá antes de lo esperado, para acudir al llamado armado de sacrificio y entrega. 

            Para equiparme de créditos académicos que me faltaban en materia de manejo de empresa, me propuse completar un par de trimestres más en la universidad. Así tomaría cuanto curso pudiera en administración de empresas, dejando de lado las materias no afines…y también el gran propósito de terminar la educación universitaria con diploma en mano. Contaría, al menos, con dos términos más de intenso aprendizaje centrado en el tema empresarial. Esa era la estrategia que mejor serviría a la causa a que había sido llamado aportar.

            Lo que nos esperaba en Colón, y los hirvientes sucesos políticos que se darían en el país pronto después de nuestra llegada, sirvieron de semillero para las circunstancias que me indujeron a volver a producir arte, algo que no había hecho en años.

 

Cruce de Caminos: WWW.com y el MAC de Panamá …relato auto-biográfico / Rogelio Pretto / Capítulo 1

10428.jpg
Canto a la bandera – 1984
(para ver otros capítulos, seleccione este enlace: )

Capítulo — 1    

Encuentro con el olvido

.
.

No recuerdo cómo di con él, pero a principios de 2004 me enteré de que Cien Años de Arte en Panamá había sido publicado al fin. Me crucé en línea con un artículo de Yovanska Spadafora publicado el 23 de agosto de 2003 por el diario Panamá América. Su escrito reportaba sobre el evento de presentación del libro. Cuando lo compré y llegó a mis manos, el destino me conduciría a un fascinante y profundo encuentro con mi pasado de artista panameño de la pintura.  

           En su reportaje, Spadafora mencionaba la asistencia al evento de personas del arte y la cultura de mi país, algunas cuyos nombres reconocí enseguida: Coqui Calderón (en aquella fecha Presidenta del MAC, publicador del libro), Carmen Alemán, Adrienne Samos y Carmela Cardoze—mujeres con las cuales en los setenta y ochenta crucé caminos con diferentes grados de significado para mi vida de artista en mi país. Desde que emigré a Estados Unidos en 1985 mi trayectoria como pintor quedó medio suspendida y fuera del escenario artístico panameño hasta enero 2014, cuando, invitado por el MAC, participé en Arte, Política, Panamá, exhibición colectiva que conmemoraba el cincuentenario de la gesta del 9 de enero de 1964.

           Estando en el extranjero desde 1984, había sido atraído—y distraído—por otras inquietudes creativas y deberes de mayor importancia que la pintura. Mi participación en Arte, Política, Panamá marcaría mi regreso formal en treinta años al escenario cultural de mi país. La ocasión la aprovecharía para tratar de corregir el enfoque con que fui biografiado en Cien Años de Arte en Panamá.

 

La noticia de la publicación del libro y de que amistades de mi pasado artístico, recordadas con mucho afecto, eran figuras claves en su publicación, despertó en mí un fuerte deseo de conseguirlo. Aunque elogios elevados no me esperaba encontrar en él, me mataba la curiosidad por saber cómo era mencionado en la históricamente importante publicación. 

           Yo estaba en mi apartamento de Nueva York cuando supe que habían publicado el libro. En esos días viajaba con regularidad entre Nueva York y Miami, donde residía desde1985. Cuando me establecí en el sur de Florida, desde un comienzo me fue bien como actor y locutor. Y en cuanto a la pintura, aunque mi producción de nuevos trabajos era modesta, sentía mucho interés en explorar nuevas vías de expresión pictórica relacionada a mi fascinación de siempre por el Cosmos y el Infinito. Estaba contento en Miami, echando pa’lante en buena forma, labrando mi nuevo futuro en el extranjero. 

           Entonces, en 1991 se presentó la irresistible oportunidad de vivir en la Gran Manzana. Paul Glickler, cineasta independiente, quién había conocido en Woodstock años antes a mediados de los setenta, me llamó de California, para ofrecerme en sub arriendo su apartamento en Manhattan. En él me había quedado cuando primero conocí la gran urbe a mediados de los 70. Paul se trasladaría eventualmente a Topanga, cerca de Los Angeles, y cuando allá lo visité, me dijo que su apartamento neoyorquino lo tenía en subarriendo.  Le pedí que me mantuviera al tanto cuando se le desocupara. 

           Terminaba la primavera y entraba el verano cuando llamó. Paul necesitaba una respuesta pronto. Sin conexiones de ninguna clase en Nueva  York, y con pocos conocidos a quién contactar, me mudé al sexto y último piso del pequeño pero históricamente antiguo edificio entre la Quinta avenida y la Madison, justo a tres cuadras al sur del Empire State Building. Allí permanecí década y media, viviendo experiencias de importancia personal como actor sindical y como cualquier otro artista más, residente y amante de New York City y sus retos. 

           Pero el pasar de los años fue rápido. Pinté poco, y mis regresos a mi patria disminuyeron, así como también mis contactos con amigos y amistades…y la comunidad del arte en mi país. Para los que habían seguido mis doce años de trayectoria artística, “desaparecí del mapa”; algunos hasta pensaron que tal vez había muerto, como en una ocasión me lo expresó un par de panameños durante un vuelo en COPA. 

           Supongo, además, que para algunos, mi súbito mutis y prolongada ausencia del escenario artístico de mi país era de inferir un insensible desconecte con mi tierra. ¿Habrán pensado igual nuestros catedráticos del arte cuando perdieron el rastro de mi trayectoria? Ante mi «desaparición» ¿vieron con demérito lo breve de mi travesía en la historia del arte panameño? Posiblemente. Y comprendo por qué cierta gente pensaría así…y porqué podrían resentir mi “abandono”.

Según el artículo de Spadafora en el Panamá América, la publicación de Cien Años de Arte en Panamá era una “primicia histórica para la cultura del país”. El Comité Nacional del Centenario calificó el libro como “único, completo y actualizado…uno de los aportes más importantes a la plástica panameña, que lleva a la consolidación de nuestra identidad y reconocimiento a los exponentes del arte en nuestro país, durante estos cien años de vida republicana.” 

           En cuanto a mí, de los treinta años que llevaba como pintor cuando se publicó el libro en 2003, dieciocho los había pasado en el exterior a las sombras del arte. Los doce anteriores fueron mi modesta cuota de ese centenar. No dejaba de repetirme: ¿Cómo habrán definido el rol de mi trabajo en ese siglo?

           Cuando lo ordené, esperé la entrega del libro con mucha anticipación. Apenas me llegó lo desempaqué y enseguida le di una ojeada general. Sentí orgullo notarle calidad de primera en la hermosura de su apariencia. Lucía fino. Orgulloso me sentí también de ver que Carmen como co-editora, así como Adrienne y Coqui, de diferentes maneras importantes habían aportado a tan linda y sofisticada publicación, junto con los otros todos que colaboraron en realizarla con tanto cuidado.

           Después, aun queriendo mucho saber cómo había sido mencionado en el libro, hice lo de siempre cuando llega un libro ilustrado a mis manos por primera vez: para familiarizarme con la calidad de su presentación, reviso su cubierta primero y después cada página, en deferencia al orden que sus creadores le designaron. En esa ocasión, me era mas interesante contener mi curiosidad y cederle al orden de revisión que me llevara de la mano. Así daría con mi sección como lo haría cualquier otro lector.

           En realidad, debido a mi larga ausencia del panorama artístico de mi país, no esperaba un sobresaliente reconocimiento en Cien Años de Arte en Panamá. Pero, a pesar de mi largo alejamiento del “escenario” desde 1985, sentía que durante la docena de años en que expuse mi trabajo al público panameño con regularidad, logré dejar un historial artístico diferente…y en alguna medida importante para nuestra nación. Para honrar el linaje de mis antecesores he procurado que mi breve aporte a la historia del arte de mi tierra haya resultado educador. Anticipaba por lo menos, encontrarme con esa distinción en el libro. De seguro Coqui, Carmen, Adrienne—y el MAC—estarían de acuerdo conmigo.  Al menos eso supuse.

Algo en particular del artículo de Yovanska en el Panamá América no me fue evidente cuando lo leí. Me di cuenta mientras ojeaba las páginas del libro y pasé de la 23 a la 24. Sin número, a la izquierda, la 24 estaba toda en blanco. A la derecha, la 25 vestía un fondo de color terracota satinado con un tintecito de amarillo…y en media página lo siguiente:

DEL CINCUENTENARIO A LA INVASIÓN

EL ARTE CONTEMPORÁNEO EN PANAMÁ

1950 A 1990

Y en la parte de abajo de la página:

MÓNICA E. KUPFER

           Me sorprendió ver el nombre de Mónica. Entre los nombres que reconocí en el artículo del Panamá América, no hubo mención alguna al de ella. De haberla, su nombre hubiese saltado a mi atención más que los otros. 

           Mónica es especial. Juntos, en buenas ocasiones a solas, compartimos tiempo de gran significado y de sensible comunicación, sobre todo durante los setenta y ochenta, cuando participábamos en el efervescente movimiento artístico en nuestro país. Nos estimulaba el ideal de darle frescor a la manera en que la ciudadanía aprecia la variedad expresiva que le aportan los artistas al enriquecimiento cultural de la nación. 

           La inteligencia y la capacidad académica y catedrática de Mónica para ilustrar los valores históricos del arte eran distintivos que mucho le admiraba. Durante un tiempo nuestra amistad disfrutó de una camaradería intelectual estimulante que cultivó un afecto legítimo y de abierta honestidad. Mónica se hizo amiga de la familia, y en ocasiones nos visitó en Coco Solo, y la tuvimos de visita especial en nuestra cabaña de montaña en la región de Cerro Punta. Por medio de ella conocí a Vango, personaje colorido que hasta la fecha le tengo un enorme cariño y cuyo sentido de humor me hace reventar en risa.

           Mónica vive con mucho amor en mis recuerdos. Al sorprenderme su nombre en Cien Años de Arte en Panamá me hinché de orgullo y me llené de ganas de dar con su sección de autoría, la parte del centenario donde sería mencionada mi contribución a la historia cultural de mi país. 

           De seguro, me dije, habrá tomado ella en particular el cuidado necesario para asegurar la legitimidad histórica de lo que es relatado sobre mi arte

           Pero al ir pasando las páginas con lentitud, una a la vez, desde el momento que supe que ella estuvo a cargo del segundo capítulo que incluye los años de mi trayectoria, algo comenzó a incomodarme.

           El libro fue publicado en agosto del 2003. Su preparación tuvo que haber sido un proceso complejo y que quizá tomó años. Se trata, después de todo, de un documento que rinde cuenta de un siglo de nuestro arte. La tarea de su armado requirió mucha investigación, al igual que la recopilación y el escrito de múltiples referencias fidedignas a la vida y el trabajo de los artistas mismos, en particular sobre lo que les inspira. ¿Y quién más que el artista conoce más de su arte en ese sentido que cualquier otra persona? Para el historiador, lo que por voz propia describe el artista de su trabajo es de singular valor, porque hay poco riesgo de equivocación interpretativa. Los hechos son componentes esenciales que enriquecen y solidifican la tarea del historiador. Contar con declaraciones, narraciones, charlas, entrevistas, escritos y demás pastos de dónde cosechar opiniones y testimonios propios del artista, son material de altísimo valor para quienes escriben sobre la historia del arte. 

           Mas que ningún otro recurso de investigación, estos hechos son los que confirman la realidad de la historia del artista y su arte que el historiador pretende reafirmar.

           Y entonces, en cuanto a mi arte, ¿qué diría yo? Durante los dieciocho años que estuve fuera no quiere decir que no era localizable. Al contrario, siempre estuve al fácil alcance de cualquiera, sobre todo de amigos y amistades que cultivé durante los doce años de actividad artística en mi país. Una simple llamada telefónica, un email, o hasta una carta postal, daba conmigo rápida y de manera fácil. Lo que me inquietaba de lo de Mónica, era pensar que estando ella a cargo de tan importante sección del libro, ni ella, ni nadie vinculado con sus preparativos me contactaron para ponerse al corriente sobre mis quehaceres o confirmar datos sobre mi pasado, antes de publicar. ¿Entonces qué información contendrá el libro sobre lo mío? me preguntaba

           Con el paso y la revisión de cada página, la gran incógnita para mí era qué habrán dicho en la sección que menciona mi arte si en dieciocho años ninguno de los involucrados con el libro me contactó para verificar información por boca mía?

           …Hola Rogelio, estamos publicando un libro sobre el arte en Panamá. No hemos sabido de ti en muchos años, y estamos preparando la sección en el libro donde hacemos referencia a tu arte. Nos interesaría que lo revisaras y nos dieras tus observaciones y comentarios para asegurarnos tener los hechos en orden

           Mónica Kupfer, más que cualquiera involucrado en el proyecto del libro, tenía acceso abierto inmediato y directo conmigo. Mónica pudo haberme llamado en la madrugada si así fuera, y feliz hubiese tomado su llamada. Y si su recado hubiese sido el mensaje que acabo de sugerir, sin vacilar viajo a Panamá para reunirme con ella y ponerla al día con los hechos. Conmigo llevaría la variedad de material que tenía archivado y que corroboraría lo que le contara, información que Judy había recopilado durante todos los años de mi carrera: recortes de periódico de críticas y entrevistas, impresos de exhibiciones, mis escritos para Opinión en La Prensa, y sobre todo fotos impecables de casi todas mis pinturas desde 1968 hasta el 2000, lo que incluiría mi trabajo en Miami a partir del ’85 y el que después en Nueva York vendría con un cambio radical de estilo que hasta hoy día desarrollo con gran afán. En resumen, Mónica hubiese, como historiadora, quedado armada hasta los dientes de información exclusiva sobre los hechos de mi arte y lo que tenía yo que decir sobre él.

           Pero nada, ni de ella, ni de nadie, ni pío, nunca, en ningún momento. Y no comprendía porqué. Perplejo, y con más curiosidad aún, seguí pasando las páginas…pero ya no tan lento. Tenía muchas ganas de ver lo que se decía, no de mis treinta años de carrera, porqué de dieciocho no se habían informado, sino de la docena a duras penas investigada en Cien Años de Arte en Panamá.